Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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– ¡No se la han dado! -intervino Petra-. Se ha escapado sólo para venir aquí esta noche.

– Eso me tranquiliza -comentó una de las hermanas-. No quiero ser grosera, pero tiene usted un aspecto horrible y había pensado que era otra muestra de nuestro execrable sistema sanitario, que la habían mandado a casa antes de que estuviese recuperada.

– Sí, necesita volver a la cama -dijo la hermana Zabinska-. Yo recogeré su bolsa de pruebas del apartamento de Frankie. Si me dice dónde está su laboratorio forense, me encargaré de que la lleven allí, pero es hora de que su sobrina…, mejor dicho, su prima, ¿no es eso?, la lleve al hospital.

– Claro que la llevaré -asintió Petra-. ¿Pero cómo haré para pasar de la recepción con ella?

– ¿Qué hospital es? -preguntó una de las monjas.

– El Beth Israel -informé.

– Yo tengo un pase -dijo la hermana-. Trabajo allí con madres infectadas del VIH.

La monja murmuró algo a las otras dos, que soltaron unas risillas. Me quedé adormilada y volvía a despertar con un sobresalto cuando noté que me envolvían la cabeza con una tela.

– Muy bien, hermana V.I. -dijo Zabinska-. Levántese. Vamos a llevar un poco de socorro a los enfermos y necesitados.

Las tres monjas se reían. Se habían puesto los hábitos. Recordé que la hermana Frankie me había dicho que ella se los ponía cuando tenía que presentarse ante un juez. Me ayudaron a levantarme y me llevaron ante el espejo del baño. Me habían puesto una toca para ocultar mi pelo estrafalario.

Me llevé una gran sorpresa al ver emerger mis ojos de una cara de monja, como si la prenda hubiese cambiado mi personalidad. Demasiado ojerosa y con una mirada demasiado frenética para ser Audrey Hepburn en Historia de una monja. Tal vez como Kathleen Byron en Narciso negro.

Zabinska y la hermana que trabajaba en el hospital me tomaron de los brazos y me condujeron hasta la puerta y escaleras abajo, seguidas de Petra y la tercera hermana. Avanzábamos despacio debido a mi estado y sólo habíamos llegado al rellano del segundo piso cuando oímos un fuerte ruido procedente del piso de abajo.

La hermana Carolyn me soltó el brazo.

– Viene del apartamento de Frances.

Debajo de nosotras, resonaron unos pasos en el pasillo. La hermana Carolyn corrió escaleras abajo. La otra monja se quedó a mi lado, pero la tercera hermana corrió tras la primera y mi prima la siguió al instante. Yo quise encabezar la marcha, pero tuve que agarrarme a la barandilla y moverme despacio, paso a paso.

Llegamos al ángulo del rellano a tiempo de ver a un hombre que bajaba apresuradamente los últimos peldaños, seguido por las monjas y Petra. Oímos a la hermana Carolyn gritarle al individuo que se detuviera y, enseguida, el ruido de la puerta al abrirse y el chirrido de unos neumáticos. Al cabo de un momento, Petra y las monjas reaparecieron.

– Alguien ha entrado en el apartamento y se ha llevado su bolsa de pruebas -anunció Zabinska-. ¿Cómo han sabido que debían buscarla?

– No lo sé. -Meneé la cabeza fatigosamente. Me costaba pensar-. Los federales han estado vigilando el edificio, ¿lo sabían ustedes? Tal vez han sido ellos. Debería haberlo recordado. Tal vez me han seguido desde el hospital… Creía que no traía a nadie detrás, pero ahora no estoy tan segura.

– ¿Que los federales nos han estado vigilando? -repitió la monja del hospital-. ¿Cómo sabe eso?

– En el hospital… -Empezaba a divagar otra vez-. Me lo contaron…

– Por poco lo atrapamos -dijo la hermana Carolyn-. Llevaba un pasamontañas de lana y lo he agarrado por ahí, en lugar de hacerlo por el hombro. Entonces, ha abierto la puerta con tal violencia que ha golpeado con ella en la nariz a la hermana Mary Lou y hemos tropezado la una con la otra. Ahora sí que estoy enfadada de verdad. Si ese hombre era un agente federal, tendrá que dar muchas explicaciones. ¡Golpear a una monja en su propia casa!

A la hermana Mary Lou le sangraba la nariz. La monja que trabajaba en el hospital la hizo sentarse en los escalones y echar la cabeza hacia atrás y le limpió la sangre con su propia toca. Otros inquilinos del edificio se asomaron a la escalera: más monjas y algunas familias con hijos pequeños. El bullicio se convirtió en un clamor que, en mi estado, no pude soportar. Desfallecida, me senté en la escalera al lado de la hermana Mary Lou, con las gafas oscuras puestas otra vez.

– Necesito descansar -murmuré, jadeando-. Hermanas… Vayan al apartamento de la hermana Frankie… Busquen pedazos de botellas… Lleven linternas… Lleven cámaras y bolsas limpias… Tomen fotos de lo que encuentren… Recójanlo todo con guantes… algo limpio… Pónganlo en bolsas… selladas… Etiquetas… ¡Enseguida!

De nuevo, las monjas hablaron entre ellas en voz baja. La hermana que tenía el pase para el hospital iría conmigo al Beth Israel. Las hermanas Carolyn y Mary Lou se ocuparían de recoger más fragmentos de vidrio.

Petra se adelantó para recoger su Pathfinder y las tres monjas me llevaron al pie de la escalera. Mientras me ayudaban a subir al asiento trasero del coche, la hermana Carolyn me devolvió el bolso.

– No es usted lo que pensé cuando miré en su cartera y vi que era detective.

– Lo mismo digo. Usted y sus compañeras no son lo que pensé cuando supe que eran monjas.

Ella sonrió y posó las manos en mi frente en una caricia que era una especie de bendición.

– Rezaremos por su pronta recuperación -dijo.

A la mañana siguiente, cuando el residente hizo la ronda, observó con consternación que había tenido una recaída y me ordenó quedarme en el hospital un día más. Lotty reparó en que tenía nuevas contusiones muy recientes en los brazos y las piernas, que no podían deberse al incendio, pero no me hizo preguntas y yo no le conté nada.

Recorrí una decena de veces el pasillo, arriba y abajo, intentando ganar resistencia, pero después tuve que volverme a la cama, lo cual me resultó muy frustrante. Así pasé la jornada, prácticamente: caminando y durmiendo. A media tarde, bajé a tomar otro café.

Cuando regresé a la habitación, encontré a Conrad Rawlings en la silla de las visitas. Conrad es policía. A lo largo de una década, a intervalos, él y yo hemos sido amigos, enemigos, amantes y colaboradores.

Me alegré de verlo mucho más de lo que hubiera creído posible apenas unos días antes.

– ¿Te han trasladado aquí?

– No. Sigo en tu antiguo barrio. Tú y el fuego: no puedes dejarlo en paz, ¿verdad? -Sus palabras parecían duras, pero el tono era lo bastante amigable como para quitarles la aspereza-. ¿Te recuperarás de los ojos?

– Eso me dicen -respondí, también con rudeza.

– He leído el informe. Un incendio muy feo, con la muerte de una monja incluida.

– ¿Se sabe algo del acelerante? -inquirí-. Todo ardió tan deprisa y con tal intensidad que me dio la impresión de que debieron emplear carburante de aviación o de cohete.

– Es pronto para tener resultados del laboratorio forense -respondió él, moviendo la cabeza-. Pero los incendios tienen cosas raras. Con un poco de suerte, la gasolina corriente puede producir esos efectos, eso ya lo sabes, así que no empieces a montar una teoría conspiratoria ni intentes poner a la policía o al FBI en tu punto de mira sólo porque una agente de la OGE te molestó.

– ¿Para eso has venido? -repliqué-. ¿Para decirme que deje de considerar responsables a los federales? Maldita sea, Conrad, estaban vigilando el Centro Libertad. Podrían haber hecho algo más que quedarse de brazos cruzados observando lo que sucedía.

– ¡Eh, alto ahí, Victoria! No estoy aquí en nombre de nadie. He venido por mi cuenta.

Lo miré, desconcertada. Últimamente, no había participado en nada que tuviera que ver con el South Side de Chicago, pero esperé a que dijera algo más. Haz que la pregunta acuda a ti, en lugar de correr a su encuentro. Éste era el consejo que daba siempre a mis clientes, en mis tiempos de abogada de oficio, y es el más difícil de seguir.

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