Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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Entonces, ¿por qué había conservado Tony una pelota de los Sox? Estaba muy gastada, con orificios en la piel de caballo. Tal vez la utilizaba como objetivo de práctica, pero los agujeros eran demasiado pequeños para ser de bala.

Oí pasos en el vestíbulo y me sobresalté. Luego, una voz de hombre preguntó si había alguien en casa. Petra había dejado la puerta abierta al salir y Jake Thibaut, que había bajado a recoger el correo, lo había visto. Me puse en pie y consulté el reloj con sentimiento de culpa. Me había entretenido demasiado mirando aquellos recuerdos familiares.

– ¿Qué son estas cintas? -preguntó Thibaud, señalando las descoloridas cajas de whisky que las contenían.

– Son cintas viejas de mi madre. Era una cantante que intentaba recuperar la voz después de veinte años respirando polvo de hierro. Quería buscar un sitio donde las pasaran a CD, pero no sé. Mi madre murió. Tal vez su voz no sonará tan hermosa como yo la recuerdo. Quizá lo deje estar.

– ¿Polvo de hierro? -preguntó Thibaut en tono dubitativo.

– Me crié al lado de las viejas acererías. -Miré de nuevo el reloj y me agaché para recoger las cintas y la pelota de Nellie Fox.

– Deme las cintas. Un amigo mío tiene un estudio. Aunque haya idealizado la voz de su madre, ¿no quiere oírla otra vez?

Pues claro que quería. Se llevó las cintas y yo metí la pelota en el portafolios con mis papeles y la carta de Tony. Intenté contener la impaciencia mientras Jake caminaba hacia el vestíbulo y decía que, a veces, la calidad de las cintas de ocho pistas es mucho mejor que la de los equipos digitales. Me estaba ayudando. No tenía por qué ponerme beligerante debido a unos minutos más de retraso. Podía contener mi personalidad de pitbull tres minutos más.

Intenté dedicarle una radiante sonrisa de agradecimiento como las de Petra y me disculpé por tener que salir corriendo escaleras abajo en dirección a Roscoe a coger un taxi.

21 Una prima aún más inquisitiva

Aquella noche, al volver a casa, encontré un enorme ramo de peonías y girasoles junto a la puerta. En una tarjeta hecha a mano, se veía a Petra asomando la cabeza desde la caseta de Snoopy. Aquella manera de pedir disculpas me hizo reír y la llamé para decirle que todo estaba perdonado.

– Entonces, ¿podemos ir mañana a ver las viejas casas de la familia?

– Supongo que sí, primita, supongo que sí.

Me sentí decepcionada, como si me hubiera enviado las flores para manipularme y que la llevara a ver esas casas, no para pedirme perdón sinceramente. Colgué y salí al porche trasero con un vaso de vino y la prensa del día.

Había sido otra larga y extenuante jornada. Después de mi reunión en el centro por la mañana, busqué a la hija de Johnny Merton, Dayo, y me resultó muy fácil encontrarla: trabaja de documentalista para uno de los grandes bufetes de abogados del centro.

Cuando la llamé, se mostró comprensiblemente precavida, pero accedió a que nos viéramos en la cafetería del vestíbulo del edificio donde tenía las oficinas el bufete para el que trabajaba. No se mostró cordial y amistosa porque hablaba de su padre con una detective privada, pero me pareció razonablemente sincera.

– No puedo contarle nada del viejo barrio de mis padres -replicó cuando le expliqué que intentaba dar con alguien que pudiera hablarme de Lamont Gadsden o Steve Sawyer-. Mi madre dejó a mi padre cuando yo era pequeña. Lo único que recuerdo es que hubo una gran pelea y luego papá se encerró con llave en el apartamento y no nos dejó entrar. Fue durante la gran nevada, ¿sabe? Mi madre dijo que él estaba allí dentro con otras mujeres tomando drogas y que por eso no quería que entráramos. Así que nos fuimos a Tulsa a vivir con mi abuela y mis tías. Y éstas decían que mi padre era la encarnación del demonio y me harté de ello, por lo que hace unos años volví para decidir por mí misma.

Aquello había sido antes de que lo juzgaran por los cargos que lo mandaron a Stateville. Dayo había utilizado sus estudios y había trabajado voluntariamente como documentalista para los abogados de su padre. Greg Yeoman no lo había impresionado, pero era del viejo barrio, y Johnny ya no podía costearse un abogado del centro.

– No creo que mi padre sea un santo, pero tampoco es el diablo que todo el mundo quiere que piense. En los años sesenta, hizo mucho por nuestra comunidad, y si la poli y el FBI no lo hubieran encarcelado con acusaciones falsas, habría sido un dinamizador del barrio en vez del líder de una banda. De ese modo, yo habría podido tener una vida normal en vez de asfixiarme con mi madre y mis tías en Oklahoma. -Esbozó una dolorosa sonrisa-. Quizás hoy sería presidente a partir de su trabajo como organizador de la comunidad.

Cuando le pregunté con qué frecuencia visitaba a Johnny, tuve la sensación de que el abismo entre lo que ella quería que fuese su padre y la persona en que éste se había convertido era demasiado insalvable. Murmuró que iba a Joliet a verlo en Navidad y en Pascua, y a veces, el día de Acción de Gracias.

Volví a encaminar la conversación hacia Lamont y Steve Sawyer para ver si estaría dispuesta a hablar de ellos con Johnny.

– Llevan años desaparecidos. Tu padre es la única persona que puede saber lo que les ha ocurrido, pero no confía en mí.

– No voy a trabajar para la policía. -La mujer sacudió la cabeza-. Aunque mi padre hiciera cosas que no debía, ya tiene sesenta y siete años. No quiero que muera en prisión, por lo que no deseo contribuir a que le caigan otros veinticinco años de condena.

– Quizá sus viejos amigos no estén muertos -propuse-. O, si lo están, quizás él no los mató pero sabe dónde están los cuerpos.

– Suficientes «quizás» como para construir un caso nuevo, pero yo no quiero participar en ello -replicó, decidida.

Lo dejamos allí. La conversación me llevó a casa deprimida. La única noticia útil del día había sido un mensaje de texto de la amiga de Karen Lennon, la monja que estaba con Harmony Newsome cuando murió. La hermana Frances decía que estaría de regreso en Chicago el domingo por la noche y me pedía que fuera a verla a su apartamento de West Lawrence el lunes después de la cena.

El sábado, en respuesta a las lisonjas de Petra, me levanté temprano para llevarla a un recorrido turístico por la historia de nuestra familia en el South Side. Empezamos en Back of the Yards. En la actualidad, no queda nada de las grandes empresas envasadoras de carne que cubrían cuatro kilómetros de la ciudad a excepción de una pequeña tienda kosher que suministra cordero a los carniceros judíos y musulmanes del Medio Oeste.

Petra y yo aparcamos en Halsted y cruzamos las gigantescas puertas donde los transportistas registraban sus partidas de ganado. A las dos nos costó imaginar que cada día llegaban a la ciudad decenas de miles de reses y que las acequias corrían llenas de sangre y menudos.

– Mi padre decía que, de chico, durante la Depresión, los corrales eran la principal atracción turística de Chicago -le dije a Petra-. En 1934, la Exposición Mundial tuvo lugar aquí, frente al lago, pero hubo más gente haciendo cola para ver los mataderos que para entrar en la exposición.

– ¡Uf! No me lo imagino. Toda esa sangre y vísceras me harían volver vegetariana, y entonces papá tendría seis ataques de corazón y me desheredaría antes de palmar. -Se echó a reír alegremente con aquella idea.

Cruzamos la Bolsa, los restos del Anfiteatro Internacional y llegamos a Ashland Avenue. Los Beatles habían tocado en el Anfiteatro pocos días después de los disturbios de Marquette Park y mi padre tuvo que ayudar en el control de la masa. Recuerdo lo enfadados que estaban mi madre y él. Por culpa de los disturbios, había estado de guardia las veinticuatro horas durante una semana, y ahora, por culpa de unas «adolescentes histéricas», en el amargo lenguaje de mi madre, tenía que volver a salir a las calles.

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