Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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No me costó localizar el apartamento de la hermana Frankie desde la calle: las ventanas estaban cerradas con tablones y el cemento y los ladrillos de los marcos se veían chamuscados. Sin embargo, en varias ventanas de los pisos superiores había luz, lo cual significaba que el incendio se había sofocado con suficiente rapidez como para que las conducciones eléctricas y las cañerías no se vieran afectadas. Afortunadamente, nadie más había resultado herido ni se había quedado sin casa. También significaba que aquellos tarados federales no habían impedido hacer su trabajo a los bomberos.

La calle estaba tan concurrida como tres noches antes, llena de chicos, gente de compras, amantes y borrachos. La gente me miraba: el edificio era un escenario y yo era una nueva actriz en él, pero eso no podía evitarlo.

Me quité las gafas oscuras de plástico. El sol se había puesto, las farolas de la calle se habían encendido y la media luz del crepúsculo estival bañaba la ciudad. Seguramente, no me dañaría los ojos. Retirando un poco las vendas de la mano derecha, descubrí las puntas del pulgar y el índice y usé una patilla de las gafas para tantear el pestillo de la puerta. Como me había parecido ver la otra noche, era una cerradura muy sencilla de forzar. Esperé que, si los agentes estaban vigilando, no vinieran a por mí.

El hueco de la escalera olía a fregadero de laboratorio, un hedor químico, agrio y mohoso que se mezclaba con el de la madera quemada y mojada. En ausencia de linterna, la única luz procedía de una solitaria bombilla encendida dos pisos más arriba. Me preocupaba que faltara algún escalón y fui con cuidado de no tropezar en los escombros. Mi linterna también estaba en la guantera del coche. Hay que ver cuántas cosas facilita el dinero: ir a la ferretería más próxima y comprar una linterna. Tomar un taxi. Comprar ropa nueva. No es de extrañar que las mujeres con el aspecto que yo tenía en aquel momento anden por la calle vociferando incoherencias.

Me detuve en el rellano, delante de la Virgen de Guadalupe, apenas visible en la penumbra. Acaricié sus mejillas de madera, toscamente talladas. Habría sido maravilloso pensar que podía protegerme, creer que la hermana Frances estaba, en aquel mismo instante, acogida en su seno. Seguí ascendiendo con cautela hasta el primer piso y tomé el pasillo a la derecha en dirección al apartamento de la monja.

Allí, el corredor estaba aún más oscuro, puesto que las ventanas que daban a la calle estaban tapiadas con tablones. Cada paso era una apuesta, como deambular por una playa de rocas en plena noche. No distinguía con qué tropezaba: pedazos de tabique, cables, trozos de lámparas. Avancé tanteando la pared con la punta de los dedos para guiarme pero, cuando la pared desapareció, trastabillé. Mis manos se aferraron al aire y me encontré de rodillas entre los escombros.

Incluso a mis lesionados ojos, la cinta amarilla que delimitaba la escena del delito en la puerta del apartamento de la hermana Frances tenía un brillo mortecino en la oscuridad. Encontré el picaporte y tiré. El cerrojo no estaba echado. La puerta estaba precintada, pero cedió bajo un firme empujón con el hombro.

Dentro del apartamento, el aire era tan acre que me hizo saltar las lágrimas. Me puse las gafas para protegerme los ojos y volví a quitármelas. Los gruesos cristales oscuros me impedían ver absolutamente nada.

Retrocedí felinamente de la zona que había sufrido más daños. La hermana Frances había traído el té de la cocina y se me ocurrió que quizás encontraría una linterna allí. A oscuras, se pierde el sentido de la distancia y del espacio. Continué golpeándome con el mobiliario hasta que encontré una pared que pude seguir con cautela, paso a paso.

Finalmente, di con la puerta batiente que llevaba a la cocina. Me pareció la puerta entre el infierno y la normalidad. A un lado quedaban los restos quemados y empapados de la vida de la hermana Frankie; el otro parecía el decorado de una comedia familiar de los sesenta, todo limpio y ordenado. Allí, las ventanas no estaban tapadas y, a la luz de la escalera trasera y de las farolas de la calle, distinguí los contornos del horno, el frigorífico y las alacenas. Sobre la mesa estaban todavía la taza y el cuenco del desayuno de la monja, junto a una caja de copos de avena, todo dispuesto para la colación matinal que ya nunca tomaría. Probé a dar la luz, pero habían desconectado aquella parte del edificio.

No encontré ninguna lámpara, pero cogí una espátula y un cucharón de un bote junto a los fogones. Vi cerillas y una vela, pero cuando acerqué la mano para cogerlas, todo mi cuerpo se estremeció ante la idea de prender más fuego.

Volví con cuidado a la habitación de la entrada y la luz fantasmal que se filtraba desde la cocina me bastó para empezar a rebuscar entre los escombros. Quería encontrar mi bolso, pero lo que buscaba en realidad eran cristales de las botellas de los cócteles molotov.

Cuando había empezado el ataque, yo ocupaba una silla cerca de la puerta y tenía el bolso al lado, en el suelo. Me puse en cuclillas y avancé arrastrando los pies. Mis dedos tocaron una masa empapada que tomé por un cogollo de ensalada podrida, pero cuando me obligué a investigar un poco más, constaté que era un libro. El suelo estaba cubierto de libros abiertos y empapados y avancé entre ellos torpemente. Las piernas me temblaban de consternación, tanto como de fatiga.

Encontré una masa revuelta y mojada de gomaespuma que debía de haber sido el acolchado de la silla y pedazos del armazón, pero no di con el bolso. Sin embargo, en mitad de la habitación, una de mis torpes manos se cerró en torno a un fragmento de cristal. Me costó varios intentos colocar el pedazo de cristal en el cucharón con la espátula y pasarlo luego a uno de los vasos de plástico que llevaba en la bolsa. Tanteando el suelo, encontré fragmentos más grandes, el cuello de una botella y un pedazo que debía de ser parte del fondo, y también procedí a guardarlos en mis improvisados recipientes.

No tenía manera de fotografiar el punto en el que había encontrado aquel indicio, ni de etiquetar las bolsas de las pruebas, aunque tampoco podía certificar, de todos modos, que estuvieran libres de contaminación. Sin embargo, aunque no sirvieran para presentarlas ante un tribunal, por lo menos podían decirme algo útil acerca de los autores del atentado.

Me incorporé con esfuerzo. Tenía agujetas de fatiga por todo el cuerpo. Deseaba echarme en el suelo y rendirme al agotamiento allí mismo, sobre la pila de libros pastosos, y busqué a tientas una pared para sostenerme. Se me apareció el rostro de mi madre, el día que había vuelto de ver al médico y me dijo que no había esperanza, ni tratamiento, ni ayuda, con sus grandes ojos oscuros en contraste con la piel, que la enfermedad había vuelto transparente y luminosa.

«Mi querida Victoria. La pena y la pérdida y la muerte son parte sustancial de la vida en este planeta. Todos nos apenamos, pero es egoísta convertir esa emoción en una religión. Debes prometerme que abrazarás la vida, que no volverás nunca la espalda al mundo debido a tus pesares privados.»

Mi pesar había estallado entonces en sonoros sollozos de adolescente, primero, y luego en peleas a gritos con mi confuso y desamparado padre.

«Tu papá no es tan fuerte como tú y como yo, carissima. Necesita tu ayuda, no tu cólera. No te vuelvas contra él ahora.»

Sus palabras no me habían dado consuelo entonces, ni me lo daban ahora. Eran una carga, un peso que tenía que llevar, el de tener que sentirme más fuerte que cualquiera de los que me rodeaban. La hermana Frances había muerto. Tenía que ser fuerte para cuidar de ella en la muerte, dado que no había sido capaz de hacerlo en vida.

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