¿Podría sentirse igual de posesiva con respecto a Edelweiss como para llegar a matar para proteger a la compañía frente a quienquiera que le reclamase algo? Paul HoffmanRadbuka había afirmado, sin el menor atisbo de duda, que le había disparado una mujer. Malvada, con un gran sombrero y gafas de sol. ¿Podría haber sido Fillida Rossy? Lo cierto era que tras su lánguida apariencia se escondía una mujer decidida. Recordé que Bertrand se había cambiado de corbata después de que ella comentase que era demasiado llamativa. Y también sus amigos se habían esforzado para que nada en la conversación le resultase molesto.
Y, por otro lado, el concejal Durham seguía nadando alrededor de las rocas sumergidas de la historia. Colby, el primo de mi cliente, el que se había encargado de vigilar durante el robo en casa de Amy Blount y el que había dirigido a la policía contra mi cliente, era simpatizante del grupo OJO de Durham. Y la entrevista entre Durham y Rossy del martes… ¿Habría acordado Rossy abortar el proyecto de ley sobre la Recuperación de Bienes del Holocausto a cambio de que Durham le proporcionara una asesina a sueldo para matar a Paul HoffmanRadbuka? Durham era un político tan hábil que costaba pensar que fuese a hacer una cosa que podría exponerle a un chantaje. Tampoco podía imaginarme a un hombre tan sofisticado como Rossy envuelto en un complot para contratar un asesino a sueldo. Me era difícil aceptar que cualquiera de ellos intentase involucrar al otro en algo tan burdo como el robo en casa de Amy Blount.
Llamé a la oficina de Durham. Su secretaria me preguntó quién era y qué quería.
– Soy detective -dije-. El señor Durham y yo nos conocimos la semana pasada. Lamento comunicarle que algunas personas involucradas en su maravilloso proyecto OJO están implicadas en la investigación sobre un asesinato en el que estoy trabajando. Antes de revelar sus nombres a la policía, querría tener la cortesía de informar directamente al concejal.
La secretaria me dijo que esperara. Mientras lo hacía, volví a pensar en los Rossy. A lo mejor podía pasarme por allí un momento para ver si Irina, la doncella, quería hablar conmigo. Si me proporcionase una coartada para los Rossy durante la noche del pasado viernes… Bueno, por lo menos, podría eliminarlos como sospechosos del asesinato de Fepple.
La secretaria de Durham volvió a ponerse al teléfono. Me dijo que el concejal estaría en varios comités hasta las seis de la tarde, pero que podría recibirme en su oficina del South Side a las seis y media, antes de ir a una reunión comunitaria en la iglesia. Tal como se estaban desarrollando las cosas, no quería estar a solas con Durham en su territorio, así que le dije a la secretaria que estaría en el Golden Glow a las seis y cuarto. Durham me vería en mí territorio.
Bourbon con una rodajita de limón
Me puse a revisar los mensajes que tenía, tanto en el contestador telefónico como en el ordenador. Michael Loewenthal había pasado por la oficina para dejarme la biografía de Anna Freud. El día me había resultado tan largo que me había olvidado por completo de aquella conversación y también me había olvidado de las chapitas de identificación de Ninshubur.
La biografía era demasiado larga como para ponerme a leerla buscando alguna referencia a Paul Hoffman o Radbuka. Miré las fotografías: Anna Freud sentada junto a su padre en un café, Anna Freud en la guardería de Hampstead donde Lotty trabajó fregando platos durante la guerra. Intenté imaginarme a Lotty cuando era una adolescente. Entonces sería idealista y fogosa, pero sin la pátina de ironía y eficacia con la que, en la actualidad, mantenía a raya al resto del mundo.
Fui hojeando hasta el final para mirar Radbuka en el índice. No estaba. Busqué campos de concentración. La segunda entrada bajo ese epígrafe remitía a un estudio que había escrito Anna Freud sobre un grupo de seis niños llegados a Inglaterra desde Terezin después de la guerra. Eran seis niños, de tres y cuatro años, que habían vivido juntos como si fueran un pequeño equipo, cuidándose unos a otros y estableciendo unos lazos tan fuertes entre sí que las autoridades pensaron que no podrían sobrevivir si los separaban. No se daban nombres ni más datos familiares. Sonaba al grupo que había descrito HoffmanRadbuka en la entrevista de la televisión la semana anterior, el grupo donde lo había encontrado Ulrich y del que lo había arrancado, apartándolo de su amiguita Miriam. ¿Sería cierto que Paul había formado parte de aquel grupo? ¿O se habría apropiado de la historia para hacerla suya?
Volví a meterme en Internet para ver si podía encontrar el estudio de Anna Freud sobre los niños, que se llamaba «Un experimento sobre la educación en grupo». Una biblioteca que centralizaba trabajos de investigación en Londres podía mandármelo por fax al coste de diez centavos por página. Me pareció barato. Introduje el número de mi tarjeta de crédito y envié el pedido. Luego, comprobé si tenía mensajes telefónicos. El más urgente parecía el de Ralph, que me había llamado dos veces al móvil, una mientras iba por Ryan, hacía unas tres horas, y la otra hacía un momento, mientras estaba intentando desentrañar los detalles menos agradables del pasado de Nesthorn.
Naturalmente, estaba en una reunión, pero Denise, su secretaria, me dijo que quería ver urgentemente los originales de los papeles que le había enseñado por la mañana.
– No los tengo -le contesté-. Sólo los vi ayer un momento cuando hice las fotocopias que le he dado, pero alguien se los ha quedado para guardarlos en un lugar seguro. Me parece que son unos documentos muy importantes. ¿Es Bertrand Rossy quien quiere verlos o es Ralph?
– Creo que en una reunión, esta mañana, el señor Devereux le enseñó las ampliaciones que yo hice al señor Rossy, pero el señor Devereux no me ha dicho si era el señor Rossy o él mismo quien quería ver los originales.
– ¿Puede apuntar este mensaje exactamente como se le digo? Dígale a Ralph que es absoluta y totalmente cierto que no tengo los documentos. Los tiene otra persona y ahora no tengo ni idea de dónde está ni dónde los ha guardado. Dígale que no es una broma ni una manera de darle largas. Quiero encontrar esos libros tanto como él, pero no sé dónde están.
Hice que me repitiera el mensaje. Esperaba convencer a Rossy, si es que era Rossy el que estaba presionando a Ralph, de que yo no tenía los cuadernos de Ulrich. Esperaba no haber implicado a Lotty en todo aquel asunto. Sólo de pensarlo se me ponían los pelos de punta. Pero si lo hubiese hecho, no podía perder el tiempo en lamentaciones. Si me daba prisa, podía llegar a casa de los Rossy antes de mi cita con Durham.
Recorrí en coche los tres kilómetros de vuelta a mi piso y recogí uno de los pendientes de diamantes de mi madre de la caja fuerte. Me pareció que desde su fotografía me dirigía una mirada severa: mi padre le había regalado aquellos pendientes en su veinte aniversario. Yo había ido con él a la Tucker Company de Wabash, donde los eligió y dejó una señal y, luego, volví con él cuando fue a pagar y recogerlos.
– No lo voy a perder -le dije a la fotografía. Salí corriendo de la habitación, donde su mirada no pudiera seguirme. Al pasar por el cuarto de baño me vi reflejada en el espejo de la puerta. Había olvidado que me había ensuciado con el polvo que había en la Asociación de Compañías de Seguros. Si quería estar presentable en el edificio de Rossy, necesitaba una chaqueta limpia. Elegí una de rayón y lana de color rosa, que me quedaba amplia, para que no se me notara el bulto de la pistola que llevaba colgada del hombro. Eché la chaqueta de espiguilla en el armario del hall junto con la blusa dorada, que estaba manchada de sangre. De repente, recordé mi idea de hacer una prueba de ADN con la sangre de Paul. Por si la hacía, recogí la blusa y la metí en una bolsa de plástico antes de guardarla en la caja fuerte de mi dormitorio.
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