Ralph le enseñó una de las hojas a Connie. Ésta abrió los ojos como platos y se tapó la boca con la mano.
– ¿Qué sucede, Connie? -le pregunté.
– Nada -contestó de inmediato-. Esta letra es tan rara. No puedo creer que haya gente que la entienda.
– Pero -dijo Ralph- ¿has visto alguna vez un informe de ese agente…, cómo se llamaba…, Ulrich Hoffman? Ya fuese a máquina o a mano. ¿No has visto nada? ¿Estás segura? ¿Qué pasa cuando pagamos una póliza? ¿Tiramos todas las notas con los antecedentes? Me parece difícil de creer… Un seguro bien hecho va siempre acompañado de muchos papeles.
Denise asomó la cabeza por la puerta.
– Su llamada de Londres, señor Devereux.
– Pásemela a mi despacho -mientras salía por la puerta dijo, por encima del hombro-: Es de Lloyds, debido a las pérdidas producidas por las inundaciones. Déjame las copias allí, se las enseñaré a Rossy. Connie, piensa con mucho cuidado qué es lo que viste en ese expediente.
Recogí mis fotocopias y le devolví a Denise las ampliaciones que había hecho. Mientras le agradecía a Denise su ayuda, Connie se escabulló por la puerta. Cuando llegué al ascensor no la vi. O había un ascensor esperando nada más llegar ella o se había escondido en el lavabo de señoras. Por si estaba en los lavabos, me alejé de los ascensores y me puse a mirar la vista del lago desde los ventanales. El conserje de la planta ejecutiva me preguntó si podía ayudarme; le dije que sólo estaba pensando.
Después de cinco minutos apareció Connie Ingram, mirando a un lado y a otro como un conejo asustado. Me entraron ganas de saltar delante de ella y gritarle ¡bu!, pero esperé junto al ventanal hasta que se encendió el indicador de la llegada del ascensor y entonces me acerqué rápidamente para subir detrás de ella cuando se estaban cerrando las puertas.
Me dirigió una mirada de odio mientras apretaba el botón de la planta treinta y nueve.
– Me ha dicho el abogado que no tengo que hablar con usted. Me ha dicho que lo llamara si venía a verme.
Se me taponaron los oídos al bajar el ascensor.
– Puede llamarle nada más bajarse. ¿También le dijo que no hablase con el señor Devereux? ¿Va a pensar alguna respuesta sobre si ha visto algún informe en el expediente? En caso de que a él se le olvide que se lo ha preguntado, porque sé que tiene muchas cosas en la cabeza, le llamaré de vez en cuando para recordárselo.
La puerta se abrió en la planta treinta y nueve y Connie salió disparada sin contestar a mi genial despedida. Me monté en el metro para regresar a mi oficina, donde me encontré con un correo electrónico de Morrell.
Me doy cuenta de que hasta yo, que me creía un viajero experimentado, tenía una gran ilusión por ver este paisaje digno de Rudyard Kipling. Pero no estaba preparado para algo tan inhóspito y grandioso o, sobre todo, para sentirme tan empequeñecido por las montañas. Te entran ganas de hacer gestos desafiantes: Estoy aquí, estoy vivo, miradme.
En cuanto a tu pregunta sobre Paul Hoffman o Radbuka, ya sé que no soy un experto, pero pienso que alguien que haya sufrido torturas, como parece que sufrió a manos de su padre, puede convertirse en una persona de una gran fragilidad emocional. Sería doloroso pensar que tu propio padre te torturaba, pensarías que había algo muy malo en ti que provocara ese comportamiento y los niños suelen echarse a sí mismos la culpa en situaciones difíciles. Pero si logras convencerte de que te han perseguido por tu identidad histórica -porque eras judío, habías nacido en la Europa del Este y habías sobrevivido a los campos de concentración- entonces eso le daría otro matiz a tu tortura, tendría una razón más profunda y te protegería del dolor de pensar que eras un niño horrible cuyo padre tenía motivos para maltratarte. Al menos, ésa es mi opinión. Mi querido molinillo de pimienta, no puedo decirte lo mucho que te echo de menos. Es terriblemente inquietante ver un paisaje del que ha desaparecido la mitad de la población. No sólo echo en falta tu cara, echo en falta ver rostros de mujeres.
Imprimí el trozo en el que se refería a Paul y se lo envié por fax a Don Strzepek a la casa de Morrell, acompañado de una frase que escribí a toda prisa: Por si te interesa. Me preguntaba cómo habrían acabado las cosas entre Don y Rhea la noche anterior. ¿Seguiría adelante con el libro sobre los recuerdos recuperados que estaba escribiendo en colaboración con ella? ¿O esperaría hasta ver si Max y Lotty se prestaban a hacerse una prueba de ADN?
Paul Hoffman se había inventado una personalidad que pendía de un hilo finísimo: había buscado en Internet los nombres que figuraban en las relaciones de asegurados de Ulrich hasta que dio con una página en la que aparecía uno de ellos. Se había servido de ese hilo para conectarse a sí mismo con la Inglaterra inmediatamente posterior a la guerra.
Al pensar en ello, me acordé de la foto de Arma Freud que Paul tenía colgada en su escondite. Su salvadora en Inglaterra. Llamé a la casa de Max y hablé con Michael Loewenthal. Agnes había podido cambiar su cita con la galería, así que él estaba cuidando de Calia. Fue hasta el salón y regresó al teléfono con el título de la biografía que Lotty había bajado la noche anterior del estudio de Max.
– Vamos a ir al centro para hacerles una última visita a las morsas del zoológico. Te acercaré el libro a tu oficina. No, encantado de hacerlo, Vic. Estamos en deuda contigo por todo lo que te has ocupado de nuestro pequeño monstruo. Aunque tengo que admitir que también hay otro motivo: Calia está muy pesada con el asunto del collar del perro. Así que, ya que vamos, aprovecharé para recogerlo.
Solté un gruñido. Me había dejado el maldito cacharro en la cocina de mi casa. Le dije a Michael que si no se lo acercaba esta noche a Evanston, se lo enviaría a Calia por correo a Londres.
– Lo siento, Vic. No es necesario que te tomes todas esas molestias. Dentro de una hora me pasaré por allí con el libro. Por cierto, ¿has hablado con Lotty? La señora Coltrain me ha llamado desde la clínica y estaba preocupada porque Lotty había cancelado todas sus citas para hoy.
Le dije que la noche anterior no nos habíamos despedido de muy buenas maneras, así que no había tenido ganas de llamarla. Pero cuando Michael colgó, marqué el número de la casa de Lotty. El teléfono sonó hasta que saltó el contestador en el que su voz seca daba varios números a los que llamar en caso de una urgencia médica y pidiéndole a los amigos que dejasen un mensaje después de la señal. Pensé, inquieta, en el loco que andaba por la ciudad disparando a la gente para hacerse con los cuadernos de Hoffman. Pero seguro que el portero no habría dejado entrar a nadie que no fuese del edificio.
Llamé a la señora Coltrain, que, al principio, se alegró al oír mi voz, pero que volvió a ponerse nerviosa cuando descubrió que yo no sabía nada de Lotty.
– Por supuesto que cuando está enferma suele cancelar todas sus citas, pero siempre me llama para comunicármelo directamente.
– ¿Es que le ha llamado otra persona? -la preocupación hizo que me saliera la voz aflautada.
– No, pero dejó un mensaje en el contestador de la clínica. Cuando entré no podía creérmelo, así que decidí llamarla a casa y luego le pregunté al señor Loewenthal si la doctora no había dejado dicho nada a nadie en el hospital. Nadie sabía nada, ni siquiera el doctor Barber, ya sabe que se sustituyen uno al otro en caso de emergencia. Uno de los colegas de la doctora Herschel va a venir al mediodía para atender los problemas más urgentes que se presenten por aquí. Pero si la doctora no está enferma, ¿dónde está?
Si Max no lo sabía, no lo sabía nadie. Le dije a la señora Coltrain que me pasaría por el piso de Lotty. Ninguna lo mencionó, pero las dos nos imaginamos a Lotty tirada en el suelo, inconsciente. Busqué en la guía telefónica el número de la portería del edificio de Lotty y hablé con el portero, que me dijo que no la había visto aquella mañana.
Читать дальше