Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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– Pensaremos en eso -dijo la monja secamente-. Pero quiero saber quién está vigilando el edificio. Mientras estaba aquí, dijo que era el gobierno federal.

– Los federales vinieron a verme al hospital: alguien de Seguridad Nacional, alguien del FBI y agentes locales de la brigada de Explosivos e Incendios Intencionados. Fue el día después del fuego y no lo recuerdo con claridad. Saben quién vive en el edificio, todas las familias. Pensándolo bien, es probable que estén escuchando esta conversación, así que olvide lo de la cizalla.

– ¡Escuchas clandestinas! -La hermana Carolyn casi no podía articular palabra de la irritación.

Le sugerí que viniera a verme a casa de Lotty para poder hablar en privado. En cualquier caso, quería hablar con ella, ahora que tenía la cabeza más despejada, para averiguar cualquier cosa que pudiera haberle dicho la hermana Frankie sobre la participación de Steve Sawyer en el asesinato de Harmony Newsome.

Antes de marcharse, Lotty me había hecho prometer que me quedaría en casa, pero yo deseaba ponerme en movimiento. Después de hacer todo el ejercicio que pude y de tener una conversación por teléfono con Marilyn Klimpton, que estaba en mi oficina, deambulé por el piso de Lotty, impaciente. En la salita donde tenía la televisión (arrinconada) y los libros que no le cabían en la biblioteca (arrinconados), encontré un cesto de la costura con unas tijeras. Fui al baño y empecé a cortarme el pelo.

Cuando tenía cinco años, mi padre me regaló por Navidad una muñeca que tenía una enorme melena oscura, como un halo. Era el primer año de presidencia de JFK y todas las muñecas llevaban el peinado de Jackie. Boom-Boom y yo metimos la tijera al pelo de la muñeca y, cuando terminamos, tenía un aspecto muy parecido al que yo lucía ahora. Los dentistas no deben empastarse sus propias muelas y los detectives no deben cortarse el pelo ellos mismos. Sobre todo, si llevan las manos envueltas en vendajes de boxeador.

Poco después de la una, cuando ya pensaba que me volvería loca de la inactividad, se presentó la policía. Sabían que me habían dado el alta; probablemente, sabían que Lotty no estaba en casa. Era hora de hablar.

Me puse las gafas oscuras para subrayar mi condición de inválida. Sólo por prudencia, bajé en ascensor al vestíbulo para asegurarme de que eran agentes de verdad y no ladrones. En el hospital no había llegado a verles la cara, en realidad, pero el sonido de su voz me dijo que eran prácticamente el mismo grupo que me había interrogado la semana anterior.

El FBI había enviado otra vez a Lyle Torgeson, pero los federales habían reforzado su presencia con la de un agente de Seguridad Nacional. El ayuntamiento mandaba sólo a la mujer de la Oficina de Gestión de Emergencias, en lugar del dúo que había acudido a la habitación del hospital. Por el departamento de Policía de Chicago se presentaron los dos tipos de la brigada de Explosivos e Incendios Intencionados, un joven blanco con el pelo al cepillo que ya tenía una buena barriga y un latino de mi edad, medio calvo y con unas marcadas ojeras.

– No tengo permiso de la doctora Herschel para dejar entrar en su casa a estos visitantes -dije al conserje del edificio-. ¿Conoce una sala de reuniones que podamos utilizar?

– Está el despacho del administrador del edificio -asintió el hombre, titubeante-, pero es muy pequeño.

– Podemos llevarla a la Treinta y cinco con Michigan -sugirió el latino de Explosivos.

– ¿Traen una orden? ¿No? Entonces, hablaremos aquí. Al fin y al cabo, sólo somos seis.

El conserje llamó al administrador para saber si el despacho estaba libre y para que mandase a alguien a acompañarnos, de modo que él no tuviera que abandonar su puesto en la entrada.

La salita era muy pequeña, en efecto. Para caber los seis en torno a la mesa redonda, tuvimos que sentarnos con las rodillas bien recogidas. Yo lamentaba en cierto modo no haberlos dejado entrar en casa de Lotty; sin embargo, si estaban incómodos inhalando el mal aliento de los demás, que en el caso de la mujer de la OGE era muy acusado, no se quedarían mucho tiempo.

No me quité las grandes gafas de plástico, sobre todo para fastidiarlos. Seguro que querrían intentar leer mis tics faciales, seguir el movimiento de mis ojos, etcétera, y de este modo no podrían.

– Tiene usted el aspecto de haber salido malparada en una pelea de gatas -comentó Torgeson-. ¿Acaso metió el pelo en un rodillo de escurrir la ropa de la residencia de las monjas, cuando volvió por allí?

– Todo el mundo está grabando esto, ¿verdad? De modo que todos, el FBI, la OGE y el DPC, obtengan la misma transcripción útil. La verdadera pregunta -hice una pausa lo bastante larga para ver que todos se inclinaban hacia delante, esperando alguna valiosa revelación- es por qué, para una mujer que ha tenido un altercado, siempre se ha de emplear esa imagen de la «pelea de gatas». Estoy segura de que, con la investigación a que me han sometido, ya sabrán que tengo dos perros, así que probablemente respondería mejor a una metáfora referida a una pelea de perros. Y otra cosa más: su sexismo implícito hace que…

– Es suficiente -vociferó Torgeson-. Sabe usted muy bien a qué me refería.

Yo dije que no con la cabeza:

– Leer la mente de los demás no es mi fuerte. Y yo no le he intervenido el teléfono a usted, así que no puedo basarme en sus conversaciones para saber lo que piensa, ni a qué se refiere.

– Señora Warshawski, sabemos que hace cuatro noches abandonó el hospital Beth Israel para volver al apartamento de la monja difunta… -Hablaba el blanco calvo de Explosivos. Al ver que yo no respondía, insistió-: ¿Y bien?

– ¿Me pregunta algo? -dije yo.

– ¿Qué hacía en el edificio de la monja hace cuatro noches? -replicó el hombre con la voz tensa del esfuerzo por no perder la paciencia.

– Hace cuatro noches estaba en el hospital -aseguré.

Cuando la monja me había acompañado de vuelta, había enseñado su pase al guardia de seguridad y se había detenido unos instantes a hablar con una enfermera. Nadie se había fijado en la monja nueva del servicio de atención a madres con VIH, que aguardaba en segundo plano, con la cabeza gacha. En la quinta planta, nadie había comentado nada sobre mi ausencia cuando había regresado a la habitación, ni a la mañana siguiente, por lo que no creía que nadie la hubiera advertido.

– La vieron entrar en el edificio del Centro Libertad -intervino la mujer de la OGE -. ¿Qué hacía allí?

– ¿Me vieron? -repetí-. Ah, ése es un truco muy viejo. Necesitaré más que eso para convencerme de que estaba en Kedzie y Lawrence, y no en mi cama del hospital.

La mujer sacó una serie de fotos de su maletín y las extendió sobre la mesilla redonda. Todos nos turnamos en echar un vistazo. Llevaban marcada la hora y fecha en que se habían tomado y en ellas aparecía una mujer de cabellos oscuros con unas cuantas hebras canosas, vestida con vaqueros y una camisa blanca. Estaban tomadas por detrás, de modo que no se veían las zonas donde le habían afeitado el pelo, detrás de las sienes. Tampoco se apreciaba que estaba usando la patilla de sus gafas de plástico para hacer saltar el pestillo de la cerradura de la puerta.

– No sé -comenté-. No veo que esa persona lleve una chaqueta donde ponga, «V.I. Warshawski». Y creo que me acordaría si hubiera estado allí. ¿Tiene alguna foto en la que aparezca saliendo, donde se me vea la cara? Por detrás, no sé reconocerme.

Se produjo un momento de silencio. Yo había salido del edificio vistiendo hábito de monja, con la cabeza gacha y dos hermanas pegadas, a mí, además de mi prima. Los agentes tenían las fotos pero, probablemente, no sabían qué hacer con ellas.

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