Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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– ¿Alguien tiene llaves de su casa en el edificio? ¿Puedo entrar para ver si se encuentra bien?

Consultó una lista. Lotty había dejado el nombre de Max y el mío para que nos llamaran en caso de que hubiese alguna emergencia. Dijo que creía que su jefe no tendría inconveniente en abrirme si yo no tenía llaves. ¿Cuándo pasaría por allí? ¿En veinte minutos? Le diría a Gerry que subiese del sótano, donde estaba vigilando a unos técnicos que estaban reparando la caldera.

Mary Louise llamó justo cuando salía. Estaba en el South Side con Gertrude Sommers -sí, la tía de mi cliente-, que quería decirme algo en persona. Me había olvidado de que había mandado a Mary Louise para que averiguase algo sobre el sospechoso sobrino de mi cliente. Le había dejado una nota la tarde anterior, pero estaban sucediendo tantas cosas que me parecía que había pasado un mes.

Intenté que no me oyese suspirar. Estaba cansada, muy cansada, de andar corriendo de una punta a otra de Chicago. Le dije a Mary Louise que, a menos que me encontrase con algún problema grave en casa de Lotty, en una hora y media llegaría al apartamento de Gertrude Sommers.

Capítulo 45

Oído en la calle

Texto. El portero del edificio de Lotty ya me conocía de otras ocasiones, pero él y Gerry, el encargado del inmueble, insistieron en que me identificara antes de que Gerry subiera conmigo al piso dieciocho. Estas precauciones normalmente me hubieran molestado pero, en aquel momento, me dieron una cierta tranquilidad respecto a la seguridad de Lotty.

Cuando llegamos al apartamento, Gerry tocó varias veces al timbre antes de sacar sus llaves y abrirlo. Me acompañó mientras yo recorría las habitaciones, pero no había ni rastro de Lotty ni señales de violencia.

Mientras Gerry me observaba con creciente desaprobación, registré los cajones del mueble de la pequeña habitación que Lotty usa como despacho y luego los del dormitorio, buscando los diarios de Ulrich. Gerry me iba siguiendo de habitación en habitación mientras yo pensaba en los posibles sitios que podía usar para esconder cosas: debajo de la ropa, de las alfombras y los colchones, dentro de los armarios de la cocina, detrás de los cuadros de la pared y dentro de los libros de las estanterías.

– No tiene derecho a hacer eso, señora -me dijo cuando empecé a hurgar en el cajón de la ropa interior.

– ¿Está casado, Gerry? ¿Tiene hijos? Si su mujer o una de sus hijas tuviera complicaciones en el embarazo, ¿sabe a quién le diría todo el mundo que fuera a ver? A la doctora Herschel. Es una persona que se toma sus obligaciones tan en serio que nunca falta a su trabajo, ni aunque esté enferma, a menos que tenga una fiebre tan alta que considere que podría afectar a su buen juicio. Y, de pronto, sin decir nada, ha desaparecido. Así que estoy buscando alguna señal que me permita deducir si se ha ido por su voluntad o no, si ha hecho la maleta o algo por el estilo.

Gerry no parecía muy convencido, pero no hizo más esfuerzos por detenerme. No había ni rastro de los diarios de Ulrich, o sea que se los debía de haber llevado con ella. Se había marchado por voluntad propia. Tenía que ser así.

– ¿Está su coche en el garaje? -pregunté.

Llamó al portero con el walkietalkie. Jason le contestó que iría a echar un vistazo. Así era como podía colarse algún intruso: esperando a que el portero fuese hasta el garaje y entrando, después, detrás de un vecino.

Cuando llegamos abajo, Jason ya había vuelto a su puesto. El coche de la doctora Herschel estaba en su plaza. Y, una vez más, abandonó su puesto de vigilancia para mostrármelo. El coche estaba cerrado con llave y no quise abrirlo delante de él para que no se enterara de las artimañas de las que me valgo, así que me limité a mirar a través del parabrisas. A diferencia de mí, Lotty no deja el coche lleno de papeles, toallas viejas y camisetas pestilentes. En los asientos no había nada de nada.

Les di una tarjeta mía a cada uno y le pedí a Jason que preguntase a los vecinos, cuando fuesen llegando a casa, si alguien la había visto marcharse.

– Así podemos hacerlo de un modo informal -dije, cuando me empezaba a poner objeciones-. Si no, tendría que recurrir a la policía, cosa que no me gustaría hacer.

Los dos hombres intercambiaron miradas: a la administración del edificio le molestaría que la policía se presentase allí para interrogar a los vecinos. Se guardaron los diez pavos que les di con aire de dignidad y acordaron que no dejarían subir a nadie al piso de la doctora Herschel, a menos que se tratase de Max o de mí.

– ¿Siempre está vigilando el portal, incluso cuando está haciendo algún recado? -insistí.

– El portal nunca se queda sin vigilancia, señora -dijo Jason, molesto-. Siempre lo puedo ver por el monitor del garaje y, cuando me tomo un descanso, Gerry se queda para cubrir mi puesto.

Yo sabía que aquel sistema no era infalible pero, si seguía criticándolo, ambos dejarían de colaborar conmigo. Me fui a mi Mustang y me quedé allí sentada, masajeándome la nuca. ¿Qué le habría pasado a Lotty? En los últimos diez días había quedado muy claro que ella tenía una vida de la que yo no sabía nada. Pero, sólo porque se hubiese guardado sus asuntos para sí misma, ¿debía yo respetar su hermetismo? Más bien al revés, ¿no me daban mi amistad, mi cariño y mi preocupación por ella el derecho a invadir aquella intimidad que se había esforzado tanto en proteger? Me quedé dándole vueltas. Probablemente, no. Aunque sólo mientras aquellos condenados cuadernos de contabilidad de Ulrich no fueran a colocarla en una situación de riesgo. Pero es que podría ser así. Si, al menos, pudiese encontrar a alguien que me los descifrase… Puede que, para Bertrand Rossy, sí tuvieran algún significado.

Arranqué lentamente y emprendí el arduo camino al South Side. Cruzar el centro de Chicago se pone más difícil cada semana. Hay demasiada gente que hace como yo: una sola persona por coche. Paré para echar gasolina en la entrada a la autovía que hay en North Avenue. Los precios continuaban su ascenso. Ya sé que pagamos menos de la mitad que los europeos pero, cuando se está acostumbrado a utilizar un combustible barato y llenar el depósito te cuesta ya treinta dólares, cada subida es como una bofetada. Fui a paso de tortuga por la Ryan hasta la Ochenta y siete, donde está la salida más cercana a la casa de Gertrude Sommers.

Nada parecía haber cambiado por allí durante las últimas dos semanas, ni el Chevy destartalado que estaba fuera, ni los gritos desesperados del niño en el interior. La señora Sommers seguía erguida, con su habitual rigidez, con un vestido oscuro muy planchado y con la misma expresión intimidante de siempre.

– Ya le dije a la otra chica que podía largarse -me contestó cuando le pregunté si Mary Louise seguía allí-. No me gusta hablar sobre mi familia con la policía. Aunque dice que ahora hace trabajos privados y que ya no trabaja con la policía, tiene el aspecto y el modo de hablar de ellos.

Pronunciaba las palabras enfatizando la primera sílaba, como hacen siempre los negros. Intenté alejar a Lotty de mi mente y concentrarme en lo que Gertrude Sommers había decidido contarme.

Me señaló una silla para que me sentara junto a la mesa de conglomerado situada contra la pared y, luego, se sentó ella, con ese frufrú que hacen las telas muy tiesas al rozar con las medias. Colocó la espalda recta, las manos entrelazadas en el regazo y una expresión tan intimidante que me resultaba difícil mirarla a los ojos.

– En la reunión para comentar la Biblia del miércoles por la noche, el reverendo se acercó para hablarme sobre mi sobrino. No mi sobrino Isaiah, sino el otro, Colby. ¿Cree usted que, si su padre le hubiera puesto el nombre de un profeta, como hizo el otro hermano de mi marido con Isaiah, Colby sería también una persona decente? ¿O siempre habría tentaciones que para él serían demasiado fuertes?

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