Tenía el álbum de fotos que había mirado la otra noche, algunos recuerdos de softball, una medalla de premio por el salmón de cinco kilos que había pescado en el lago Wolf… He guardado algunas de las herramientas del pequeño taller que tenía detrás de nuestra vieja cocina. A veces las he utilizado para arreglar el desagüe del fregadero o para construir una pequeña estantería. Aparte de eso, sólo recordé haber conservado su uniforme de gala, que guardé en un baúl, con la música de mi madre y su traje de cantante de terciopelo tostado.
Petra quiso ver enseguida todos aquellos objetos. Cuando le expliqué que llevaba años sin abrir el baúl, dijo estar segura de que yo había olvidado algo que lo explicaría todo. El señor Contreras estuvo de acuerdo con ella.
– Ya sabes cómo es, cariño. Uno guarda cosas y se olvida de lo que son. Con las de Clara me ocurre lo mismo. Cuando fui a buscar sus joyas para dárselas a Ruthie, vi que había metido cosas de todo tipo en aquellas cajas. ¡Incluso sus dientes postizos!
– Lo sé, lo sé -asentí cansinamente-. Mi padre posiblemente tenía planes secretos para construir un coche que no consumiera gasolina, pero esta noche no voy a buscarlos. Estoy hecha polvo. Me voy a dormir.
Petra había bebido una buena cantidad de champán y, debido a ello, se mostró insistente y belicosa. Quería que subiéramos a casa de inmediato. Me cansé de discutir antes que ella y anuncié que me iba a la cama. Luego le sugerí que se quedase a dormir. No quería que condujese en aquel estado. A las once, cuando finalmente el señor Contreras me dio la razón, dejó que la metiéramos en un taxi.
Lo ayudé a recoger y dejé que su torrente de palabras me inundase. Sí, Petra era buena chica, y la noticia de su ascenso era estupenda. Sí, yo quizás era demasiado dura con ella. ¿No me acordaba de lo que significaba ser joven y entusiasta? Y luego fue a ver las carreras de caballos de su juventud. Lo dejé ante el televisor con un vaso de grappa en la mano y me llevé a Peppy al piso de arriba.
En mis sueños, sin embargo, me atacó un tigre con unos dientes como sables. Caí impotente al suelo ante él y, de repente, cambió de forma y se convirtió en mi padre.
A la mañana siguiente, cuando acababa de regresar del lago con los perros, se presentó Petra. Venía a recoger el Pathfinder pero, cuando nos vio, se apeó y se acercó corriendo. Los perros se abalanzaron sobre ella y le mancharon de agua y arena los pantalones blancos. Estaba tan radiante como siempre y no se le notaban los efectos secundarios de su noche con champán.
– Podríamos echar un vistazo a tu baúl antes de que vaya a trabajar -dijo, jugando con las orejas de Mitch.
– ¿Qué te ha dado con mi baúl? -inquirí-. ¿Crees que encontraremos dentaduras postizas, rubíes o algo así?
– No lo sé -sonrió-. Creo que, desde que he venido a Chicago, me interesa más la historia de mi familia. La familia de mamá lleva siglos en la zona de Kansas City. Un antepasado suyo fue coronel en el ejército Confederado. Y otro llegó a Kansas con los pioneros antiesclavistas, en 1850 más o menos, de modo que de pequeña me contó todas esas historias. Y su familia es tan blanca anglosajona y protestante que la historia de papá siempre se ha tratado con menosprecio o algo así. Ya sabes, los polacos que trabajaban en las fábricas envasadoras de carne… Ahora quiero saber más sobre los Warshawski. Ahora que he estado en la ciudad y te he conocido a ti, me parecen más interesantes.
La había llevado a ver el bungalow de Fairfield Avenue donde vivieron mis abuelos cuando dejaron Back of the Yards. Ahora Petra quería ver la casa del lado noroeste de la ciudad, adonde se traslado la abuela Warshawski después de los disturbios de 1966, y la vivienda del distrito de los corrales de ganado donde mi padre se había criado y el suyo había nacido.
Me siguió escalera arriba, al tiempo que planeaba, energética, una salida para cuando terminara su jornada de trabajo que incluía Back of the Yards, la casa de mi infancia en el sur de Chicago y Norridge Park, donde mi abuela vivió sus últimos años.
– Petra, querida, tranquilízate. ¿Y si fuéramos cada día a una casa distinta? Ten en cuenta que ir de Norridge Park al sur nos llevará un par de horas.
– ¡Lo siento! -exclamó con sus pucheros fingidos-. Mamá dice que siempre salgo disparada como un cohete mientras los demás todavía van en coche. Hoy podemos ir a Back of the Yards y a tu casa. Y dejamos Norridge Park para mañana.
– O durante el fin de semana, mi pequeña bomba de presión. Para mañana por la noche tengo planes.
Puse la cafetera a calentar, le dije a mi prima que la apagara cuando saliera el café y fui a quitarme la arena del pelo y de la piel. Cuando volví a la cocina, había café derramado por todo el fogón y ni rastro de mi prima. Apagué la llama, la maldije en voz alta y empecé a limpiar el café.
– ¡Oh, lo siento! -Petra apareció en el umbral de repente-. Como no sabía cuánto tardaría, he empezado a buscar el baúl.
– Maldita seas, Petra, ¿no podías quedarte quieta hasta el momento de apagar la cocina?
– ¡Ya te he dicho que lo siento!
– Pero esto no resuelve el problema. No quiero que hagas lo que te dé la gana en mi casa, sobre todo si te pido que te encargues de una sencilla tarea que hubiese evitado que ocurriera esta explosión.
– Yo lo limpiaré mientras te vistes -murmuró.
Había utilizado la toalla con que me había secado después de la ducha para recoger lo más gordo del desastre. Se la lancé y volví al baño a lavarme las manos. Cuando regresé a la cocina, vestida para ir a trabajar, Petra estaba delante de los fogones, controlando, nerviosa, mi pequeña cafetera. El suelo estaba fregado, y la toalla que yo le había tirado, colgada de la barandilla del porche trasero.
Me miró con la misma expresión que Mitch cuando lo pesco escarbando en el jardín, y no pude contener la risa.
– Buf, Vic, ¿sabes el miedo que das cuando te enfadas? -Se había relajado y sonreía-. Espero estar haciendo bien el café.
Cuando el chisme empezó a burbujear, apagué la llama y le dije que le prestaba ropa, si quería cambiarse. Se había manchado del café de la toalla y de la energía utilizada en limpiar la cocina. Cogió una camiseta y me siguió a la sala.
Cuando vi que había estado hurgando en mi gran vestidor, noté que volvía a enfurecerme. Había sacado las botas de invierno y la bicicleta para poder acceder al baúl, que estaba abierto. Había arrancado la tela protectora en que había envuelto el traje de terciopelo de mi madre. El traje estaba tirado sobre el sillón de cualquier manera, con una manga y parte de la falda en el suelo. La chaqueta del uniforme de gala de mi padre estaba abierta encima de la banqueta del piano.
– Supongo que estoy tan acostumbrada a vivir con mis hermanas y mi compañera de habitación que se me olvida que no a todo el mundo le gusta compartir -dijo Petra en voz baja al ver mi expresión.
– No se trata de compartir, sino de consideración, de empatía. -Cogí el traje de noche, lo doblé y volví a guardarlo dentro de la bolsa de tela. Las manos me temblaban-. ¿Sabes cuántas horas de clase tuvo que dar mi madre para comprarse este traje? ¿Cuántas noches comimos pasta sin salsa?
»¿Sabes qué era vivir con tan poco que había que cuidar al máximo cada pertenencia? Mi madre empezó a reconstruir su carrera con este traje. Después de cada actuación, la ayudaba a colgarlo, y le poníamos manzanas secas y clavos de olor contra las polillas. Podía remendar los desgarrones pequeños pero, si se le hubiera estropeado, no habría podido comprarse otro. Mi madre murió cuando yo tenía dieciséis años. No me quedan muchas cosas que sus manos hayan tocado. No quiero que te acerques al baúl ni a su ropa.
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