Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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– Entonces, ¿me vas a dejar echar un vistazo al archivador de mesa de Connie?

– No -su voz no era más fuerte que un susurro-. Quiero que te vayas del edificio. Y, si estás pensando en pararte en la planta treinta y nueve para buscar esos papeles, ni se te ocurra. Voy a enviar a Karen ahora mismo a la mesa de Connie para que recoja todos sus documentos y me los suba. No vas a andar por mi Departamento como si fueses un vaquero a la busca de terneros fuera de la manada.

– Prométeme una cosa. Bueno, dos cosas, en realidad. Que mirarás los papeles de Connie sin decírselo a Bertrand Rossy y que me dirás lo que encuentres.

– No te prometo nada, Warshawski. Pero puedes tener la seguridad de que no voy a poner en peligro lo que queda de mi carrera contándole semejante historia a Rossy.

Capítulo 50

Saltar de alegría

Antes de marcharme del despacho de Ralph le dejé otra tarjeta mía a Denise.

– Él va a querer ponerse en contacto conmigo -le dije aparentando más confianza de la que sentía-. Dígale que puede localizarme en el móvil a cualquier hora durante el fin de semana.

Casi no podía soportar no ver por mí misma el archivador de mesa de Connie Ingram, pero Karen Bigelow bajó conmigo hasta la planta treinta y nueve y me dijo que llamaría a la seguridad del edificio si la seguía hasta la mesa de Connie.

Cuando salí del edificio me zambullí en un torbellino de actividad inútil. Don Strzepek había decidido no seguir mi consejo de abandonar la ciudad. Conseguí que convenciera a Rhea para me dejase ir a visitarla a su casa de Clarendon, con la esperanza de que, si ella misma me describía a su atacante, aquello me ayudaría a dilucidar, de una forma u otra, si había sido alguno de los Rossy.

Ésa fue la primera hora que desperdicié. Don me abrió la puerta de la casa, pasamos junto a una cascada con flores de loto flotando y entramos en una terraza acristalada, donde Rhea estaba sentada en un gran sillón. Me clavó sus brillantes ojos desde el interior del capullo de chales en los que se encontraba envuelta. Mientras daba sorbitos a una infusión y Don la agarraba de la mano, me detalló los acontecimientos de la noche anterior. Cuando la atosigué un poquito para que me diera algún detalle -la altura, la complexión, el acento o la fuerza- de su atacante, se recostó en el respaldo del sillón y se llevó una mano a la frente.

– Vic, ya sé que lo haces por mi bien, pero ya he repasado esto una y otra vez, no sólo con Donald y con la policía, sino yo sola. Me induje un ligero estado de trance y grabé en una casete todo el incidente. Puedes escucharlo si quieres. Si hubiera algún detalle destacado, lo habría recordado en ese momento.

Escuché la cinta, pero Rhea se negó a volver a ponerse en trance para que yo pudiera interrogarla. Le sugerí que tal vez hubiese percibido cuál era el color de los ojos de aquel rostro cubierto por un pasamontañas, el color del pasamontañas o el de la voluminosa chaqueta del agresor. La relación que había hecho durante el trance no mencionaba nada de eso. Llegado ese punto se hartó y se puso agresiva: si hubiese pensado que esas preguntas podrían arrojar algún dato útil, ya se las habría formulado a sí misma.

– Don, acompaña a Vic hasta la puerta, por favor. Estoy agotada.

No me sobraba el tiempo como para perderlo en enfados o en discusiones. Me dirigí hacia la salida, pasando junto a los pétalos de loto, y sólo pude desahogarme lanzando un centavo contra el Buda que había en la parte superior de la cascada.

Después me fui en el coche hasta el South Side, a la casa de la madre de Colby Sommers, para ver si podía conseguir alguna información sobre lo que había hecho el primo de Isaiah durante su última noche en este mundo. Había varios parientes consolándola, entre ellos Gertrude Sommers, que estuvo hablando conmigo en voz baja en un rincón. Colby había sido un chico débil y también un hombre débil. Le hacía sentirse importante andar por ahí con gente peligrosa y, ahora, tristemente, había pagado por ello. Pero Isaiah… Isaiah era otra cosa, y ella quería estar segura de que me había quedado bien claro que tenía que hacer todo lo posible para que Isaiah no corriese la misma suerte de Colby.

Asentí tristemente y me dirigí hacia la madre de Colby. No había visto a su hijo durante las últimas dos semanas, no sabía en qué había estado metido. Pero me dio los nombres de algunos de sus amigos.

Cuando los localicé en una sala de billar de la zona, dejaron los tacos a un lado y me miraron con evidente hostilidad. Incluso después de que lograra traspasar la nube de canutos y resentimiento que los rodeaba, tampoco pudieron decirme mucho. Sí, Colby había estado con algunos hermanos que a veces hacían encargos para los OJO de Durham. Sí, había andado fardando con un fajo de billetes durante unos días, Colby era así. Cuando tenía pasta, la compartía con todo el mundo. Cuando estaba sin blanca, se suponía que todos tenían que mantenerlo. La noche anterior había dicho que iba a hacer algo con los hermanos del grupo OJO, pero ¿nombres? No sabían ningún nombre. No hubo soborno ni amenaza que les hiciera mella.

Me marché, frustrada. Terry no estaba dispuesto a sospechar del concejal Durham y los chicos del South Side le tenían demasiado miedo a los tipos de la OJO como para denunciarlos. Podía volver a ver a Durham, pero sería una pérdida de tiempo si no tenía nada seguro a lo que agarrarme. Y en aquel momento estaba tan preocupada por Lotty y por los cuadernos de Ulrich que era mucho más importante que intentara encontrar un modo de acorralar a los Rossy.

Estaba pensando si habría alguna forma de comprobar sus coartadas durante la noche anterior sin quedar demasiado en evidencia, cuando sonó mi teléfono móvil. Yo iba en dirección norte por la Ryan, justo a la altura del tramo donde dieciséis carriles se cruzan una y otra vez como las cintas durante la danza de la cucaña de mayo, así que no era el lugar más apropiado para distraerse. Me metí por la salida más cercana y atendí la llamada.

Esperaba que fuese Ralph, pero era mi servicio de contestador. La señora Coltrain me había llamado desde la clínica de Lotty. Era urgente, tenía que llamarla de inmediato.

¿Está en la clínica? Miré el reloj del salpicadero. Los sábados la clínica de Lotty estaba abierta por las mañanas de nueve y media a una. Y ya eran más de las dos.

No conozco a los que trabajan en el servicio de contestador los fines de semana. Aquel hombre me repitió el número que la señora Coltrain había dejado y colgó. Era el número de la clínica. Bueno, quizás se había quedado un poco más para terminar con algún papeleo.

La señora Coltrain suele ser una persona tranquila e incluso autoritaria. Durante todos los años que se ha ocupado de la recepción en la clínica de Lotty, sólo la he visto nerviosa una vez, y fue en una ocasión en que una muchedumbre furiosa invadió la clínica. Cuando la llamé su voz sonaba igual de nerviosa que en aquella ocasión, hacía ya seis años.

– Ah, señora Warshawski, gracias por llamar. Yo… Ha pasado algo muy raro… No sabía qué hacer… Espero que no esté… Sería bueno que usted… No quiero molestarla pero… ¿Está usted ocupada?

– ¿Qué sucede, señora Coltrain? ¿Ha entrado alguien a robar?

– Es… Es sobre la doctora Herschel. Me…, me…, eh…, ha mandado una casete con instrucciones.

– ¿Desde dónde? -le pregunté con tono imperioso.

– En el paquete no lo pone. Lo trajo un servicio de mensajería. He intentado… escucharlo. Ha pasado algo raro. Pero no quiero molestarla.

– Estaré ahí lo antes posible. En media hora como mucho.

Hice un giro de ciento ochenta grados en Pershing y aceleré para regresar a la Ryan, mientras calculaba por dónde ir y el tiempo que me llevaría. Estaba a quince kilómetros de la clínica, pero la autopista se desviaba bastante hacia el oeste antes de la salida de Irving Park Road. Era mejor salirse en Damen e ir hacia el norte en línea recta. Estaba a diez kilómetros de Damen, o sea, unos ocho minutos si el tráfico no se complicaba. Después tenía que hacer cinco kilómetros por el interior de la ciudad hasta Irving; otros quince minutos.

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