Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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– De acuerdo -murmuró Petra al tiempo que tiraba de un hilo suelto de sus vaqueros.

22 Una acera terrorífica

Tomamos la vía rápida hacia el sur en silencio. Petra mantuvo el rostro deliberadamente vuelto hacia la ventana, mirando los viejos montones de escoria y los bungalows medio derrumbados sin hacer comentario alguno.

Aquélla siempre había sido la zona más dura de la ciudad. Cuando las acererías llenaban el paisaje con nubes de polvo tóxico, casi todo el mundo tenía buenos empleos. Ahora, esas acererías ya no existen, como tampoco existe el ganado que llegaba a los mataderos. Casi toda la gente del sur de Chicago que tiene la suerte de poseer un empleo trabaja cobrando el salario mínimo en garitos de comida rápida o en el gran almacén By-Smart de la calle Ciento tres.

Ahí, la tasa de desempleo ha estado por encima del veinticinco por ciento durante más de dos décadas y, por lo general, en los delitos callejeros participan varias pistolas. Esquivé socavones tan grandes que se tragarían un camión y me detuve ante la casa de Houston donde me había criado.

– Es aquí. -Traté de sonar alegre.

No lo conseguí. El dintel de cristal emplomado de la puerta delantera seguía allí, pero dos de los pequeños prismas de cristal en forma de diamante habían desaparecido. Gracias a aquellos prismas, Gabriella creía que no habitaba en una más de las decrépitas viviendas del barrio sino en una casa con un toque de distinción. Una vez al mes, abrillantábamos el cristal y quitábamos el polvo de hierro que se había incrustado en el marco.

– Aquélla era mi habitación -dije, señalando la ventana de ojo de buey del desván-. Cuando no volvía loca a mi madre, miraba la calle desde ahí arriba.

– ¿Qué hacías? -inquirió Petra, vacilante.

– Mi primo Boom-Boom… En realidad, también es primo tuyo. ¿Tu padre no te ha hablado de él? Boom-Boom era una estrella del hockey, pero lo mataron hace unos doce años. Él y yo saltábamos al lago Calumet desde el espigón para nadar en verano, y en invierno patinábamos. Ahí fue donde practicó su lanzamiento con efecto. Un invierno, caí por un agujero del hielo y lo que más miedo nos dio fue que Gabriella se enterase. Para ir a Wrigley Field, montábamos en los topes del metro si no teníamos dinero para el billete y, una vez en el estadio, nos encaramábamos a la hiedra de detrás de las gradas y entrábamos sin pagar.

– ¡Oh! Papá siempre decía que eras muy alocada, pero yo creía que lo decía porque eres feminista. Odia a los partidarios de la emancipación de la mujer. No sabía que fueras tan traviesa cuando eras pequeña.

– ¿Por qué crees que soy investigadora privada? -Sonreí-. No soportaba todas las normas y regulaciones de la oficina de los Abogados de Oficio. Y ellos tampoco me soportaban a mí. Arnie Coleman, el juez que estaba con Harvey Krumas en tu fiesta, era el jefe de la unidad criminal de los abogados de oficio cuando yo trabajé allí. Siempre puntuaba muy bajo mi rendimiento, pero lo hacía porque yo no quería participar en su juego.

Petra iba a abrir la puerta pero, al oírme decir aquello, se detuvo.

– ¿Qué juego es ése?

– En la Veintiséis con California todo es política. La justicia no importa, y que obtengas un buen trato para tu cliente, tampoco. Sobre todo si es un vulgar criminal de la calle. En cuanto algo huele a política, ya sea por la brutalidad policial o porque se ha detenido al hijo de una persona muy bien relacionada o a otra que intenta escalar posiciones, los casos se deciden para ayudar a la carrera de alguien. En ese pozo de porquería, Arnie era probablemente el instigador más hábil que nunca haya conocido, y obtuvo su recompensa. Ahora es juez de apelación y amigo del padre de tu candidato. Si Brian llega a senador, Arnie será juez federal.

– ¡Vic! -gritó con el rostro encendido-. ¡Brian no es así! ¿Por qué tienes que ser tan cínica y negativa?

– No lo soy -repliqué-, pero es que, cuando pienso en Arnie y en sus jugadas sucias… Cuidado, tenemos compañía.

Llevaba rato observando a unos jóvenes por el retrovisor. Se habían agrupado en el extremo norte de la manzana y se intercambiaban insultos y silbaban a las mujeres que pasaban mientras trabajaban ostensiblemente en una desvencijada camioneta Dodge. En el suelo, había un radiocasete del que sonaba un rap atronador. No tenía que haber pasado tanto tiempo rememorando. Mientras yo estaba perdida en los recuerdos de la infancia, habían empezado a caminar hacia nosotras.

La banda miró por las ventanas del Mustang y, al ver que éramos dos mujeres y que Petra era joven, empezaron a sacudir el coche.

– ¿Qué diablos hacéis aquí? -preguntó el que estaba más cerca.

Eché todo el peso del cuerpo hacia la derecha, cambié de dirección de repente y abrí la puerta tan deprisa que lo golpeé en la barbilla. Me apeé enseguida. El labio inferior le sangraba.

– ¡Puta! -gritó-. ¿Por qué me has hecho esto?

Hice caso omiso de sus comentarios y miré a sus amigos.

– Hola, chicos, ¿por qué no volvéis a vuestro coche? Me parece que hay unos críos ahí tocando vuestro estéreo.

Miraron calle arriba, donde dos muchachos jugueteaban con el aparato. Dos de los pandilleros se marcharon a encargarse de los chicos, pero el herido y sus dos amigos se quedaron a mi lado. Petra seguía dentro del coche pero, cuando su portezuela quedó sin vigilancia, saltó al asfalto. Los tipos se volvieron a mirarla, incluso el que tenía el labio partido.

– ¿Alguno de vosotros conoce a la señora Andarra? Anoche hice una búsqueda en Lexis para saber los nombres de los inquilinos actuales.

– ¿Quién quiere saberlo? -preguntó uno de ellos, que llevaba tatuajes de los Latin Kings.

– Quiero hablar con ella. Y lamentaré mucho tener que decirle que un miembro de su familia se ha comportado como un gamberro de la calle a plena luz del día.

Empezaron a murmurar entre ellos y finalmente retrocedieron unos pasos.

– Os vigilamos. Si la molestáis, os llevaréis vuestro merecido -dijo de nuevo el latin king.

– ¿Eres su nieto? Eso está bien. A las abuelas nos gusta saber que nuestros nietos se preocupan de nosotras. -Pasé el brazo por el hombro de Petra y la empujé hasta la acera y la puerta delantera de la casa.

Era extraño llamar al timbre de la puerta de una casa en la que había entrado y salido libremente durante veintiséis años. Oímos que el sonido moría en el interior de la vivienda. Al cabo de unos momentos, cuando el latin king subió a la acera y nos siguió, la puerta se abrió lo que daba de sí una gruesa y corta cadena y una mujer miró por la rendija.

– Es tu turno -le dije a Petra.

Mi prima le explicó en español cuál era nuestra misión, pero la señora Andarra se mostró inflexible. No podíamos entrar, no. Tal vez no teníamos malas intenciones, pero, ¿cómo podía saberlo? Y si fuera sólo estaba Gerardo, todavía menos. Si su hijo estuviera en casa, sería otra historia. Pero había mucha gente que quería robarte y te contaba mentiras. Petra le suplicó y trató de convencerla con su español de aula, pero la mujer no cedió.

Nos volvimos.

– Camina con la cabeza alta, finge tranquilidad. Esta acera es tuya -le dije.

– ¿Y qué haremos si nos atacan? -susurró Petra.

– Rezaremos nuestras oraciones -respondí y, luego, añadí en voz alta-: ¡Gerardo, tu abuelita está preocupada por ti. No le gusta verte perder el tiempo sin tener nada que hacer! ¡Quiere verte con un buen trabajo y no muerto en la morgue como tus amigos!

Gerardo miró hacia la casa y luego a nosotras. Habíamos hablado con su abuela, sabíamos cómo se llamaba. Yo me estaba inventando lo que podía haber dicho la mujer, pero con un chico como él no costaba imaginarlo. Gerardo se mordió el labio y nos dejó pasar. Montamos en el Mustang sin ninguna otra incidencia con la banda, aunque todos se plantaron con expresión desafiante hasta que doblamos la esquina al final de la calle y nos perdieron de vista.

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