Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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– V.I. Warshawski. -Mientras deletreaba el apellido, pensé en los ridículos trucos mnemotécnicos que siempre usaba Petra y tuve uno de esos horribles impulsos de echarme a reír que nos asaltan en momentos de pesar y de temor.

– ¿Qué hacía en el apartamento de la hermana Frances? -preguntó un miembro del equipo de Explosivos.

– Nos habíamos citado para hablar de un asesinato cometido hace cuarenta años.

Un murmullo recorrió la habitación y la mujer de la OGE preguntó a qué asesinato me refería.

– El de Harmony Newsome. La hermana Frankie…, la hermana Frances estaba con la señora Newsome cuando ésta murió.

– Díganos… Vicki, ¿no es eso? ¿Por qué está interesada en ese asesinato?

– No, nada de Vicki -repliqué-. Pueden llamarme señora Warshawski.

Se oyó un arrastrar de pies y más murmullos y la temperatura de la habitación subió unos cuantos grados. Bien. ¿Por qué había de ser yo la única que se sentía quemada?

– ¿Por qué está interesada en ese asesinato? -repitió la pregunta otra voz. Esta vez era el agente del FBI, Lyle Torgeson.

– No lo estoy… mucho.

Empecé a explicar mi búsqueda de Lamont Gadsden y, de pronto, me sentí tan cansada que pensé que iba a quedarme dormida a media frase. Me pareció que llevaba buscando a Lamont y a Steve Sawyer toda la vida.

– ¿Por qué acudió al apartamento de la hermana Frances? -insistió Torgeson.

– Ella me pidió que fuese -contesté-. Quería hablar conmigo. Decía que llevaba cuarenta años preocupada por el veredicto contra Steve Sawyer.

– ¿Por qué había de estarlo? -replicó uno de los detectives, belicoso, y leí entre líneas: «En el departamento de Policía de Chicago no llevamos ante el juez a inocentes.»

– No lo sé. Apenas cruzamos tres frases antes de que tirasen las bombas.

– ¿Qué le dijo la monja? -preguntó Torgeson.

– Que Iowa era deprimente.

– Nos han prevenido de que se cree usted muy graciosa -intervino el hombre de la OGE -, pero éste no es momento ni lugar.

– ¿Le doy la impresión de que estoy de guasa? -repliqué-. Me duele todo, estoy conmocionada y me gustaría pensar que han enviado ustedes al escenario del crimen una unidad para que registre a conciencia cada centímetro cuadrado del Centro Libertad y del edificio de las hermanas. También tengo cierta curiosidad por saber a qué viene la presencia aquí de la OGE y del FBI. ¿Creen que la muerte de la hermana Frances se ha debido a un acto terrorista?

Un jadeo de sorpresa y nuevos murmullos recorrieron el círculo de interrogadores.

– Cada vez que alguien se pone a arrojar bombas por ahí, sentimos curiosidad -dijo Torgeson finalmente-. Como ciudadana, tiene la obligación de colaborar en nuestra investigación.

– Como ser humano, lamento profundamente que la hermana Frankie haya muerto y que no pudiera hacer más para evitarlo.

– Díganos pues, como ser humano, qué dijo la hermana Frankie. -Las palabras de Torgeson estaban cargadas de sarcasmo.

– Dijo que Iowa era deprimente -repetí-. Acababa de volver de allí. Había ido a intentar ayudar a las familias de la gente que ustedes, los de Seguridad Nacional, detuvieron por el delito de trabajar en una planta de envasado de carne. Dijo que era… ¡Ah, ya lo entiendo…! -Me recosté en el colchón especial para quemados-. La hermana ayudaba a personas que están en el país ilegalmente. Por eso están todos ustedes aquí, resoplando como sabuesos de caza mal entrenados.

Los dedos de Lotty se cerraron con fuerza en torno a mi hombro: «Contente, Vic. Domina ese mal genio.»

– ¿Creen que su muerte está relacionada con su trabajo en Iowa?

– Esta tarde, somos nosotros los que hacemos las preguntas, Warshawski…

Era la mujer de la OGE, decidida a mostrarse tan dura como los hombres que la rodeaban. Esbocé una tensa sonrisa.

– Así pues, eso creen…

– No lo sabemos -dijo Torgeson-. Ignoramos si el objetivo del atentado era la hermana Frances u otro miembro del Centro Libertad. Incluso habría podido ser usted. Se ha hecho bastante impopular entre cierta gente de la ciudad.

La acusación era tan directa y tan inquietante que casi me perdí lo que decía la mujer de la OGE:

– Pensamos que el objetivo también podría ser alguna de las familias que viven en el edificio. Varias de ellas son ilegales y algunas trafican con drogas.

– Saben ustedes mucho de ellas -comenté-. Trabajan deprisa…

Estar privada de la vista tiene algo asombroso: una percibe las emociones de la gente mejor que cuando puede verla. Noté que Torgeson se replegaba sobre sí mismo y se aislaba como si hubiera caído una mampara de cristal entre él y el resto de la habitación.

– Lo saben porque han tenido bajo observación a las mujeres del Centro Libertad -continué-. Las han estado vigilando y les han pinchado el teléfono. El país se enfrenta a la amenaza del terrorismo internacional y ustedes andan detrás de un grupo de monjas.

– No estamos autorizados a hablar de nuestras actividades, ni se nos ha requerido que lo hagamos -soltó la mujer de la OGE. No le hice caso.

– Estaban vigilando a las hermanas y no supieron impedir un ataque con cócteles molotov…

– Reaccionamos con toda la rapidez posible -protestó Torgeson-. Estábamos actuando en secreto. Al principio, no parecía un ataque en serio; no vimos la importancia hasta que las llamas asomaron por las ventanas.

– ¿Y qué carajo pensaban que era, entonces? -pregunté a gritos.

La habitación quedó en completo silencio. Oí los ruidos del hospital, los buscapersonas, el chirrido de las suelas de goma sobre el suelo de linóleo gastado.

Uno de los agentes de Explosivos carraspeó:

– Díganos qué sucedió en el apartamento.

Sacudí la cabeza, agotada, y respondí:

– Oímos que se rompía el cristal de la ventana. Durante cinco segundos, creo que nos llegó el ruido de la calle. Unos niños habían lanzado petardos en el callejón. Pensé que era un M-80 que había fallado. -Detrás de las vendas, cerré los ojos e intenté recordar los escasos minutos que había pasado con la hermana Frankie-. Entonces vi entrar una botella por la ventana, vi el trapo y supe que era una bomba incendiaria. Le grité a la hermana Frances que se echara al suelo, pero ella se acercó a cogerla y, en aquel momento, llegó volando otra y… y…

»El fuego había prendido en ella. Con los ojos cerrados, vi que las llamas alcanzaban sus cabellos como alambres y que su piel se volvía blanca bajo las llamas amarillas.

Me descubrí temblando entre náuseas, mientras Lotty les decía a todos que tenían que marcharse.

– Necesitamos saber qué le dijo la hermana Frances a Warshawski acerca de Harmony Newsome.

– Si están ustedes en mi hospital en este momento, es sólo porque yo lo he consentido. Ahora les digo que es hora de que se marchen y eso harán.

– Doctora, tendrá usted muy buenas intenciones -replicó la mujer de la OGE -, pero nosotros traemos poderes del departamento de Seguridad Nacional, lo cual significa que hablaremos con Warshawski todo el tiempo que creamos conveniente.

Olí la furia de Lotty. Noté que mi tubo de plástico se movía y, de pronto, había dejado la habitación y bajaba por el trampolín acuático del lago Wolf, mientras Boom-Boom me llamaba a gritos. Pretendía hundirme en el lago, pero Gabriella lo apartó de mí y empecé a respirar otra vez.

26 Y ahora, Murray

Gracias a lo que Lotty me había inyectado con el suero, dormí largamente. Cuando desperté, el dolor de los brazos y de los ojos había remitido hasta convertirse en una molestia soportable. Cuando entró una voluntaria a ayudarme a tomar una especie de papilla que me habían autorizado a comer, le pregunté si me ayudaría también con el teléfono.

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