Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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La puerta se abrió de improviso a mi espalda.

– ¿Detective? Soy Frankie Kerrigan. Lamento haberla hecho esperar. Teníamos una reunión sobre nuestros refugiados de Iowa.

Frankie Kerrigan era una mujer delgada y nervuda que rondaba los setenta, con un cabello rizado canoso que antaño había sido pelirrojo y el rostro y los brazos pecosos y tostados por el sol. Vestía camiseta y vaqueros y el único distintivo de su vocación era una sencilla cruz de madera que pendía de una fina cadena.

Pareció darse cuenta de que andaba buscando signos de su condición de religiosa, puesto que me dedicó una sonrisa y dijo:

– Me pongo la toca y el traje talar cuando tengo que hablar con un juez, pero aquí, en casa, prefiero los vaqueros. Entre, detective.

La seguí al vestíbulo.

– Ya sabe que soy investigadora privada, ¿verdad? No soy policía.

– Sí, lo recuerdo. No sé cómo prefiere que se dirijan a usted.

– Casi todos me llaman Vic.

El vestíbulo era un revoltijo de carritos de bebé y bicicletas, como el de cualquier edificio urbano. En cambio, a diferencia de la mayoría, los pasillos y escaleras estaban perfectamente limpios; mientras subía los peldaños al trote detrás de la monja, me llegó el olor de desinfectante. En la esquina del rellano había una hornacina con la imagen de la Virgen de Guadalupe. En lo alto del primer piso, un Jesús lloroso me miraba desde una cruz de un palmo.

– ¿Qué tal por Iowa? -pregunté mientras ella abría la puerta de su apartamento.

– Deprimente. Quinientas familias arruinadas por esas ridículas batidas, mujeres y niños que se ven en la calle, el negocio que les daba empleo cerrado por falta de mano de obra. Hacemos cuanto podemos, pero la atmósfera judicial es tan punitiva hoy día, que todos nuestros esfuerzos resultan bastante infructuosos.

Me condujo a una sala amueblada con sencillez, pero acogedora: un sofá cama con una luminosa colcha y un par de sillas con cojines a juego y unas estanterías de libros de madera clara, llenas desde el suelo hasta el techo. Junto a una ventana abierta había un ventilador. En la otra ventana se veía una repisa con una jardinera de flores rojas y anaranjadas.

Preparó té -«siempre he creído que el té caliente es lo mejor para beber cuando hace calor»-, pero no perdió un minuto en otros prolegómenos.

– No sabe lo feliz que estoy de que alguien vuelva a interesarse por el asesinato de Harmony. Era una joven admirable. La conocí cuando fui a Atlanta a trabajar con Ella Baker y Harmony era una de las voluntarias del SNCC, el Comité Coordinador de Estudiantes No Violentos. Estudiaba en Spelman, pero procedía de Chicago y regresó aquí al final del semestre de primavera para colaborar en la organización. Ya la habían detenido en tres ocasiones, en sentadas o intentando registrar votantes. Eso le proporcionó una especie de aureola y de credibilidad entre los jóvenes del barrio. -La hermana Frankie cogió una fotografía del modesto escritorio.

– Después de su llamada de la semana pasada, he encontrado esto. Me lo dio la madre de Harmony después del funeral. Y cuando inauguramos Centro Libertad, le pusimos el nombre en honor a ella, con palabras de su versículo favorito de la Biblia.

La vieja fotografía mostraba a la muchacha cuyo rostro había visto en el artículo del Herald-Star , pero más despierta y atractiva. Estaba al lado de la fundadora del SNCC, Ella Baker. Las dos sonreían, pero con una especie de gravedad en lo más hondo que transmitía perfectamente la importancia de su misión. En la instantánea, alguien había escrito: «Que la justicia se derrame como las aguas.»

Le devolví la foto.

– Espero que entienda -dije- que no estoy interesándome por su muerte, sino que intento dar con Steve Sawyer, el hombre que fue condenado por asesinarla. Usted me dijo por teléfono que no le había gustado el veredicto.

– En efecto, no me gustó. Y cuando me enteré de que lo habían detenido, intenté acudir a la policía. -La hermana Frankie frunció el entrecejo, con la mirada fija en su té-. Verá, Harmony y yo avanzábamos en la manifestación, una al lado de la otra, cuando de pronto cayó al suelo. Al principio pensé que era el calor. Tiene que entenderlo, el ruido era tan intenso, y el calor, y el odio… No nos oíamos entre nosotras, y mucho menos distinguíamos ninguna voz individual en el alboroto. Pero todos los jóvenes del barrio, todos aquellos pandilleros y maleantes, estaban apiñados en torno a los líderes -el doctor King, Al Raby y los demás-, cerca de la cabecera de la marcha. Nosotras, las mujeres, avanzábamos atrás… -Esbozó una sonrisa irónica-. Ya sabe, cuando se trata de la actuación o el reconocimiento públicos, las mujeres y los niños siempre son los últimos… A Harmony le dispararon desde el costado. En aquel momento, me quedé tan conmocionada que no fui capaz de pensar, y mucho menos de analizar lo que había sucedido. Ni se me ocurrió buscar a un asesino.

»Sin embargo, más tarde, después del funeral, cuando el espanto de lo sucedido en la marcha y de la muerte de Harmony remitió un poco, empecé a darle vueltas. El proyectil tenía que haber salido de la multitud, de la gente que se agolpaba a nuestro alrededor. Todos los de las bandas estaban delante, ¿entiende?, rodeando al doctor King y a Al Raby. Quien la mató estaba al costado, y eso significa que no pudo ser un negro. Esa turba habría matado a cualquier negro que anduviera en medio.

Me sentí decepcionada. Había alimentado esperanzas de encontrar algo sustancioso, una identificación explícita.

– Así pues, ¿no vio quién le disparó?

La hermana Frankie movió la cabeza.

– Me ofrecí a testificar en el juicio, pero el abogado de Steve Sawyer no quiso ponerme en la lista de testigos. Intenté insistir, pero me llamó el obispo y me dijo que estaba extralimitándome. El cardenal intentaba calmar los ánimos en la ciudad y allí estaba yo, excitándolos. -Sonrió con tristeza-. Hoy, eso no me detendría, pero entonces sólo tenía veintiséis años y no sabía hasta dónde podía llegar antes de que la jerarquía me frenara.

– ¿Y qué era lo que creyó que podía añadir? ¿Su opinión sobre dónde estaban los pandilleros en relación a usted y a Harmony?

– No. Era otra cosa. Uno de los chicos tenía una cámara. Estaba sacándonos fotos a nosotras y pensé que tal vez…

Un sonoro estampido la interrumpió a media frase. Un disparo de fusil… ¿Un M-80? Un cristal se hizo añicos con estrépito y en la ventana de las flores apareció un gran agujero en forma de estrella de mar. La hermana Frankie se puso en pie como un resorte al tiempo que una botella llena de líquido entraba volando por el hueco, con el trapo delator asomando de la boca.

– ¡Agáchese! -exclamé-. ¡Al suelo!

Ella ya se inclinaba a coger la botella cuando apareció una segunda, que la golpeó en la cabeza y estalló en llamas. Agarré la colcha del sofá cama, se la arrojé encima conmigo detrás, la envolví por completo y rodamos juntas por el suelo. Oí caer una tercera botella y, enseguida, unos gritos procedentes de la calle, un chirrido de neumáticos y, por encima de todo, el siseo del fuego, el chasquido de las llamas mientras el fuego prendía en los libros, las estanterías y en mi propia chaqueta. Sofocada por el humo y los vapores de la gasolina, rodé sobre la hermana Frankie tratando de apagar el fuego que me lamía las mangas de la chaqueta. Monja, colcha y detective rodamos hacia la puerta en un confuso montón. Levanté un brazo que enseguida notó los efectos de las llamas, busqué a tientas el picaporte y salimos a rastras al pasillo.

25 Visitas alfabéticas: FBI, OGE, SN, DPC

Era noche cerrada y mi padre aún seguía de patrulla, enfrentándose a revueltas y disturbios en alguna parte de la ciudad a medianoche.

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