Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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– Por lo menos esta vez te han dado en el izquierdo -le dije-. Ahora has quedado equilibrado. Ralph, eres una buena persona y te gusta trabajar en equipo. Deseabas creer que tu gente era tan buena como tú y yo te estaba advirtiendo de que no era así. Eres tan honrado que no puedes pensar nada malo de la gente que te rodea. Pero, de todos modos, me has salvado la vida. Sólo puedo estarte eternamente agradecida -acerqué su mano derecha a mis labios.

– Eres muy amable -cerró los ojos un momento-. Connie… ¿Por qué habrá hecho una cosa así?

– No creo que estuviese siendo desleal, ni contigo ni con la compañía, pero supongo que Rossy la confundió un poco. Allí estaba el gran jefe que había llegado representando a los nuevos dueños de Suiza, diciéndole que sólo tenía que informarle a él directamente, que no tenía que decirle a nadie lo que él le confiase porque había alguien que estaba haciendo un desfalco dentro de la compañía, alguien que podía ser cualquiera, tú, Karen, su supervisora. Supongo que eso fue lo que pasó. Cualquiera que se haya pasado catorce años trabajando duro como empleada del Departamento de Reclamaciones estaría encantada, pero además ella tenía el mérito añadido de ser una persona leal y de confianza. El dijo que no hablara y ella no abrió la boca. Y encima él era un tipo elegante, de gustos sofisticados.

– ¿Es una indirecta contra mis hamburguesas con queso? -preguntó Ralph con un atisbo de humor-. El tipo sólo es dos años menor que yo. Tendré que intentar ser más elegante con las empleadas del Departamento de Reclamaciones. Así que coqueteó con ella y después la estranguló. ¡Qué final más horrible para Connie! ¿Y eso se puede demostrar?

– Terry Finchley, el detective que está al frente de la investigación, ha conseguido una orden de registro. Van a buscar entre la ropa de Rossy, investigarán las huellas dactilares, las compararán con las marcas del cuello de Connie. Filuda y él eran de una arrogancia tal que es probable que no se hayan ni tomado la molestia de ocultar las pruebas.

»Y Filuda, ésa es otra historia -continué diciéndole-. Tendrá que enfrentarse a un montón de cargos: el asesinato de Fepple, la agresión a Paul Hoffman, la agresión a Rhea Wielí. Pero es atractiva y rica. Están buscando huellas suyas, fibras de ropa o cualquier otra prueba en casa de Paul. Aunque al fiscal no le va a resultar tan fácil trincarla. Al menos esas hamburguesas con queso que te comes han dado resultado: cuando te tiraste encima de ella le partiste la pelvis. Ya no podrá esquiar en ningún sitio durante mucho tiempo.

Me sonrió levemente, con aquella sonrisa torcida que me recordaba al Ralph de los viejos tiempos, y cerró los ojos. Pensé que se había quedado dormido, pero cuando me estaba poniendo de pie volvió a levantar la mirada hacia mí.

– ¿Qué estaba haciendo el concejal Durham en la clínica? Lo he visto cuando me traían en la camilla.

– Ah, es que Fillida y Bertrand se habían vuelto locos -le dije-. Pensaron que lo mejor era conseguir una bomba, hacernos volar a los tres por los aires y hacer que aquello pareciese un atentado de unos terroristas en contra del aborto. Le habían pedido a Durham que les consiguiese una bomba. Daban por sentado que ya lo tenían comprado, que no era más que otro de sus criados y que haría lo que le pidiesen.

»Rossy le había hecho algunos favores a Durham -continué explicándole-, a cambio de un poco de fuerza bruta. Rossy consiguió que la Asamblea Legislativa bloqueara la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto hasta que no se incluyesen las indemnizaciones para los descendientes de los esclavos y también le dio dinero para que tuviese los fondos necesarios para su campaña a la alcaldía, aparte de proporcionarle un asunto de suma importancia, el de las indemnizaciones a los descendientes de los esclavos, con el que construir una plataforma que abarcase la ciudad entera. A cambio de toda esa ayuda, Durham puso a Rossy en contacto con algunos macarras del South Side, cuando necesitó que alguien entrase en el apartamento de Amy Blount para ver si tenía los cuadernos de Hoffman. Pero el concejal es un coyote astuto, nunca pone nada por escrito. El nunca le dijo a Rossy directamente que podía proporcionarle fuerza bruta…

»Rossy pensaba que tenía comprado a Durham -continué-. Pero el concejal tiene más ganas de ser alcalde que de ser Al Capone. Así que llamó a la policía y le dijo que los Rossy querían poner una bomba en la clínica. Los policías ya estaban en camino, aunque llegaron un poco tarde.

Ahora el concejal parecía Don Perfecto. Me había dedicado una sonrisilla al pasar junto a mí. La sonrisilla de un hombre que había quedado limpio con la muerte de Colby Sommers y que, además, contaba con un buen botín para su campaña de lanzamiento en toda la ciudad. Le había confesado a Terry Finchley, más con pena que con odio, que algunos de los jóvenes de su grupo OJO no estaban tan rehabilitados como él hubiese deseado. Y Finch, que suele ser uno de los polis más rectos y sensatos de la ciudad, me soltó un sermón sobre mi tendencia a acusar al concejal. Si tuviese que ganar todos los asaltos del combate para ser feliz, sería una detective tristísima, pero la verdad es que haber perdido ése me daba una rabia tremenda.

La enfermera entró en la habitación.

– Este paciente está recuperándose de un trauma. Ya ha tenido sus cinco minutos multiplicados por dos, así que márchese ahora mismo.

Ralph se había dormido. Me incliné para besarle la frente, cubierta por un mechón de pelo gris.

Ya en el aparcamiento del hospital Beth Israel, me masajeé los hombros antes de subir al coche. Todavía me dolían por haber tenido los brazos atados a la espalda. Después de hablar con la policía me había ido a casa a descansar, pero todavía estaba molida.

Una vez en casa, había pensado que tenía la obligación moral de contarle al señor Contreras lo que había sucedido, antes de arrastrarme hasta mi cama. Había dormido unas pocas horas, pero cuando me desperté seguía reventada. Todas aquellas muertes y toda la energía que había empleado en intentar desentrañar los casos habían acabado por desvelar algo tan sórdido: Fillida Rossy, protegiendo la empresa de su bisabuelo. Protegiendo su fortuna y su posición social. No es que fuese una Lady Macbeth detrás de Bertrand, él no necesitaba que su esposa le azuzase para enfrentarse a los escollos del camino. Tenía su propia arrogancia y una idea muy particular de sus derechos.

Cuando me levanté, antes de ir al hospital a ver a Ralph, había pasado por mi oficina para mandarle un email a Morrell: «¡Cómo me gustaría que estuvieses aquí! ¡Cómo necesito tus abrazos esta noche!».

Me contestó de inmediato, enviándome su amor, su comprensión y… un resumen de los artículos sobre Edelweiss que le había enviado el día anterior. No porque importase ya mucho, no era más que otro aspecto de la fortuna amasada por la familia de Fillida. Nesthorn había asegurado a un montón de peces gordos nazis durante la guerra e incluso había obligado a ciudadanos de la Holanda y la Francia ocupadas a contratar con ellos sus seguros de vida. En la década de 1960 consideraron prudente cambiar el nombre de la empresa por el de Edelweiss, ya que en la Europa Occidental todavía había mucho resentimiento contra Nesthorn.

Allí, de pie en el aparcamiento, solté una risa amarga y volví a masajearme los hombros. Una figura gigantesca apareció de entre las sombras y vino hacia mí.

– ¡Murray! -dije, ahogando un grito y con la pistola en la mano, sin siquiera haberme dado cuenta de que la había sacado-. No me des estos sustos después del día que he tenido.

Me pasó un brazo por los hombros.

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