Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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Me calcé las botas Lario en los pies desnudos y me puse la chaqueta de lino chamuscada y desgarrada. Me miré en el espejo del cuarto de baño. Entre la ropa, el cabello sucio y revuelto y las enormes gafas, parecía salida de las calles del Uptown que rodeaban el hospital: una indigente que recogía colillas. Recorrí el pasillo con piernas temblorosas; dos días en la cama, sin comer y muy conmocionada, me habían atrofiado los músculos. Un guarda de seguridad del hospital situado en el puesto de enfermeras me miró con curiosidad, pero no intentó detenerme. Bajé en ascensor al vestíbulo de la planta baja.

Los hospitales se han dado cuenta de que la caja registradora se llena más si instalan una máquina de café. No pretenden que sea bueno, pues imaginan que una clientela bajo tensión consumirá cualquier cosa. Yo tampoco estaba en situación de andarme con remilgos. Pedí un exprés triple a un encargado que, al ver mi indumentaria y mi pelo, me pidió el pago por adelantado.

Mientras me hacía los cafés, miré al otro extremo del vestíbulo, tras la puerta de la entrada. El circo mediático había cerrado la mayoría de las carpas y sólo permanecía allí una unidad móvil. Al forzar la vista a través de las gafas, apenas alcancé a distinguir a un par de personas con pancartas; eran los activistas por los derechos de los inmigrantes, quizás, o unos obreros en huelga o incluso una protesta contra el aborto. Los cristales de las gafas eran demasiado opacos como para que alcanzara a leer lo que decían las pancartas.

Llevaba las manos tan bien envueltas que tuve que sostener el vaso con la yema de los dedos y me costó abrir los sobres de azúcar. Al final, los desgarré con los dientes, derramándome azúcar encima y tirándolo por el suelo antes de acertar a echarlo en el café. Me dirigía a los ascensores cuando distinguí a mi viejo colega Murray Ryerson, del Herald-Star, en el mostrador de recepción. Estaba recogiendo un pase de visitante y sonreía con satisfacción al empleado. Para que luego digan del aislamiento de los periodistas.

Me sentí vulnerable y desprotegida, sin ropa interior bajo un gastado camisón de hospital y sólo con la chaqueta tiznada para ocultar a la vista de todos los pechos y las nalgas. Me retiré hasta una silla situada detrás del macetero de una planta y observé desde allí hasta que Murray hubo entrado en el ascensor.

Mientras esperaba, vi que Beth Blacksin, de Global Entertainment, se acercaba al mostrador de recepción y se ponía a gesticular de indignación, señalando el ascensor. Así pues, Murray había entrado con engaños. Un guarda de seguridad del hospital se unió a Beth.

Los hospitales tienen un millón de salidas y escaleras. Abandoné la cafetería por el fondo y entré en las primeras escaleras que encontré. Subí un tramo y me sentí como si me hubieran dado una paliza: me temblaban las piernas y la cabeza me daba vueltas. Me apoyé en la pared y tomé un sorbo de café. Amargaba -hacía tiempo que no limpiaban los cabezales de la cafetera-, pero la cafeína me serenó un poco.

Un médico bajaba corriendo, pero se detuvo al verme.

– ¿Qué hace usted aquí?

Levanté la muñeca donde llevaba la pulsera de plástico de paciente sobre la mano vendada.

– Me he despistado cuando he bajado a por un café.

El médico leyó la pulsera.

– Su habitación está en la quinta planta. Será mejor que tome un ascensor. Creo que no debería estar levantada, señora… Y, desde luego, no debería subir cinco pisos a pie.

Abrió la puerta de la planta baja y la sostuvo mientras yo pasaba detrás de él.

– Puedo pedirle una silla de ruedas.

– No, las enfermeras me han dicho que tengo que empezar a caminar. No se preocupe.

El doctor tenía prisa y no se quedó a discutir. Eché un vistazo a la pulsera. Por supuesto, allí constaba el número de mi habitación. Era una suerte, pues no me había molestado en mirarlo al salir.

Encontré unos ascensores auxiliares y vi un rótulo que indicaba por dónde se iba a la biblioteca del hospital. Con el café entre las yemas de los dedos, dejé atrás las secciones de Consultas Externas de Ortopedia y de Enfermedades Respiratorias y llegué a la biblioteca. Para mi alivio, no era más que una sala llena de libros donados, la mayoría de ellos ejemplares de cortesía con la nota de los agentes de prensa debajo de la tapa todavía. Allí no había nadie que pudiera preguntarse si una persona con grandes gafas oscuras y sin ropa interior debía estar en aquel lugar.

Apagué las luces del techo y me enrosqué en un sillón. Era hora de dejar de lamentarme de mí misma y de sentirme culpable por lo de la hermana Frankie. Era momento de pensar, de trabajar.

Los federales habían estado vigilando el apartamento de la hermana Frances y no habían intervenido en el ataque contra ella. ¿Significaba aquello que habían deseado su muerte, o sólo que se habían ausentado para tomar una pizza y no vieron que alguien arrojaba los cócteles molotov?

El café surtió efecto, pero no suficiente para poner a funcionar plenamente mi aturdido cerebro. Me levanté del sillón y saqué la hoja publicitaria de varios libros. Rebuscando en los cajones de un pequeño escritorio, encontré un viejo cabo de lápiz. Tendría que valer. No veía apenas para escribir y el lápiz tenía la punta demasiado roma para hacerlo normalmente, por lo que empleé mayúsculas.

1. FEDERALES OBSERVANDO A FRANKIE: ¿POR QUÉ?

2. LAMONT GADSDEN = CHIVATO: ¿CIERTO?

3. LO DE LAS BOTELLAS: ¿UN ACELERANTE DEL FUEGO PROFESIONAL O CALLEJERO?

¿Quién me respondería a alguna de esas preguntas? Y había algo más, otra cuestión importante que me rondaba la cabeza y que no era capaz de concretar. Me quité las botas, recogí las piernas debajo del cuerpo y dejé vagar la mente. Me dormí, desperté y volví a dormirme, pero una y otra vez volvió a mi cabeza la imagen de Lotty, enfurecida. No podía tener que ver con ella. Debía de tener relación con aquella gente de las agencias policiales a la que Lotty se había enfrentado el día anterior: los agentes habían hecho alguna pregunta que resultaba extraña.

Guardé el papel en el bolsillo de la chaqueta y me incliné para calzarme las botas. Cuando me puse en pie, tuve que agarrarme al sillón para no perder el equilibrio. Estar tan débil resultaba irritante. Necesitaba salir a la calle, hablar con gente, y estaba tan enclenque que recorrer un pasillo de hospital me agotaba. A duras penas, conseguí regresar finalmente a mi habitación.

Acababa de tenderme otra vez en mi colchón especial para quemados, cuando entró una enfermera.

– ¿Dónde se había metido? ¡La hemos buscado por todo el hospital! ¿No ha oído que la llamábamos?

– Lo siento. Estaba probando las piernas y me he cansado tanto, que me he quedado dormida en una silla. No he oído nada.

La enfermera me tomó la temperatura y el pulso y desapareció para difundir la noticia de que había vuelto. Tan pronto se hubo marchado, se abrió la puerta del baño y asomó Murray.

– Bien, bien, Warshawski. Así que es cierto lo que dicen. No estás muerta, todavía.

El sobresalto dio paso a la furia:

– ¡Ryerson, sal de mi habitación ahora mismo!

– ¡Oh, qué palabras tan dulces! -Murray sonrió y me miró-. ¿Sabes?, tienes un aspecto bastante extraño, si no te importa que te lo diga.

– Sí que me importa. Sobreviví a un incendio. Fue sumamente desagradable. Ahora, vete.

– Cuando haya hablado contigo, mi detective privada tragafuegos.

– Hablaré contigo si me haces un favor.

Ryerson hizo una reverencia sobre su grabadora.

– Se hará como ordenéis, mi reina.

– Necesito ropa. No puedo ir a ninguna parte con esto. Y mi cartera con las tarjetas de crédito y demás se quedó en el apartamento de la monja.

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