Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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– ¡Buf, Vic! He pasado tanto miedo que creía que iba a mearme encima. Cuando heriste a ese tipo, pensaba que los otros iban a atacarnos.

– Sí, yo también lo he pensado, pero, a plena luz del día… Y cuando un pendenciero ha recibido un golpe, se siente más inseguro en su territorio. De noche, en un callejón oscuro, ahora yo sería comida para las ratas.

– ¿Podrías haberlos frenado, si nos atacaban?

– No. Les habría infligido serios daños pero yo, contra cinco jóvenes, pocas posibilidades tenía a menos que tú fueras una pandillera.

– ¿Me tomas el pelo? Yo sé usar bien los codos en el volley playa pero eso es todo. ¿Podrías enseñarme algunos movimientos? Si nos metemos en un nuevo lío, no quiero ser la damisela impotente mientras tú te diviertes.

– Ya he cubierto mi cuota de estancias hospitalarias después de haberme «divertido», pero me encantará enseñarte algunos movimientos. Todas las mujeres deben saber qué hacer cuando se hallan en un apuro. El ochenta por ciento es una cuestión mental, no física. Como ha ocurrido ahora. Aposté a que Gerardo tenía demasiado miedo de su abuela como para atacarnos delante de su casa.

Nos dirigimos en coche hacia el norte en un apacible silencio. De repente, advertí que no había oído el timbre del teléfono de mi prima ni una sola vez en todo el día.

– Lo he apagado porque sabía que, si me ponía a hablar, te molestaría, pero he enviado mensajes de texto mientras conducías. -Hizo una pausa y añadió-: No es que quiera enojarte de nuevo, pero, ¿llegaste a mirar las cosas de tu padre?

– Lo único que encontré fueron rubíes, su dentadura postiza y unos planes secretos para invadir Canadá.

– ¿Canadá? ¿Y por qué querría invadir Canadá? ¿Por qué no México? ¡Habríamos tenido inviernos más templados! En serio, Vic, ¿no encontraste diarios o algo así?

– No, querida. Sólo sus viejas pelotas de softball y una de béisbol de los White Sox. Ésa tal vez tenga algún valor. Está firmada por Nellie Fox.

– ¿Nellie? ¿Una mujer jugando con los White Sox? Papá nunca me ha…

– Oh, querida Petra, Nellie era el diminutivo de Nelson, no de Eleanor. Fue un segunda base Guante de Oro de los White Sox. En cualquier caso, la bola está muy gastada, llena de agujeros. No sé por qué Tony la conservó. Tal vez la cogió para tu padre y se le olvidó dársela. Peter es seguidor de los White Sox, ¿verdad?

– Como vivimos en Kansas City, nuestro equipo es los Royals, pero papá tiene especial debilidad por los Sox.

Hablamos de béisbol el resto de camino hacia el norte. Cuando iba a dejar a Petra, ésta volvió a referirse a nuestro pequeño encontronazo con los gamberros de la calle de mi antigua casa de Chicago Sur.

– No se lo digas a papá, por favor. Cree que soy como una niña de seis años que no reconoce el peligro. Y cree que tú eres una megafeminista alborotadora. Si se entera de que he cortejado el peligro yendo contigo, te despellejará para la cena y a mí me encerrará en un convento.

– Primero tendrá que pillarme. Y no temas, no te encerrará en un convento. Tu padre y yo no hablamos nunca.

23 Visita a una cliente… y una conversación

El domingo por la tarde, fui a Lionsgate Manor para reunirme con la señorita Claudia. Estaba harta de que tanto su hermana como Karen Lennon me dieran largas acerca de cuándo estaría en condiciones de hablar conmigo.

La recepcionista del edificio me mandó a la planta de ancianos dependientes, donde la jefa de enfermeras me indicó que habían llevado a la señorita Claudia al jardín de la azotea. También me advirtió de que cada vez estaba más débil y desorientada. Aquella mañana, no había podido ir a la iglesia y se había pasado casi todo el día durmiendo.

– Los domingos, como no hay terapia, me gusta que los pacientes con embolias o demencias varias tengan la oportunidad de salir del edificio. Aunque le parezca que reacciona poco a sus preguntas, probablemente comprenda más de lo que usted piense. ¿Es usted de los servicios sociales?

– No. Intento encontrar a su sobrino, Lamont, porque ella me lo ha encargado.

– Eso es muy bondadoso -la jefa de enfermeras me dio unas palmaditas en la mano-, muy bondadoso por su parte. Se pasa la vida hablando de él, al menos lo que entiendo de lo que dice.

El «jardín» lo componían unos diez o doce árboles en macetas y todo el recinto estaba cerrado con una valla baja. La institución había hecho cuanto había podido con su apretado presupuesto: parterres con flores y algunas verduras que se encaramaban a la valla, grandes sombrillas que daban un aire casi alegre al lugar, como si fuera una terraza donde tomar unas copas, y, en un rincón, debajo de un toldo, había un televisor que transmitía el partido de los White Sox.

Dos mujeres trabajaban con los tomates y los pimientos de uno de los parterres. Otro grupo de mujeres se había congregado alrededor de un gatito y todas trataban de atraerlo hacia ellas. La auxiliar que me llevaba a la señorita Claudia explicó que de vez en cuando traían animales como forma de terapia.

– El gatito se quedará a vivir aquí, pero tenemos que ir con cuidado. Estas ancianas se sienten tan solas que se enzarzan en terribles peleas por quién se llevará el gatito esa noche a su habitación, así que el gatito duerme en las dependencias de la reverenda Lennon. Para las terapias, es más fácil traer perros, porque las mujeres entienden que los perros tienen que vivir en el exterior.

La señorita Claudia estaba en un rincón umbrío, dormitando en la silla de ruedas. Su hermana se había sentado cerca y tejía. Incluso teniendo en cuenta la mala salud de Claudia, las dos mujeres no parecían en absoluto hermanas: la señorita Della, alta, delgada, erguida y estirada; su hermana menor, más redonda y dulce. Aunque estaba devastada por la enfermedad, la señorita Claudia todavía tenía un rostro regordete debajo de su canoso pelo afro y alrededor del ojo izquierdo, su ojo bueno, se veían las arrugas de la sonrisa.

Cuando la auxiliar se inclinó sobre la señorita Claudia y le dio una leve sacudida para despertarla, la señorita Della me miró con una horrible majestuosidad.

– Hoy mi hermana no se encuentra nada bien. Tenía que haber llamado antes de venir a molestarla de este modo.

– Ya sé que no se encuentra bien -dije, tratando de no dejarme llevar por el mal genio-. No quiero desaprovechar la oportunidad de hablar con ella. Eso es todo.

La auxiliar hablaba en voz alta y alegre con la señorita Claudia, como si fuera un bebé al que le ofreciera una golosina, y le decía que tenía visita y que era hora de que despertase de la siesta. La señorita Claudia tenía en el regazo una gran Biblia con la encuadernación roja gastada y descolorida en los bordes por donde la había sujetado tantos años, y de repente la Biblia cayó al suelo. De él salieron puntos de libro con versículos anotados que se esparcieron alrededor de la silla.

– Iblia -gritó la señorita Claudia-. Caído… No…

Me agaché para recogerlo todo y metí los puntos de libro en la primera página. Las tapas eran gruesas y estaban abombadas, como si hubiesen sufrido humedad.

– Siempre se te cae esa cosa grande -dijo la señorita Della con dureza-. ¿Por qué no la dejas en el apartamento y llevas encima una que sea pequeña y más manejable?

– No. -El ojo izquierdo se le llenó de lágrimas-. Siempre conmigo.

Acerqué una silla a su lado izquierdo y deposité la Biblia en su regazo para que pudiera tocarla.

– Señorita Claudia, me llamo V.I. Warshawski… Vic. Soy la detective que busca a Lamont.

– ¿…tive? -dijo volviendo la cabeza hacia mí y pronunciando las sílabas con dificultad.

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