Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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– No voy a acercarme a tu casa -replicó Murray-. Ya sabes que el viejo me odia. Me echará encima a ese perro tuyo del demonio y el bicho me hará picadillo antes de que pueda explicar por qué estoy revolviendo en tu armario.

– Cómprame algo, entonces. Vaqueros, una camisa blanca de manga larga y un sujetador. Es lo único que necesito.

– ¿Un sujetador? ¿Quieres que vaya a comprarte un sujetador? ¡Ni lo sueñes!

– Murray, al acto de recogida de fondos de Krumas llevaste a una veinteañera rubia. No puedes venirme con que te sonrojas y te sientes incómodo en una sección de lencería. Talla 95D. La camisa, talla 42, y los vaqueros, talla 40. ¿Recordarás todo eso para la posteridad?

– Sí. -Murray frunció el entrecejo-. Lo tengo. Y, ahora, ¿qué hacías en casa de la hermana Frances Kerrigan para que la mataran?

Me incorporé en la cama y me miré los brazos.

– Vaya, me parece que aún no llevo camisa…

– ¿He de traerla antes de que hablemos? ¿Sabes lo que me ha costado llegar hasta aquí? He tenido que averiguar el nombre de una paciente y fingir que venía a visitarla. Y luego he tenido que rondar por ahí buscando un ordenador libre para encontrar el número de la habitación. Si me voy ahora, no me dejarán entrar otra vez, así que no me marcharé hasta que me cuentes…

– Sí, ya imaginaba que incumplirías tu parte del trato, pero no te preocupes. El señor Contreras tendrá mucho gusto en traerme la ropa. Ese hombre me quiere más cuando estoy de baja.

Cerré los ojos tras las gafas y me recosté de nuevo en las almohadas.

– ¡Oh! ¡Eres un mal bicho manipulador, Warshawski!

– Dentro de diez segundos llamaré a la enfermera, Ryerson. Yo no soy el aprovechado que ha metido las narices en los ordenadores del hospital.

– No, tú eres la aprovechada que hizo que frieran a una monja.

Volví a incorporarme y aparté la sábana.

– Escribe eso en alguna parte, sea un periódico, un blog o un mensaje de texto, y pasarás el resto de la vida defendiéndote de una denuncia por libelo, ¿me oyes?

Se produjo un incómodo silencio, hasta que Murray lo rompió:

– Tú estabas allí cuando la atacaron.

No le hice caso y añadí:

– ¡Y usar ese lenguaje para referirse a la muerte de la hermana Frances…! Esa mujer trabajó toda la vida por la justicia social y las libertades civiles, ¿quién te crees que eres para tomarte a guasa su muerte? ¿Sabes lo que es sostener entre tus brazos a alguien que tiene la cabeza envuelta en llamas, encendida sobre el cuerpo como la mecha de una vela? ¡Sal de aquí!

– Lo siento, ¿vale? Todos pasamos demasiado tiempo pensando en el siguiente comentario cínico y punzante que vamos a hacer. Lo que he dicho es desconsiderado y de mal gusto. Te pido disculpas.

Contraviniendo todos los rótulos que lo prohibían, Murray sacó su móvil y llamó a su ayudante para que me comprara la ropa. Incluso le dio el número de una tarjeta de crédito y le indicó que mandara los paquetes al hospital.

Volví a ponerme las gafas. Aun con la luz mortecina de la habitación, me dolían los ojos. Además, me había echado a llorar y no quería que Murray lo viese.

– ¿Qué dicen tus fuentes? -le pregunté al cabo de un momento-. ¿Creen que la atacaron por su labor con los inmigrantes?

– No nos ha llegado nada de la calle respecto a eso -reconoció él-. La monja encargada del Centro Libertad, una tal hermana Carolyn Zabinska, dice que recibieron amenazas de muerte cuando empezó la guerra de Irak (las monjas se oponían y organizaron esas vigilias semanales de protesta), pero nadie las ha amenazado nunca por su trabajo en las prisiones o de ayuda a los emigrantes. -Hizo una pausa y añadió-: Hay gente que se pregunta por qué se produjo el ataque la noche que la visitabas, precisamente.

Permanecí tendida en la cama muy quieta, con los ojos cerrados.

– ¿Qué gente? Aparte de ti, por supuesto.

– Es sólo lo que he oído por ahí -dijo Murray.

– Desde que Global compró el Star , te has dedicado más a la sección de espectáculos que a la de sucesos; por lo tanto, las personas que te cuentan cosas ya no tienen tanta influencia como antes -apunté, enfadada todavía y deseando devolverle el golpe.

– ¿Cuándo he escatimado yo en una noticia, Warshawski? -Ahora, Murray también estaba furioso-. ¡Tú, siempre subida en tu pedestal! Es fácil trabajar de investigadora por tu cuenta, pero yo tengo que hacerlo para una empresa, si quiero que me publiquen en un periódico. Y mis fuentes confían en mí.

Bajé la vista a mis manos vendadas y deseé trabajar para una gran empresa, donde alguien tomara el relevo mientras yo estuviera de baja.

– Bien, ¿y qué te cuentan de los perpetradores? Cuando llamé al timbre de la hermana Frankie, Lawrence Avenue estaba muy concurrida. ¿Todos los testigos sufren amnesia?

Con las gafas y en la habitación a oscuras, no alcancé a ver su expresión, pero lo oí resoplar. No dijo nada durante un largo instante pero, a pesar de mi fea acusación, Murray era un periodista de pies a cabeza. Quería mi historia y comprendía que debería responder a algunas preguntas si quería que yo hablase.

– Hay una tonelada de testigos que vieron a los perpetradores. Un Ford Expedition se aproximó a gran velocidad, haciendo sonar el claxon. Todo el mundo se apartó precipitadamente y el coche se detuvo en el bordillo de la acera. Se apeó un tipo (o tal vez una mujer, pero todos están bastante seguros de que era un hombre) con una media en la cabeza, arrojó las botellas, volvió a montar en el Ford y el coche se alejó zumbando antes de que nadie se diera cuenta de lo que estaba pasando.

– ¿Matrícula?

– Nadie se molestó en anotarla. O, si alguien la conoce, no nos la dice. He oído diversas versiones -dijo Murray-. Una de mis fuentes asegura que los chicos del callejón reconocieron el todoterreno, pero tienen miedo de declararlo, no vayan a convertirse en el siguiente blanco. Unos tipos que lanzan cócteles molotov a una monja son capaces de cualquier cosa.

Callé un momento mientras digería sus palabras.

– El FBI y la OGE tenían montada una vigilancia. ¿Sabes algo al respecto?

– Sí, la última noticia es que la Primera Enmienda es papel mojado. Tenemos que consultar con esa gente todo lo que vamos a publicar. ¡Una mierda! Y eso mismo es mi director. El cabrón se limitó a asentir y parpadear mientras decía que las reglas han cambiado y que tenemos que obedecerlas si queremos seguir llevando las noticias a la gente.

Sus palabras me devolvieron al interrogatorio al que me habían sometido en aquella habitación. Por fin, recordé aquel detalle inconexo que me venía inquietando: que la mujer de Gestión de Emergencias quisiera saber qué me había contado la hermana Frances de Harmony Newsome. Me sentí mareada de nuevo y me recosté en el colchón. Cuando la investigadora había hablado conmigo, la OGE ya estaba al corriente de mi interés por Harmony.

Con palabras entrecortadas, le expliqué a Murray el motivo de mi presencia en el Centro Libertad: el antiguo asesinato y la búsqueda de Lamont, y le revelé el hecho de que la OGE ya estuviera al tanto de mi interés por Harmony Newsome antes de que su agente me interrogara.

– ¿Lo sabían porque estaban escuchando las llamadas de la hermana Frankie? -terminé-. ¿O tal vez las mías? ¿O ambas? Murray, si la hermana murió porque yo estaba allí…

– Eh, eh, Mujer Maravillosa, no te eches a llorar ahora -protestó él.

No pude evitarlo. Eran las dudas que me habían corroído todo el verano acerca de mi personalidad, de por qué no podía conservar una relación. ¿Acaso traía la destrucción a todos los que me rodeaban?

27 En la casa incendiada

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