– Mire, Warshawski, no tiene por qué haber antagonismo entre nosotros -dijo el latino de Explosivos-. Estamos seguros de que usted juega en el mismo equipo que nosotros.
– ¿Y qué equipo sería ése, detective?
– El que se propone capturar al asesino de la hermana Frances -respondió.
– ¡Ah, eso sí que me gustaría! ¡No saben cuánto!
– Entonces, ¿por qué no nos explica qué hacía en ese apartamento?
Esta vez era el agente del FBI, Lyle Torgeson.
– No estuve allí -repetí con un bostezo.
– Olvidemos lo de hace cuatro noches -dijo Torgeson-. La noche del incendio… Reconoce que estaba allí esa noche, ¿no? Cuéntenos por qué.
– Sí, estuve. Fui a hablar con la hermana Frances acerca de Steve Sawyer.
– Eso ya lo sabemos -intervino el agente de Seguridad Nacional.
– ¿Tenían micrófonos ocultos en su casa? -inquirí-. Deben de ser de buena calidad, si sobrevivieron al incendio y han podido recuperarlos. No como esa mierda de armas que compran a China para venderlas a Afganistán.
– ¿Teníais micrófonos en la casa? -El detective blanco de Explosivos se volvió a los federales-. ¿Por qué cojones lo hacíais?
– Seguridad nacional -dijo el agente-. No puedo decir nada más.
– Bonito recurso -murmuré-. En adelante, cada vez que haga algo especialmente embarazoso, exclamaré, «¡Seguridad nacional!» y me negaré a añadir una palabra más.
– Ya basta -me cortó Torgeson-. ¿Qué hacía en el apartamento de la hermana Frances?
– Seguridad nacional -fue mi respuesta.
Los dos detectives de Explosivos e Incendios Intencionados contuvieron una sonrisa. Entre los agentes de la ley federales y locales no reinaba la armonía suprema, precisamente. Los dejé picarse entre ellos unos momentos.
– Tengo una pregunta para ustedes -añadí entonces-. Ya saben por qué fui a ver a la hermana Frances: para hablar del caso de un hombre que fue condenado por la muerte de Harmony Newsome en Marquette Park, hace cuarenta años. Ese caluroso día de verano, la hermana estaba manifestándose con la víctima y me dijo que no creía posible que Steve Miller la matara. ¿Van a reabrir el caso?
– Ese hombre fue juzgado y condenado y cumplió la pena. No nos interesa. -Esto lo dijo el latino.
– Entonces, ¿a qué vino la última pregunta que me hizo la OGE en el hospital, eso de por qué me interesaba lo que tuviera que decir la monja sobre ese viejo caso?
– Creo que no lo escuchó bien. Estaba drogada y sufría grandes dolores -intervino Torgeson.
– Son ustedes los que tienen las grabaciones. -Me miré la punta de los dedos-. Repasen la conversación. No tengo nada más que decir al respecto.
El abigarrado despacho quedó en silencio un instante. Luego, el equipo de Explosivos empezó a hacerme preguntas que podía responder y les expuse paso a paso mi breve relación con la hermana Frances. No había nada que pudiera serles de utilidad, pero era la única testigo.
Cuanto más recordaba los cócteles molotov volando hacia nosotras, menos reales se me hacían. Llegué a hablar del episodio con cierta soltura, como si fuese un detalle de la trama de una novela de acción y no un suceso que había provocado una muerte.
Al terminar, pregunté qué residuo habían encontrado en las botellas: ¿gasolina?, ¿combustible de cohete?, ¿acelerante de combustión?
– No podemos responder a preguntas de este tipo -dijo el hombre de Seguridad Nacional-. Se refieren a una investigación relacionada con la seguridad nacional.
Esta vez me tocó a mí recordar que debía contenerme.
– ¿Qué hay de los autores? Deben de tener fotos de ellos, con la fecha y hora y todo lo demás, ¿no? Algo que puedan enseñar por ahí para ver si alguien los identifica…
– No podemos hacer comentarios. Es una investigación relacionada con la seguridad nacional.
– Pero esas fotos, no, ¿verdad? -Recogí de la mesa las instantáneas de mi entrada en el edificio del Centro Libertad-. Estupendo. Se las enseñaré a la hermana Carolyn, a ver si sabe quién puede ser la que aparece. Dado que esa noche había alguien en el apartamento de la hermana Frances, quizá pueda reconocer de quién se trata.
– Si no estuvo allí -intervino Torgeson-, ¿cómo sabe que había alguien en el apartamento de la víctima?
– Ustedes acaban de decírmelo.
Me puse en pie, con las fotografías en la mano. La mujer de la OGE se inclinó hacia mí, esparciendo su fétido aliento, y agarró las fotos.
– Son propiedad del gobierno y muy confidenciales.
– Lo sé, dije-. «Una investigación relacionada con la seguridad nacional.»
Ella me lanzó una mirada furibunda.
– Le recomiendo encarecidamente que no sugiera a una monja emplear una cizalla para entrar en un apartamento que ha sido precintado por la policía.
Le sonreí. Estábamos en plena partida de un juego en el que gana quien más tarda en perder la paciencia.
– Estamos en un condado donde los funcionarios cobran cien mil dólares al año por no trabajar, así que me alegra mucho ver que ustedes se ganan de verdad el sueldo que cobran de mis impuestos. Lo hace usted muy bien y me ocuparé de que aparezca una mención al respecto en su expediente personal.
Aunque había salido triunfante de la escaramuza, sabía que no podría ganar, a la larga, una batalla contra la ley. La verdadera cuestión, si conseguía que mi cansado cerebro volviera a funcionar, era averiguar a qué venía tanto interés por parte de los agentes. Sus preguntas, todo su interés, parecían centrarse más en la conversación que había tenido con la hermana Frances, que en su asesinato.
Para ser sincera, debía reconocer que mi presencia en la escena del crimen dos días más tarde daba pie a una investigación, pero, ¿por qué tenían establecida una vigilancia tan completa del edificio, de buen principio?
El interrogatorio me había agotado. Intenté tomar unas notas en grandes mayúsculas con un rotulador de punta de fieltro, pero el esfuerzo me hizo caer dormida. Cuando desperté, fue porque el conserje llamaba por el teléfono interior: había llegado la hermana Carolyn Zabinska.
– No tiene buena cara -dijo la monja después de saludarme-. ¿Se siente con ánimos para hablar?
Ella también lucía una expresión de pesadumbre, contraída y sombría. Era una mujer alta y de constitución robusta, pero tenía los hombros hundidos de dolor.
– Sólo es el pelo -respondí, intentando dejar de lado la autocompasión-. Intenté cortármelo con unas tijeras de coser, pero soy el colmo de la torpeza. Los hombres del FBI fueron más rudos. Me dijeron que parecía la perdedora de una pelea de gatas.
– Sí, el FBI, de eso quería hablar… entre otras cosas.
La monja me acompañó al balcón de la sala, donde Lotty tenía una mesita y sillas en verano. Le ofrecí un refresco y la dejé allí, contemplando el lago Michigan, mientras me refugiaba en la cocina. Lotty sobrevive a base de café, prácticamente, pero encontré algunas infusiones de hierbas alemanas en el fondo de un cajón. Cuando regresé al balcón con la bandeja en precario equilibrio entre mis manos vendadas, la hermana Carolyn tomó asiento y me preguntó cómo sabía que el FBI estaba vigilando el Centro Libertad.
– No sé si el FBI está metido en eso. Las fotos las tomó Seguridad Nacional.
Le conté lo que había averiguado en la visita de los agentes, incluida la noticia de que los federales fotografiaban a todo el que entraba o salía de la casa.
– ¡Es escandaloso! ¿Por qué habrían de hacer algo sí?
– No lo sé. En el hospital, cuando me interrogaron, fueron muy claros al respecto. Dieron a entender que podía ser por sus inquilinos. Usted sabrá si está haciendo algo que irrita a los agentes.
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