Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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Desanduve mis pasos con cuidado, arrastrando los pies entre libros y tablas y cojines como una exploradora del Ártico que jamás alcanzaría el Polo. Ya estaba cerca de la puerta cuando, por debajo de ella, vi moverse una luz. Contuve el aliento y la luz se alejó. ¿Imaginaciones producto de mi fatiga? La luz volvió enseguida, un destello a lo largo del quicio. ¿ La OGE? ¿El FBI? ¿Ladrones? No tenía nada con que defenderme, excepto una espátula de cocina, y no me quedaban fuerzas para usarla.

La puerta se abrió. Una figura alta apareció en el umbral, dubitativa, y barrió la estancia con la luz de una linterna. De inmediato, volvió la cabeza para mirar a su espalda. El gesto hizo que moviera la luz hacia arriba e iluminara su figura, revelando unos cabellos como escarpias.

– ¡Petra! ¡Petra Warshawski! -exclamé-. ¿Qué haces aquí?

28 Y un incendio en la vieja casa

La linterna cayó al suelo con estrépito y mi prima soltó un grito. Cuando me agachaba a recoger la luz, me pareció oír unos pasos. Aparté a Petra y observé el pasillo, pero no vi a nadie.

– ¿Quién andaba ahí? -pregunté.

– ¡Vic, eres tú! -Petra estaba sofocada y asustada-. Creía que estabas en el hospital.

– Allí estoy. ¿Y tú, qué haces aquí y quién venía contigo?

– Nadie. He venido so…

– No eres muy convincente mintiendo, Petra. No tienes valor ni experiencia para meterte por tu cuenta en un edificio incendiado. ¿Quién venía contigo?

– Uno de los chicos que trabajan conmigo en la campaña -murmuró ella-. Ha echado a correr cuando me ha oído gritar y no quiero que se vea en problemas, así que no voy a decirte quién es. No vuelvas a preguntarlo. En cualquier caso, no deberías gritarme así. He venido aquí por ti.

– ¿De veras? -Me sentía tan débil que tuve que apoyarme en la pared-. ¿Qué buena obra estabas haciendo en mi favor?

– Tío Sal me dijo que tu billetero y todo lo demás se había quedado aquí y se me ha ocurrido venir a buscarlo. Dijo que los ladrones del barrio entrarían a llevarse todo lo que no estuviera sujeto con clavos.

– Eso sí que suena a auténtico -dije en tono elogioso-. Sería muy propio del señor Contreras emplear esa expresión. Vas mejorando.

– ¿Por qué tienes que ponerte así? -preguntó Petra-. ¿Por qué no me crees?

Recuperé la linterna y enfoqué la habitación.

– Te creo. Ve a buscar el bolso. Yo estoy demasiado agotada para moverme, pero te sostendré la luz.

Me lanzó una mirada furiosa, pero entró cautelosamente en la sala. Llevaba unas botas de tacón alto y avanzó titubeante por la superficie desigual. Enfoqué la luz hacia el lugar donde creía que había estado la silla.

– Si está aquí, deberías verlo por ahí. Tantea el suelo antes de apoyar todo el peso del cuerpo, no vayas a meterlo en algún tablero suelto o quemado.

Petra anduvo de puntillas hasta los restos de la silla y se arrodilló, como había hecho yo, para palpar del suelo a los lados.

– Esto es asqueroso. Es como… como revolver en un basurero.

– ¿Qué sucede aquí?

Una segunda luz de linterna iluminó de pronto la habitación.

Estaba tan cansada y tan concentrada en Petra, que no había oído al recién llegado en el pasillo. Me dio un vuelco el corazón y noté en los oídos el rugido de un océano. Descuidar mi salud de aquella manera era una fórmula segura para una muerte temprana.

– ¿Quiénes son ustedes y qué hacen en este apartamento? Respondan enseguida o llamo a la policía.

– Soy V.I. Warshawski -respondí con calma-. Estaba aquí cuando mataron a la hermana Frances. ¿Y usted es…?

– La hermana Carolyn Zabinska.

Había oído aquel nombre, pero estaba muy mareada y no era capaz de pensar con claridad. Murray había dicho…, había dicho que el objetivo real del atentado era yo. Parpadeé en un intento de despejarme y me volví hacia la monja. La luz de su linterna me cegó. Me fallaron las rodillas y, de pronto, la linterna de Petra resbaló de mis manos inútiles y me encontré en el suelo.

No llegué a perder la conciencia en ningún momento, realmente, pero no tenía fuerzas para decir nada. Oí que la hermana preguntaba a Petra quién era, y a mi prima decirle que yo debería estar en el hospital, pero había insistido en acudir allí. No estaba segura, pero le parecía que pretendía recuperar su bolso, que había quedado allí.

Intenté intervenir. Estaba escandalizada por las mentiras de Petra. ¿Tal vez trataba instintivamente de salvar el pellejo? Se oyeron más pisadas.

– Policía, no -farfullé finalmente. Pero no era la policía, sino dos monjas más. Y, entre ellas y mi prima, medio a rastras, me subieron por la escalera hasta el cuarto piso.

– El ascensor no funciona hasta que hagan una revisión a fondo de los cables -se disculpó una de las hermanas.

Entramos en un pulcro saloncito, una copia del de la hermana Frances, con libros y colchas luminosas y una estatua de la Virgen, y me colocaron en un sillón. Alguien me obligó a tomar un té caliente y dulce y pensé que realmente volvía a ser miércoles por la noche, que volvía a estar en el apartamento de la hermana Frankie, que el incendio, mis ojos, mis manos, todo había sido una pesadilla y ahora… Me incorporé en el sillón… Y ahora me recuperaría y dejaría de ser una reina de tragedia.

– No tengo mi bolsa -dije.

– Yo recogí su bolso después del incendio.

Era la voz de la hermana Carolyn, una voz fría. Me consideraba una egoísta, que sólo se preocupaba de sus pertenencias privadas en medio de una catástrofe.

– No, el bolso no. La bolsa de las pruebas. -Intenté ponerme en pie, pero las hermanas no dejaron que me levantara.

La hermana Carolyn se agachó para que le viera la cara.

– ¿Pruebas?

Apuré el resto del té. Me hizo sentir un poco mejor, pero todavía me costaba explicarme con coherencia.

– Pruebas del incendio. Fragmentos de botella. La policía debería haberlos llevado… laboratorio…

Estaba a punto de echarme a llorar de frustración por mi incapacidad de expresarme y me acordé de la señorita Claudia, de sus lágrimas, de su inglés chapurreado.

– ¿Qué había en las botellas? -conseguí decir, finalmente.

– ¿Qué importa eso? ¡La hermana Frances ha muerto, fuese gasolina o whisky! -exclamó otra de las monjas.

– Sí que importa. Sí que importa. Combustible corriente. Cualquiera, pero yo pienso en pro… profesionales.

Se produjo un breve silencio. A continuación, habló la hermana Carolyn:

– Sé que está agotada, pero necesito que explique eso. ¿Está diciendo que fue obra de un incendiario profesional?

Una de las monjas me ofreció otra taza de té, esta vez reforzado con un chorrito de coñac. Casi me atraganté al tragarlo, pero el alcohol hizo efecto y me proporcionó una ilusión pasajera de claridad.

– El acelerante. Creo que fue alguna clase de carburante de aviación, algo que arde deprisa y con mucho calor, o los libros no se habrían quemado tan deprisa, ni tampoco… -Me detuve a media frase-. Su cabeza… Intenté cogerla, envolverla, pero la cabeza…

Varias manos me ayudaron a sostenerme en pie y, después de otro sorbo, conseguí añadir:

– Quiero saber dos cosas. ¿La policía se llevó los fragmentos de botella para analizarlos? No creo que lo hicieran, o yo no habría encontrado unos pedazos tan grandes en la escena del suceso. Y, si la policía no se ha ocupado, quiero llevarlos a un laboratorio privado que utilizo en estos casos para que me digan qué se empleó.

La hermana Carolyn Zabinska asintió y añadió que quería hablar conmigo del ataque en sí. Necesitaba saber qué había sucedido.

– Había pensado hacerle una visita. Como he dicho, encontré su bolso e intenté llevárselo al hospital, pero tenía prohibidas las visitas, incluso de una monja. Pero ahora que le han dado el alta…

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