Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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– Sí, es la detective -respondió la señorita Della en voz alta-. Es la señora que se queda con nuestro dinero pero que no encuentra a Lamont, así que, si te dice por qué no puede dar con él, tal vez te olvides de la idea.

Tomé la mano izquierda de Claudia y la sostuve entre las mías. Le expliqué, lo más despacio y claramente que pude, con quién había hablado y qué había averiguado, o no había averiguado, sobre su sobrino. Ella parecía seguirme, o al menos seguir una parte de lo que decía, intercalando algunas sílabas de vez en cuando, como si intentase repetir los nombres que yo citaba.

– He buscado a Steve Sawyer -dije-. Era amigo de Lamont. La noche en que Lamont se marchó de casa, estuvieron juntos.

– ¿Tive no? -La señorita Claudia frunció el ceño.

– ¿No quiere una detective? ¿Desea que deje de trabajar en el caso?

– ¡No, no! -Sacudió la cabeza-. Busque a Mont. Hablo mal. Teve… Ssssteve… no nombe.

– Cree que Steve no es su nombre. -La señorita Della esbozó una sombría sonrisa al ver mi confusión-. Pero por supuesto que lo es.

– ¿Qué ocurre? -pregunté a la señorita Claudia.

– No cuerdo. No Teve.

La auxiliar trajo un vaso de zumo de manzana y yo se lo sostuve a la señorita Claudia para que bebiera.

– ¿Rose sabrá su nombre?

La anciana sonrió agradecida con el lado izquierdo de su cara.

– Ose. Amaba a Mont.

Sí. Rose había amado a Lamont.

– ¿Conocía a otros amigos de Lamont?

Claudia sacudió la cabeza despacio.

La dejé descansar un par de minutos y luego le pregunté si se acordaba de Harmony Newsome. El ojo bueno de Claudia brilló y entonces intentó hablarme de Harmony y el barrio. No entendí mucho de aquel batiburrillo de sílabas salvo que el padre de Harmony era abogado. Creo que la anciana quería decirme que el hombre tenía dinero y podía costearle a la hija la carrera universitaria, pero no lo supe seguro.

Cuando llegué a la muerte de Harmony y le recordé a la señorita Claudia que Steve Sawyer había sido condenado por haberla matado, saqué a relucir lo que George Dornick me había dicho.

– ¿Cree que Lamont le dijo a la policía que Steve Sawyer había matado a Harmony Newsome?

– No, Mont no. Teve amigo, niños, escuela, amigos. Mont buen chico. No malo, buen chico. -De su ojo bueno brotaron nuevas lágrimas.

– ¿Ve lo que ha hecho? -dijo la señorita Della con una suerte de sombría satisfacción-. Mi hermana no puede ayudarla. Tiene que marcharse, señora detective. Deje de molestarnos.

Antes de que pudiera dar rienda suelta al enfado -ella me había contratado, no había sido idea mía ir hasta Stateville o ser insultado por Curtis Rivers en las últimas semanas-, la señorita Claudia dijo:

– No. Della. Busque a Mont. -Me dio unas palmadas en la mano con la suya buena-. Mont no Conda. Johnny amigo sí, Conda no. Se va, da… -Se atascó con la palabra y, finalmente, cogió la Biblia y me la mostró. Los puntos de libro cayeron de nuevo al suelo.

– Mont… Della da bibia a Mont, él me la da a mí. Se va, ve a Johnny, éste dice «guárdala, sitio seguro». -Cerró los ojos y se debatió con las palabras-. Guardo. Si Mont viene, se la doy.

– La noche que se marchó de casa, ¿le dijo que iba a ver a Johnny?

– Sí -respondió.

– ¿Y le dio esta Biblia y le dijo que se la guardara, que ya se la llevaría otra vez cuando volviera a casa? -traduje.

La mujer sonrió aliviada de que la hubiera entendido pero no intentó seguir hablando. Cogí los marcadores y los metí en la Biblia. Antes de devolvérsela, pasé las gastadas páginas para ver si Lamont había dejado algo dentro.

– Haré todo lo que pueda por usted, señorita Claudia -le prometí.

Me apretó de nuevo los dedos con su débil mano y, cuando sonrió, vi a la hermosa mujer que había sido antes de la embolia. La señorita Della fruncía el entrecejo más que nunca pero, cuando me marché, me sentí más optimista respecto al caso. No porque tuviera buenas ideas sobre cómo enfocarlo sino porque entendía cuánto significaba para la señorita Claudia encontrar a su sobrino.

Aquella noche, después de hablar con Rose, mi optimismo se desvaneció. Rose no sabía qué quería decir Claudia con eso de que Steve Sawyer no era el nombre del amigo de Lamont.

– Pues claro que se llamaba Steve. Tal vez, en ambientes más formales, se hacía llamar Steven, pero no entiendo lo que ha querido decir la señorita Claudia.

24 Incendio en la residencia

A las seis de la tarde del lunes llamé al timbre del apartamento de la hermana Frankie, en los límites de Uptown. La hermana vivía en una caja de cerillas, en uno de esos característicos edificios sin rasgos destacables que se erigieron en los años sesenta, con ventanas de marco metálico a ras de las paredes de ladrillo que no dejaban el menor reborde para colocar un macetero. En los bajos del edificio había una oficina del Centro Libertad Aguas Impetuosas; el resto del edificio parecían ser apartamentos privados, alguno de ellos ocupados por monjas: F. Kerrigan, OP, y C. Zabinska, BVM, por ejemplo. A juzgar por los otros nombres y por los juguetes abandonados que vi en la entrada, parecía que también vivían allí diversas familias.

El edificio daba directamente a la acera, sin un palmo de césped entre ésta y la puerta. Nadie que se asomara por las grietas entre los ladrillos o a las ventanas abiertas, donde unos ventiladores intentaban dar vida a una brisa vespertina, podría acusar a las religiosas de faltar a su voto de pobreza.

Al cabo de un minuto, volví a pulsar el timbre. Habría sido sencillísimo abrir la cerradura con una tarjeta de crédito, pero me apoyé en la puerta y contemplé la calle mientras esperaba. Alguien había puesto en marcha un aspersor en la esquina y unos chicos jugaban a entrar y salir corriendo del chorro de agua. Unas parejas se abrazaban en la parada del autobús o en la alcoba. Sentada en el banco de la parada del autobús, una mujer con las piernas cual palillos extendidas al frente como las de una muñeca de trapo se golpeaba los muslos con puño tembloroso, murmurando: «No puedes decirme eso, no puedes decirme eso.» Unos chiquillos encendían petardos en el callejón: sólo faltaba una semana para el Cuatro de Julio.

Había tenido un día muy lleno y, de no haber estado tan impaciente por oír lo que la hermana Frances podía recordar de aquel día en Marquette Park, hacía cuarenta años, me habría ido a casa a cenar y acostarme temprano.

Karen Lennon había llamado hacia el mediodía para agradecerme que hubiera visitado a la señorita Claudia.

– La señorita Della se ha enfadado, pero yo me alegro de que no esperaras a que te diera la luz verde. Ahora, la señorita Claudia se siente mucho más en paz. Creo que, sabiendo que alguien se ha comprometido a encontrar a su sobrino, ya está preparada para morir.

Aquel comentario me había alarmado. Cuando había visto a la anciana me había dado cuenta de su fragilidad, pero no había imaginado que estuviese tan cerca de la muerte.

Lennon procuró tranquilizarme.

– El médico dice que está estable, pero eso, en las embolias, también puede cambiar rápidamente. Sin embargo, después de verte y de comprobar que la tomabas en serio, puede que se sienta menos angustiada y que eso la ayude a recuperar fuerzas.

Cuando colgué, sentí un nuevo aguijonazo de urgencia en la búsqueda de Lamont, pero no sabía qué más podía hacer. Presenté una segunda petición para ver a Johnny Merton en la penitenciaría. Para cuando me concedieran la visita, quizá se habría producido algún trato, «un favor por favor» que hiciera que el jefe de los Anacondas quisiera hablar conmigo.

– La lengua pársel de Harry Potter, eso es lo que necesito -murmuré en voz alta mientras me cepillaba los dientes-. Un idioma para comunicarme con las serpientes.

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