Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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Lotty entró en la habitación en aquel preciso momento, seguida de dos de los residentes y un estudiante, y mandó salir a Murray con un comentario que escocía como un latigazo.

Busqué a tientas un pañuelo de papel en la mesilla que tenía al lado. Lotty encontró la caja, pero me avisó de que no me restregara los ojos.

– ¿Cómo ha llegado Ryerson hasta aquí? -inquirió-. ¿Qué sucede en este hospital? ¿Doy una orden concreta para que se incumpla? He prohibido expresamente las visitas a tu habitación para asegurarme de que no te molestan los periodistas ni la policía. No lo invitarías tú, ¿verdad? -Lotty me tomó el pulso en el cuello y añadió-: Por eso no puedes tener visitas. Estás vulnerable. No deberías llorar de esa manera. Y me han dicho que esta tarde, mientras yo estaba en cirugía, has desaparecido un buen rato. ¿Lo has hecho para organizar este encuentro?

– He bajado a la cafetería a tomar un café y el paseo me ha agotado. Me he quedado dormida en una silla y no me he enterado de que me buscaban.

No me gustaba mentirle a Lotty, pero era casi la verdad. No obstante, me pregunté si no tendría razón ella; si, en el fondo, no había deseado ver a Murray. Habría podido delatarlo al servicio de seguridad apenas verlo en el vestíbulo, pero no lo había hecho. Tal vez mi cerebro inconsciente esperaba que él me encontrase.

Lotty refunfuñó y pidió a los residentes que la pusieran al día de mis progresos. Mientras el estudiante permanecía a un lado respetuosamente, los dos residentes revisaron los daños sufridos por mis córneas y nervios ópticos. Sentí un pinchazo de frustración, seguido de otra punzada más intensa de sentimiento de culpa. Estaba viva y me recuperaría. Quizá, mientras estaba de baja, podía entrenarme a dormir de día y trabajar de noche.

– Estoy pensando en llevarte a mi casa cuando te den el alta, mañana. -Lotty lo dijo como si estuviera adoptando un perro que hubiera sido devuelto a la perrera demasiadas veces por gente a la que mordía-. Me preocupa tu salud. Y tu seguridad.

– ¿Mi seguridad? Murray estaba diciendo que algunas fuentes piensan que los agresores me perseguían a mí, no a la hermana Frances. ¿Tú has oído algo parecido?

Lotty mandó salir a los residentes y al estudiante y se sentó en el borde de la cama, ceñuda.

– Yo me refería, más bien, a tu imprudencia. ¿Murray tiene alguna prueba?

– No lo sé. Lo has echado antes de que pudiera sacarle algo en claro. Ni me habría preocupado de eso si la mujer de Seguridad Nacional no hubiese insistido en que le contara lo que le había dicho la hermana Frances de la investigación sobre Harmony Newsome. -Dirigí la vista a la difusa silueta de Lotty y añadí-: No puedo ir a tu casa si soy el objetivo de unos tipos que lanzan bombas incendiarias. No puedo ponerte en riesgo de que sufras algún daño.

– Estarías más segura en mi casa que en la tuya. Tenemos conserje y sistema de seguridad. En tu edificio estás completamente expuesta a cualquier cosa. Y si alguien arroja otra botella de ésas, puede pasarles lo peor a los niños del primer piso.

– ¡Me siento tan impotente! -estallé-. Para salvar los ojos y la piel, debo quedarme quieta y a oscuras. Necesito salir ahí fuera y hablar con gente, necesito ponerme al ordenador y buscar datos. ¿Qué voy a hacer?

Lotty me rodeó con el brazo.

– ¿Todo eso tiene que hacerse hoy? Dentro de unos días podrás ir y venir, siempre que tengas precaución con el sol. Ya sabes cómo son las cosas en el hospital: te sientes más inútil allí que cuando sales.

Se quedó a mi lado hasta que trajeron la bandeja de la cena, a las seis, e insistió en que comiera algo que alguna vez debía de haber sido un pollo. Cuando se marchó, como no podía leer ni ver la tele, intenté dormir, pero no hice más que dar vueltas en la estrecha cama, preocupada por mi papel en la muerte de la hermana Frankie.

Un poco antes de las ocho, entró una voluntaria con una bolsa de la compra que habían dejado para mí en la recepción. La ayudante de Murray me había traído la ropa. El sujetador era blanco, muy sencillo; yo no lo habría escogido nunca para mí, pero no importaba. De todos modos, con las manos vendadas no podía abrocharlo. Conseguí abotonarme la camisa y me puse los vaqueros. La ayudante me había traído la talla 40, como le había pedido. Después de un par de días de alimentación intravenosa, me habría entrado una 38.

El mero hecho de estar vestida otra vez me hizo sentir mejor. Me calcé de nuevo las suaves botas marrones y me eché un vistazo en el espejo del baño. Tendría que hacer algo con aquel cabello: parecía salida de una feria de monstruos.

El producto de desecho de la hospitalización es el plástico. La habitación estaba llena de bolsas, bandejas, orinales y recipientes en forma de plátano para echar los vómitos. Llené una bolsa con todo ello, hice un montón sobre la cama y lo cubrí con la sábana para que pareciera una paciente dormida, apagué todas las luces y me asomé al pasillo.

Las ocho en punto. Las visitas se marchaban y las enfermeras estaban repartiendo la medicación. Un grupo de gente entre la que mezclarse. Un golpe de suerte.

Recordé esa película donde Humphrey Bogart recibe una paliza y le administran narcóticos y, aunque la cabeza le da vueltas, consigue ponerse en pie y salir detrás de los malos. Siempre me había parecido una auténtica estupidez, absolutamente irreal.

Tenía razón. Intenté caminar con confianza a pesar de mi pelo estrafalario y de las grandes gafas de plástico pero, como a Bogart en El largo adiós, el pasillo empezó a dar vueltas a mi alrededor. Tuve que aferrarme a la pared para no caerme. Aquello no iba a resultar.

Cuando llegué al vestíbulo principal, estaba mareada y sudorosa. El hospital se hallaba a poco más de tres kilómetros del edificio donde vivía la hermana Frankie. Normalmente, habría ido andando, pero estaba muy lejos de sentirme normal. Aún tenía ocho dólares. No era suficiente para un taxi, pero sí para ir y volver en autobús.

Tambaleándome, anduve dos manzanas hacia el norte hasta una parada de autobús de Lawrence Avenue. Murray me había trastornado y me detuve varias veces, no sólo porque apenas me sostenía en pie, sino también para observar si tenía compañía, fuera de ladrones o de policías. Si era verdad que el objetivo del atentado había sido yo, esperaba que los autores me siguieran tan de cerca que supiesen que todavía estaba en el hospital. Aquella noche podía ser mi única oportunidad de volver a los apartamentos del Centro Libertad sin que nadie lo advirtiera.

Una cosa hay que decir del barrio de Uptown: allí, las mujeres con peinados estrafalarios que tienen problemas para tenerse en pie son cosa corriente. Mientras esperaba el autobús, pasaron dos mujeres parecidas a mí que se agacharon a recoger colillas en mitad de una feroz discusión a gritos. Nadie nos dedicó la menor atención a ninguna de las tres.

Un autobús se detuvo en la parada. Introduje dos de mis arrugados billetes en la rendija del dinero, con torpeza debido a los vendajes, y me dejé caer pesadamente en uno de los asientos reservados a ancianos e incapacitados. Me sentí desconectada del mundo que me rodeaba y, cuando llegué a la parada de Kedzie, tuve que darme instrucciones de cómo descender los peldaños.

Tenía el coche aparcado en Kedzie, pero las llaves estaban en el bolso que había dejado en el apartamento de la hermana Frankie. Recorrí Kedzie a pie para ver si podía meterme en el Mustang -llevo un juego de ganzúas en la guantera-, pero, naturalmente, había cerrado todas las puertas. No obstante, el ayuntamiento no me había olvidado: en el parabrisas encontré tres multas por excederme en el tiempo del parquímetro. Apreté los dientes pero dejé las multas. Aquella noche no podía hacer nada al respecto.

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