Durante mi estancia en casa de Lotty, hablé varias veces con el conserje. No había visto a nadie merodeando a la espera de que apareciera una investigadora privada envuelta en vendas. No había llamado a la puerta nadie más, aparte de los agentes de la ley que se habían presentado el primer día. Empecé a creer que el ataque a la hermana Frances guardaba relación con su labor en el Centro Libertad. La idea no apagó mi deseo de encontrar a los autores, pero alivió mis pesadillas. No la había matado yo. Sólo había sido testigo impotente de su muerte.
Mientras me recuperaba en casa de Lotty, no permanecí ociosa. Contesté todas las llamadas de los medios que se habían acumulado. Es triste, pero parte del secreto de ser una investigadora privada de éxito es que la gente vea tu nombre en la Red.
Era especialmente importante que me ocupara de aquello, puesto que me había llamado la empresa de trabajo temporal para decirme que mi secretaria, Marilyn Klimpton, dejaba el empleo. «La señora Klimpton no esperaba tener que enfrentarse sola a tantos clientes enfadados y a todos los periodistas y demás que intentaban ponerse en contacto con usted. Además, después de haber sido usted objeto de ese atentado con bombas, estar ella sola en la oficina la hace temer por su seguridad. No creemos que podamos mandarle a nadie a sustituirla, ahora mismo.»
– En ese caso, yo tampoco creo que ustedes y yo volvamos a trabajar juntos, en adelante -repliqué, altisonante.
Estupendo. Ahora, no sólo estaba de baja laboral, sino que el trabajo acumulado volvería a alcanzar proporciones gigantescas. Llamé a mi servicio de llamadas para pedir que se ocuparan del teléfono durante el horario normal de oficina y luego empecé a hablar con mis clientes para ver qué asuntos podía subcontratar y cuáles podían esperar unos cuantos días a que me ocupara de ellos personalmente.
Algunos ya habían pasado sus encargos a firmas mayores, que disponían de más investigadores. Eran prudentes. Si tu principal investigadora está socarrada, ve donde sabes que habrá un sustituto. Pensé en mis facturas e intenté no dejarme llevar por el pánico. Pensé en George Dornick, de la empresa de seguridad Mountain Hawk, y su oferta de contratar «a la hija de Tony». Ojalá no tuviera que llegar a eso.
Y también me preocupaba mi prima. Su explicación de por qué se había presentado en el Centro Libertad la noche que yo había vuelto por allí no acababa de convencerme. Pensar que intentaba emularme resultaba muy halagador, pero me costaba creerlo. Y la bomba de humo en mi antigua casa… La señora Andarra había dicho a la policía que había visto a la mujer que creció en la casa observando desde el otro lado de la calle. Conrad pensaba que tenía que ser yo porque sólo relacionaba conmigo lo de haber crecido allí. Pero la señora Andarra, probablemente, nos había tomado a Petra y a mí por madre e hija… Y había sido Petra quien se había dirigido a ella en español.
Aunque mi prima había jurado enérgicamente que no había estado jugando a los detectives en el Southside, no había negado categóricamente que hubiera rondado por allí el domingo por la noche. Pero, ¿por qué tendría que haber ido? No se me ocurría el menor motivo.
Dejé de darle vueltas al asunto y llamé a la empresa propietaria del edificio del Centro Libertad con la esperanza de que pudieran decirme quién había enviado el equipo de demolición a destripar el apartamento de la hermana Frankie y dejarlo preparado para los albañiles, pero no supieron o no quisieron decírmelo.
Dejé un mensaje en el móvil de la hermana Carolyn, pidiéndole que intentara sacar alguna información a los operarios. La monja estaba reunida con un abogado del Servicio Nacional de Inmigración, pero me llamó al cabo de unas horas para decirme que había hablado con el responsable del equipo de demolición y con el encargado de los albañiles. Los dos insistían en que no sabían quién los había contratado. Les habían prometido que cobrarían en metálico, casi el doble del salario habitual, si dejaban inmediatamente lo que estaban haciendo y se ocupaban de aquel edificio.
– Se resistieron a contarme incluso eso, supongo que por miedo a que los denunciara a Hacienda, pero me puse el uniforme y los convencí de que sólo quería información.
¿El uniforme? ¡Ah, el hábito! Pregunté quién les había dado el dinero y la monja respondió que los dos operarios habían hablado de un hombre blanco, de mediana edad, que no conocían previamente.
– ¡No me diga…! -mascullé secamente-. Y debía de llevar gabardina y un sombrero de fieltro de ala estrecha, ¿no?
– No lo sé -dijo ella-. ¿Tiene importancia eso?
– Desde luego. Me haría tener la certeza de que esos hombres mienten, en lugar de meras sospechas.
– ¿Cree que, en realidad, sí saben quién los ha mandado?
Estaba sentada a la mesa de la cocina de Lotty, a punto de estallar de frustración por mi forzada inactividad.
– No estoy segura, por supuesto, pero intuyo que le deben un favor a alguien importante, o que son chicos de los recados de alguien importante. Quizá son una tapadera para cobrar subvenciones por dar empleo a gente de minorías, no lo sé. Pero, para dejarlo todo colgado por ese trabajo, habían de tener una idea bastante clara de quién los envía. Y, por otra parte, que el edificio estuviera bajo vigilancia y que la policía hubiera precintado la puerta del apartamento no los ha detenido ni cinco segundos.
Cuando colgamos, llamé a los detectives de la brigada de Explosivos e Incendios Intencionados que habían venido a interrogarme. Encontré al latino.
– ¿Sabe que su escenario del crimen ya no existe? -le dije.
– ¿De qué está hablando?
– Acabo de hablar por teléfono con una de las monjas que viven allí. Se presentó un grupo de obreros, sin que las monjas supieran nada; tiraron abajo la puerta y arrasaron el apartamento. Espero que tengan a buen recaudo las muestras que recogieron. Alguien está tomándose muchas molestias para evitar que se investigue ese incendio.
El agente no me dio las gracias, exactamente. Fue más un gruñido, seguido de la petición del número de teléfono de la hermana Carolyn y de la advertencia de que sería mejor para mí que no estuviera detrás de una destrucción de pruebas.
Eché en falta terriblemente a Amy Blount. Habría podido ponerla a rastrear a los del equipo de demolición, a seguir la pista de la propiedad de las empresas. Me pregunté si podría encargarle el trabajo a mi prima, ver cómo se desenvolvía en una indagación rutinaria de los registros de licencias. Si Petra no averiguaba nada, mi situación no sería peor que antes.
Intenté llamarla al móvil. Estaba en la oficina de la campaña y nos interrumpió varias veces gente que se acercaba a consultarle algo. Y, en cada ocasión, ella anunciaba que estaba al teléfono con «mi prima, la que se quemó en ese incendio de la semana pasada, ¿sabes? Así que estaré contigo dentro de un momentito, pero ahora necesita que la ayude».
Cuando, por fin, conseguí toda su atención, se mostró entusiasmada y me ametralló a preguntas. Le di la dirección de un par de páginas web a las que estoy suscrita y le dije que le mandaría por correo las contraseñas para que no tuviera que anotarlas en mitad de la conversación.
– Si la empresa no aparece en la base de datos, tendrás que ir al edificio del Gobierno de Illinois a mirar en los archivos.
– Pero, ¿y si sacaron la licencia en otro estado? ¿No suelen hacerlo en Delaware?
– Si la empresa tiene tamaño suficiente para ir a sacarse la licencia a Delaware, deberías encontrarla en la red, pero es una buena ocurrencia. Si la encuentras, primita, no intentes seguir la pista tú sola, por favor. La gente de la construcción tiene malas pulgas y buenos mazos.
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