Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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El sonido del teléfono hizo que la mujer saliera disparada. Yo me dirigí al rincón que me había señalado. Para un espacio tan pequeño la verdad es que había un montón impresionante de material. Estantes enteros del National XJnderwriter (el Asegurador Nacional) y del Insurance Blue Books (los Libros Azules de los Seguros), discursos dirigidos a la Asociación Estadounidense de Compañías de Seguros, direcciones para congresos de seguros internacionales, sesiones del Congreso de los Estados Unidos para decidir si los barcos hundidos durante la guerra de Estados Unidos con España deberían estar cubiertos con pólizas de seguros.

Recorrí las estanterías todo lo deprisa que pude, utilizando una escalera para subir y bajar, hasta que encontré la sección con los documentos fechados en las décadas de 1920 y 1930. Los hojeé rápidamente. Más discursos, más sesiones del Congreso, éstas sobre los veteranos de la Primera Guerra Mundial. Ya tenía las manos negras de polvo cuando, de pronto, lo encontré: era un libro grueso y pequeño cuya tapa había perdido su color azul inicial y ahora era grisácea. Le Registre des Bureaux des Compagnies d'Assurances Européenes, impreso en Ginebra en 1936.

No entiendo bien el francés -porque, a diferencia del español, no me resulta lo bastante cercano al italiano como para poder leer una novela-, pero una lista de las oficinas de las compañías de seguros europeas no exige ser licenciada en filología. Conteniendo la respiración, me lo llevé bajo la mortecina lámpara que había en el centro de la sala, donde me puse a leer con gran dificultad las minúsculas letras. No era fácil entender cómo estaba organizado el libro, con una luz tan mala y en una lengua que no conozco pero, al final, comprendí que agrupaba las oficinas por países y, dentro de ellos, por la cifra de sus activos.

En 1935 la mayor compañía en Suiza era Nesthorn, a la que seguían en importancia Swiss Re, Zurich Life, Winterer y un puñado de otras. Edelweiss ocupaba un puesto muy por debajo, pero había una nota a pie de página, escrita en una letra aún más diminuta. Incluso inclinando la página para verla bajo una luz diferente y manteniéndola tan cerca de mi nariz que estornudé media docena de veces, no conseguí desentrañar aquella letra tan pequeña. Miré hacia la entrada. Me pareció que la explotada factótum seguía embuchando cartas en sus sobres; sería una pena molestarla para preguntar si podía llevarme el libro prestado, así que lo metí en mi maletín, le di las gracias por su ayuda y le dije que, probablemente, volvería al día siguiente por la mañana.

¿A qué hora abre?

– Normalmente no suelo hacerlo antes de las diez, pero a veces el señor Irvine, que es el director ejecutivo, viene por las mañanas… Oh, Dios mío, mire su preciosa chaqueta. ¡Cómo lo siento! Aquí está todo tan sucio, pero es que estoy aquí yo sola y no tengo tiempo para quitarles el polvo a todos esos viejos libros.

– No importa -le dije de todo corazón-. Esto se quita.

Esperaba que así fuera, porque parecía como si alguien inexperto hubiese teñido de gris mi preciosa chaqueta de espiguilla de punto de seda.

Fui corriendo hasta mi coche y me dirigí a la oficina en medio de la insoportable lentitud del tráfico. Ya en mi escritorio utilicé una lupa para intentar descifrar lo mejor que pude aquella nota a pie de página en francés: la adquisición… reciente… de Edelweiss A. G. por parte de Nesthorn A. G., la compañía más importante de Suiza…, se reflejará el año próximo, cuando las cifras de Edelweiss no fuesen… ¿disponibles? Bueno, daba igual. Hasta ese momento… no sé qué, no sé qué, los resultados de la compañía… serían independientes.

O sea que había habido una fusión entre Nesthorn y Edelweiss y ahora la compañía se llamaba Edelweiss. No entendí esa parte, pero continué hasta el listado de las oficinas. Edelweiss tenía tres, una en Basilea, otra en Zurich y otra en Berna. Nesthorn tenía veintisiete. Dos de ellas en Viena, una en Praga, otra en Bratislava y tres en Berlín. Tenía también una oficina en París que hacía bastante negocio. La oficina de Viena, en la Porzellengasse, estaba a la cabeza de las veintisiete por cifra de negocio, con un volumen, en 1935, de casi el treinta por ciento más que cualquiera de sus competidoras más cercanas. ¿Habría sido ése el territorio que Ulrich Hoffman recorría en su bicicleta apuntando nombres con su caligrafía llena de florituras y haciendo un negocio fantástico entre las familias que estaban preocupadas por que las leyes antisemitas alemanas fuesen a afectarles también a ellos muy pronto?

Las cifras precedidas por una N, que figuraban en los cuadernos de Ulrich, podrían ser pólizas de seguros de vida de Nesthorn. Después de la fusión con Edelweiss… Me volví hacia mi ordenador y entré en LexisNexis.

Los resultados de mi búsqueda anterior acerca de Edelweiss estaban allí, pero sólo se trataba de información reciente. De todos modos, la ojeé por encima. Hablaba sobre la adquisición de Ajax, la decisión de Edelweiss de participar en un foro sobre compañías de seguros europeas y las pólizas inactivas de seguros de vida pertenecientes a víctimas del Holocausto. Había informes de resultados trimestrales, informes sobre la adquisición de un banco de negocios londinense. La familia Hirs seguía siendo la accionista mayoritaria, con un once por ciento de las acciones. Así que la inicial H grabada en la vajilla de porcelana de Fillida Rossy se debía al apellido de su abuelo. El mismo abuelo con quien solía ir a esquiar a las pistas más difíciles de Suiza. Alguien a quien le gustaban los riesgos, a pesar de su suave voz y de su preocupación por la loción de romero para el pelo rubio de su hija.

Guardé los resultados de aquella búsqueda y emprendí una nueva para conseguir información más antigua sobre Nesthorn y Edelweiss. La base de datos no admitía una fecha tan lejana como para incluir información acerca de la fusión. Desvié el teléfono para que el servicio de contestador atendiera las llamadas mientras luchaba con un vocabulario y una gramática demasiado complejos para un lego en la materia.

La revue d'histoire finanáére et commercial del mes de julio de 1979 contenía un artículo que me pareció que trataba sobre compañías alemanas que intentaban abrir mercados en los países ocupados durante la guerra, Le nouveau géant économique estaba poniendo nerviosos a sus vecinos. En uno de los párrafos del artículo decía on voudrait savoir si la mayor compañía suiza de seguros ha cambiado su nombre de Nesthorn a Edelweiss porque demasiada gente les recordaba por su histoire peu agréable.

Una historia poco agradable. ¿Sería eso? Con toda seguridad no podía referirse a contratar unos seguros de vida que no tenían intención de reembolsar. Tendría que tratarse de otra cosa. Me pregunté si en los demás artículos habría alguna explicación. Los adjunté al correo electrónico que envié a Morrell, porque él lee bien el francés.

Le escribí: «¿Alguno de estos artículos explica qué es lo que hizo la compañía de seguros Nesthorn durante los años cuarenta para convertirse en poco agradable para sus vecinos europeos? ¿Cómo va tu permiso para viajar a la frontera noroccidental?». Di a la tecla de enviar, pensando en lo sorprendente que resultaba que Morrell, a más de veinte mil kilómetros de distancia, pudiera leer casi instantáneamente lo que acababa de escribirle.

Me recosté contra el respaldo de la silla, con los ojos cerrados y pensé en Filuda Rossy durante la cena, acariciando los cubiertos de plata maciza con la H grabada en el mango. Lo que poseía lo tocaba, lo agarraba… Lo que tocaba lo poseía. Aquel gesto compulsivo al colocarle bien el pelo a su hija o el cuello del pijama a su hijo… También a mí me había sostenido la mano de la misma forma inquietante cuando me llevó a presentarme a los demás invitados, el martes por la noche.

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