La gente le arrojaba cócteles molotov. Yo veía volar las botellas hacia su cabeza y gritaba, tratando de avisarlo, lo cual era una estupidez porque estaba a kilómetros de distancia y no me oía. Mi madre no tenía que saber que estaba asustada. Su preocupación no haría sino aumentar si, además de a ella misma, tenía que consolarme a mí.
Nuestra casa nunca llegaba a estar a oscuras de verdad. Las llamaradas de las acererías creaban una luz fantasmagórica incluso a las dos de la madrugada y el cielo, siempre amarillo de los vapores de azufre, tenía un fulgor mortecino toda la noche. La luz se filtraba por las cortinas y me hacía daño en los ojos. Me dolían los brazos y la garganta. Tenía la gripe. Y, al fondo, oía hablar a mi madre. Había venido un médico y me preguntaba cómo estaba.
– Estoy bien.
No podía decir que no me encontraba bien, con papá allí fuera, reprimiendo una algarada.
– ¿Cómo te llamas? -quiso saber el doctor.
– Victoria -dije, obediente, con voz ronca.
– ¿Cómo se llama el Presidente?
No me acordaba y empezó a entrarme pánico.
– ¿Estoy en la escuela? ¿Es un examen?
– Estás en el hospital, Victoria. ¿Recuerdas que viniste al hospital?
Era una voz de mujer; no era mi madre, pero era alguien que conocía. Hice un esfuerzo por dar con el nombre.
– ¿Lotty?
– Sí, Liebchen. -Su voz se inundó de alivio-. Lotty. Estás en mi hospital.
– Beth Israel -susurré-. No veo…
– Te hemos vendado los ojos para protegerlos de la luz durante unos días. Estás un poco chamuscada.
El incendio. Los cócteles molotov no los habían arrojado a mi padre, sino a la hermana Frankie.
– La monja… ¿Está…? ¿Cómo está?
– Ahora mismo la tienen en cuidados intensivos. Le salvaste la vida. -A Lotty le tembló la voz.
– Me duelen los brazos.
– Te los quemaste. Pero recibiste asistencia enseguida y sólo hay unas pocas zonas donde está comprometida la capa interna de la piel. Dentro de pocos días, estarás bien. Ahora, lo que quiero es que descanses.
Un hombre hablaba al fondo, en voz alta, exigiendo que respondiera a sus preguntas. Lotty le replicó con aquella voz que hacía que Max le dedicara una reverencia y la llamara Eure Hoheit, «Su Alteza», en alemán. La cirujana, cual princesa de Austria, aseguró al hombre que no permitiría que me hicieran ninguna pregunta oficial hasta estar segura de que me había recuperado de la conmoción.
Lotty me protegía. Podía descansar, podía relajarme y sentirme segura. Me adormilé y soñé que cabalgaba por un campo de violetas. Un tigre de dientes afilados como sables rondaba entre las violetas. Me agaché para ocultarme, pero me olió. Tenía quemaduras y olía como la carne a la parrilla del señor Contreras. Intenté gritar, pero tenía la garganta hinchada y no salía de ella sonido alguno.
Luché por recuperar la conciencia y me quedé tendida en la oscuridad, jadeando. Me palpé las manos. Las tenía envueltas en gasa y la menor presión me dolía porque todavía estaban hinchadas. Me toqué con cuidado los párpados chamuscados. También los tenía cubiertos con gasas.
Entró una enfermera y me pidió que valorara mi dolor en una escala del uno al diez.
– Creo que alguna vez me ha dolido más -susurré-. Un nueve. ¿Es de día o de noche?
– Es por la tarde. Ha dormido cinco horas y puedo administrarle más analgésicos ahora.
– ¿Cómo está la monja? ¿Cómo está la hermana Frankie?
Noté que la enfermera se movía cerca de mí.
– No lo sé. Acabo de entrar de turno. La doctora podrá decírselo.
– ¿La doctora Herschel? -pregunté, pero ya volvía a sumirme en las líneas quebradas y los colores del sueño de la morfina.
Encima de la mesa de la cocina había una pelota de béisbol que rodaba en una dirección y otra a causa de un tren de carga que hacía temblar la casa a su paso. Era Navidad y papá había ido al béisbol sin decírmelo. Él y mamá y un hombre que no conocía habían estado discutiendo en plena noche y sus voces subidas de tono me habían despertado.
– ¡No puedo hacerlo! -exclamó papá.
Y entonces mamá me oyó en la escalera y me gritó en italiano que volviera a la cama. Las voces de los hombres se redujeron a cuchicheos, hasta que el desconocido gritó:
– ¡Estoy harto de sermones, Warshawski! ¡No eres ningún cardenal, y mucho menos un santo, así que aparta tu crucifijo de plástico!
La puerta principal se cerró de un portazo y la pelota empezó a rodar. Ahora era una bala de cañón y rodaba hacia mi cabeza con la mecha echando chispas, y volví a despertar en la oscuridad, bañada en sudor. Tanteé la mesilla buscando agua. Había una jarra y un vaso, y mientras lo llenaba me derramé agua encima, pero me sentó bien.
Entró alguien con una taza de caldo. Me resultó extrañamente difícil encontrarme la boca con los ojos tapados, como si la pérdida de visión significara pérdida de equilibrio, de sensibilidad. Vino una enfermera a tomarme la temperatura y me preguntó por mi nivel de dolor.
– Estoy fatal -respondí con voz áspera-, pero basta de morfina. No soporto los sueños.
Quería lavarme el pelo, pero la enfermera dijo que ni hablar de ello hasta que me quitaran los vendajes y mandó a alguien para que me aseara con una esponja. Después, dormité a intervalos hasta que llegó Lotty.
– La policía quiere interrogarte, Victoria. Veo que has dejado de tomar morfina. ¿Sientes mucho dolor?
– El suficiente para saber que estuve en un incendio, pero no tanto como para proclamarlo a gritos. ¿Y la hermana Frankie?
Lotty me puso una mano en el hombro:
– Por eso quieren hablar contigo, Vic. No ha salido adelante.
– ¡No! -musité-. ¡No!
La hermana Frankie había estado con Ella Baker en la marcha de Selma y con Martin Luther King en Marquette Park. Se había sentado con hombres que estaban en el corredor de la muerte, había acogido a peticionarios de asilo guatemaltecos y había testificado a favor de inmigrantes. Y no había sufrido ningún mal hasta que había hablado conmigo.
Lotty me ofreció analgésicos para ayudarme a pasar el interrogatorio, pero yo acepté de buen grado el dolor de los brazos y el escozor de los ojos cuando se llenaron de mis inútiles lágrimas. Por pura suerte, seguía viva cuando debería estar muerta. V.I. Warshawski, traficante de muerte. Lo menos que podía pasarme era que sintiera un poco de dolor.
Noté unas presencias en la habitación. Dos hombres de la brigada de Explosivos e Incendios Intencionados se identificaron, pero percibí que había más gente y exigí saber quién los acompañaba. Escuché un ruido de pies arrastrándose y unos murmullos y, por último, el resto del grupo terminó de entrar y procedió a presentarse.
No reconocí ningún nombre: eran un hombre y una mujer de la Oficina de Gestión de Emergencias, nuestra rama local de Seguridad Nacional, y un agente de campo del FBI.
Lotty había levantado la cama de modo que estaba más o menos sentada, con los brazos al frente por encima de la sábana. La cánula intravenosa que subía hasta la bolsa por la que me administraban antibióticos y líquidos se balanceaba contra mi hombro. Mi amiguita de plástico y Lotty eran mi equipo contra la policía, el FBI y la Seguridad Nacional.
Los hombres de Explosivos e Incendios Intencionados anunciaron que iban a grabar la conversación. Uno de ellos preguntó si estaba dispuesta a hacer una declaración.
– Estoy dispuesta a responder preguntas, pero no voy a hacer una declaración formal hasta que vuelva a ver lo suficiente como para leer cualquier documento que me pidan que firme.
Uno del grupo, creo que el hombre de la OGE, llevaba una loción para después del afeitado tan perfumada que me revolvió el estómago. El grupo de Explosivos e Incendios Intencionados dirigía la investigación. Fue uno de sus miembros quien me hizo decir mi nombre, para que quedara constancia.
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