Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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Capítulo 46

Historia antigua

Ya en mi coche, encendí el móvil y llamé a Amy Blount.

– Hoy tengo una pregunta diferente para usted con relación a la parte de su historia sobre Ajax donde se hablaba de Edelweiss. ¿De dónde sacó la información?

– Me la dio la compañía de seguros.

Hice un giro de ciento ochenta grados con una sola mano en el volante y el teléfono en la otra. Frené para evitar a un gato que cruzó de pronto la calle. Una niña pequeña iba detrás gritando su nombre. El coche derrapó. Solté el teléfono y paré junto a la acera con una taquicardia. Tuve suerte de no atropellar a la niña.

– Lo siento, en estos momentos estoy como una loca intentando hacer demasiadas cosas al mismo tiempo y conduciendo como una imbécil -le dije cuando logré recuperarme lo suficiente como para volver a llamarla-. ¿Eran fichas de un archivo financiero o algo así?

– Era un resumen financiero. Querían que Edelweiss sólo figurara brevemente al final. En realidad el libro trata sobre Ajax, así que no vi la necesidad de mirar los archivos de Edelweiss -dijo Amy, a la defensiva.

¿Y qué había en ese resumen?

– Grandes cifras. Activos y reservas, oficinas principales. Pero por años. No recuerdo los detalles. Supongo que podría preguntar a la bibliotecaria de Ajax.

De un solar abandonado salieron un par de hombres. Miraron al Mustang y, luego, a mí y me hicieron un gesto con los pulgares para arriba para indicar que los dos les gustábamos. Sonreí y les saludé con la mano.

– Necesito averiguar si tenían oficina en Viena antes de la guerra.

Pensándolo bien, las cifras de Edelweiss no tenían importancia: puede que, efectivamente, durante los años treinta hubieran sido una compañía de ámbito regional, pero, aun así, podían haber vendido seguros a gente que había desaparecido en los hornos crematorios durante la guerra.

– Tal vez en la biblioteca de la Asociación de Compañías de Seguros de Illinois pueda encontrar algo que le sirva de ayuda -sugirió Amy Blount-. Yo estuve allí investigando mientras escribía el libro sobre Ajax. Tienen una colección poco común de antiguos documentos de seguros. Están en el Edificio Central de Seguros de West Jackson, ya sabe.

Le di las gracias y colgué. Mientras estaba intentando meterme en Ryan por la Ochenta y siete, sonó mi teléfono pero, tras haber estado a punto de atropellar a la niña hacía unos minutos, decidí no distraerme de la conducción. Sin embargo, no podía dejar de especular sobre Edelweiss. Ellos habían comprado Ajax, una jugada maestra que les había permitido hacerse con la cuarta compañía de los Estados Unidos en ventas de seguros de accidentes e inmuebles y todo a precio de saldo. Y, después, se encontraron frente a una proposición de ley que obligaría a la devolución de los activos de la época del Holocausto incluyendo, también, las pólizas de seguros de vida. Si, de golpe, se les venía encima un cúmulo de seguros de vida pendientes de pago, su inversión podía pasar de ser una mina de oro a convertirse en una declaración de quiebra.

Los bancos suizos estaban luchando con uñas y dientes para evitar que los herederos de las víctimas del Holocausto reclamasen los activos depositados en los años de frenesí anteriores a la guerra. El resto de las compañías aseguradoras europeas estaban poniendo las mismas trabas. Debía de ser relativamente infrecuente que los niños supieran que sus padres tenían seguros. Incluso aunque hubiera otros, como Cari, a los que habían mandado con el dinero para pagar al agente, apuesto a que pocos sabrían con qué compañía tenía la póliza su padre. Yo misma, cuando murió mi padre, no encontré su seguro de vida hasta que me puse a ordenar sus papeles personales.

Pero cuando no sólo tu familia, sino también tu casa y hasta tu pueblo entero han sido borrados del mapa, no hay archivos a los que puedas recurrir. Y si los hubiera, la compañía de seguros te trataría como lo había hecho con Cari: denegando la petición porque no podías presentar el certificado de defunción. Realmente, esos bancos y esas compañías de seguros eran una panda de hijos de puta.

Mi móvil volvió a sonar, pero lo recogí solamente para apagarlo. Si los cuadernos de Hoffman contenían una lista de seguros de vida contratados por gente como los padres de Cari o de Max, gente que había muerto en Treblinka o Auschwitz, no sería una lista tan larga como para que Edelweiss perdiera mucho con el pago de las reclamaciones. Para lo único que serviría sería para informar a unos cientos de personas de que sus padres o sus abuelos habían contratado pólizas con ellos y facilitarles su número. Eso no causaría ningún descalabro en los activos de Edelweiss.

A menos que algunos Estados empezasen a promulgar leyes como la de la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto, que Ajax había torpedeado la semana anterior. En ese caso, la compañía habría tenido que hacer una auditoría de sus pólizas -en las alrededor de cien pequeñas compañías que formaban el grupo Ajax, y que ahora incluía a Edelweiss- y debería poder demostrar que no ocultaba pólizas de personas fallecidas durante la guerra en Europa y eso les habría costado una fortuna.

¿Habría vislumbrado Fepple esa posibilidad? ¿Podría haber encontrado suficiente información en la ficha de Aaron Sommers como para tramar un chantaje? Se le había visto muy entusiasmado con la posibilidad de ganar dinero. Y si así fuera, ¿era una razón tan poderosa como para que alguien de Ajax lo matase? ¿Quién habría sido el que había apretado el gatillo? ¿Ralph? ¿El encantador Bertrand? ¿Su esposa, tan blanda como el acero?

Adelanté a un par de camiones con remolque, impaciente por reunir cualquier tipo de información. De momento estaba construyendo un castillo de naipes. Necesitaba hechos, con unos buenos cimientos de hormigón. Al doblar para entrar en Jackson Boulevard, de camino al centro, empecé a tamborilear sobre el volante en cada semáforo en rojo, reconcomida por la impaciencia. Justo en la margen oeste del río, a la sombra de la estación Union y de sus bares de mala reputación, encontré un sitio libre para aparcar. Metí un puñado de monedas en el parquímetro y me hice corriendo las cuatro manzanas que me separaban de la Central de Seguros.

La Central es un edificio viejo y deteriorado cerca del extremo sudoeste del Loop y la Asociación de Compañías de Seguros de Illinois resultó que ocupaba una de las oficinas más cochambrosas de su interior. Del techo colgaban unas lámparas pasadas de moda con unos pocos tubos fluorescentes que parpadeaban de un modo irritante sobre el rostro de la mujer que estaba sentada cerca de la entrada. Me miró con los ojos entrecerrados, mientras seguía preparando unos sobres para enviar por correo, como un buho que no está acostumbrado a ver extraños en esa parte del bosque. Cuando le expliqué que estaba intentando averiguar el tamaño de la compañía de seguros Edelweiss en la década de 1930 y si entonces contaban con una oficina en Viena, suspiró y echó a un lado el montón de papeles que estaba doblando.

– No sé ese tipo de cosas. Si quiere, puede mirar en la biblioteca, pero me temo que yo no voy a poder ayudarla.

Corrió para atrás la silla en la que estaba sentada y abrió una puerta que daba a una sala oscura. Estaba repleta de estantes con libros y papeles, más allá de lo que permite el reglamento de prevención de incendios.

– Están ordenados más o menos cronológicamente -dijo señalando hacia el rincón izquierdo-. Cuanto más lejanos en el tiempo son los documentos que busca, más posibilidades tiene de que estén bien colocados. La mayoría de la gente sólo viene a consultar documentos recientes y a mí me resulta muy difícil dedicar un rato para ponerlos en orden. Me sería de gran ayuda que procurase usted dejarlo todo de la misma forma que lo encuentre. Si quiere fotocopiar algo, puede utilizar mi máquina, pero cuesta diez centavos cada fotocopia.

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