Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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De repente, me sentí muy cansada y fui a echarme un rato en la cama plegable de la habitación de atrás. Había olvidado responder a la llamada de Yeoman. La había recibido después de ver a la señorita Claudia en Lionsgate Manor, ahora me acordaba. El asesinato de la hermana Frances, mis propias lesiones, la invasión de mi apartamento: todo aquello había hecho que me olvidase por completo de Della Gadsden y su hermana. Permanecí allí acostada cerca de una hora. Finalmente, volví a levantarme y llamé a Greg Yeoman para confirmar que me desplazaría a Stateville el día siguiente.

Pensar en la hermana Frances me hizo recordar que quería saber más sobre la empresa encargada de la reforma del apartamento de la monja. Pensaba que Petra se ocuparía de buscar la información, pero ahora resultaba que no podía. Y, a decir verdad, tampoco era tanto trabajo.

La hermana Carolyn me había dado el nombre: Derribos Pequeño Gran Hombre y Construcciones Rebound. Las dos empresas eran propiedad de un hombre llamado Ernie Rodenko, con dirección en 300 West Roscoe. Parecía tratarse de una compañía mediana, con una facturación de unos diez millones anuales y especializada en rehabilitaciones tras incendios e inundaciones. La dirección la situaba en el cruce de Roscoe con Lake Shore Drive, que no era zona de comercios, por lo que el hombre debía de tener la oficina en su casa. Lo cual significaba que podía acercarme a visitarlo a última hora, cuando pudiera salir sin las pomadas, el sombrero y toda la parafernalia.

Anoté la dirección en la PDA y continué repasando mis mensajes. A primera hora de la tarde, una cita me llevó a un edificio en el este del Loop, al otro lado de la plaza en la que se alzaba el rascacielos donde tenía su sede central la campaña «Krumas por Illinois». Después de la reunión, me pregunté si debía pasar a ver a Petra, por si tenía algo que decirme cara a cara que no hubiera podido contarme por teléfono.

Desde luego, era posible que se hubiera llevado una bronca por recibir demasiadas llamadas personales. A su anterior jefe quizá no le importaba mucho la disciplina en el trabajo, pero ahora estaba a las órdenes de Les Strangwell y, por lo que sabía de él, sus empleados le pertenecían en cuerpo y alma. Una no perdía el tiempo en los proyectos de su prima cuando tenía que llevar a Brian Krumas al Senado. Decidí dejar en paz a Petra, por si su jefe la estaba vigilando de cerca.

Antes de volver a salir a la calurosa tarde estival, entré en la cafetería del vestíbulo del edificio de mi cliente a tomar un café con hielo. Mientras esperaba a que me sirvieran, dirigí una mirada ociosa en torno a mí y distinguí una cara conocida en una de las mesas agrupadas en el rincón de la cafetería. El cabello oscuro y escaso, peinado enérgicamente hacia atrás, y el rostro sonrojado y mofletudo: sí, lo había visto. Hacía dos semanas, en el lago Catherine.

¿Qué habría traído a Larry Alito al centro de Chicago un caluroso día de julio y a una cafetería, en lugar de a una cervecería? Me disponía a escabullirme en las sombras cuando me di cuenta de que el sombrero enorme, las gafas oscuras y los guantes resultaban un disfraz bastante bueno. Recogí el café y fui a sentarme en uno de los taburetes de la ventana, cerca de la mesa de Alito.

El hombre con el que hablaba tenía el aspecto habitual de un directivo medio de mediana edad. Algo tripudo, tenía un cabello rubio y fino que ya dejaba al descubierto la mitad del cráneo y que, sensatamente, llevaba muy corto en vez de intentar disimular la calva, cruzándoselo como un puente encima de la cabeza. Con la nariz respingona y la boca menuda, tenía la expresión de un bebé perpetuamente sorprendido. Sólo sus ojillos grises, fríos y astutos, dejaban claro que era él, y no Alito, quien llevaba la iniciativa en la conversación.

No oía nada de lo que decían porque la cafetería tenía ambiente musical con unos bajos potentes y resonantes. Los dos hombres repasaban unos papeles que habían sacado de un sobre y el que llevaba la voz cantante los golpeaba con el pulgar. No estaba contento con el trabajo que le presentaba Alito. Saqué el móvil y tomé una foto rápida de los dos mientras fingía que escribía un mensaje. Cuando se levantaron, esperé hasta que casi llegaron al vestíbulo principal antes de seguirlos.

Ya en el vestíbulo, se separaron sin dirigirse la palabra ni mirarse. El otro hombre se encaminó a la salida mientras Alito estudiaba la puerta de una agencia de FedEx contigua a la cafetería. Hinqué una rodilla para ajustarme los calcetines. Alito quizás hubiera sido un mal policía, pero había pasado tres décadas estudiando carteles de gente en busca y captura y podía reconocerme a pesar del disfraz. Arrodillada donde estaba, miré hacia la plaza y vi que el otro hombre se encaminaba al edificio donde tenía sus oficinas la campaña de Krumas.

Sonó el teléfono de Alito. Me incorporé y me desplacé a su espalda hasta un quiosco, donde compré un paquete de chicles. «Sí», le oí decir. «Ya me lo ha dicho Les y sé lo que quiere. ¿Me tomas por retrasado mental, que tienes que comprobar dos veces cada cosa que hago? […] ¡Oh, lo mismo digo, capullo!»

Cerró el móvil con un gesto de rabia y salió por la puerta giratoria, rojo de ira. Se lo había dicho «Les», ¿no era eso? El tipo del cabello rubio y los ojos fríos: ése era Les Strangwell.

Salí con el café a la plaza y me senté a la sombra. ¿Qué relación podía haber entre Strangwell y Alito? Por supuesto, es muy habitual que los ex policías hagan trabajos para otros, pero, ¿qué clase de trabajo de seguridad podía encargarle la campaña electoral de Krumas? ¡George Dornick! Dornick aconsejaba a Brian en asuntos de terrorismo y seguridad nacional. Era ex compañero de Alito. Tal vez le estaba arrojando unas migajas al colega.

Pero, ¿qué migajas? Pensé en mi piso. Allí había entrado alguien que sabía forzar cerraduras muy limpiamente. Un policía tendría acceso a toda clase de herramientas. Y George Dornick, con sus especiales servicios de seguridad, tenía acceso a más aún. Pero, ¿qué podía tener yo que pudiera querer Dornick, y mucho menos Les Strangwell? ¿La foto del equipo de softball de mi padre? Alito salía en ella, igual que Dornick, Bobby Mallory y un montón de tipos más.

Alito estaba orgulloso de haber servido en la policía. Aquello lo definía. No se me alcanzaba ningún motivo por el que pudiera querer la foto, si no era por pura inquina hacia mí. Pero tampoco había ningún motivo para que me la tuviera.

Me faltaban datos para elaborar una historia con pies y cabeza. Dejé de intentarlo y tomé el metro de regreso al despacho. Elton Grainger estaba en la entrada, hojeando una revista. Al principio, no me reconoció, pero cuando se enteró de que había estado en un incendio, fue todo solicitud.

– ¿Y una monja murió, dice? Oh, Vic, no tengo tele, no veo las noticias. Es terrible lo que cuenta. No me extraña que no la viera por aquí. ¿Cómo está esa encantadora prima suya?

– Encantadora, como siempre. -Intenté no rechinar los dientes-. ¿Ha venido alguien buscándome mientras no he estado?

– No estaba pendiente. Pero pondré un libro de visitas. Todo el que llame a la puerta, tendrá que inscribirse.

Parodió a un portero de hotel y tuve que reírme. Naturalmente, era ridículo pensar que el indigente prestaría atención a alguien que vigilase el despacho. Marqué la clave en la cerradura de la puerta y entré, sin apartar la mano de la empuñadura de la pistola, todavía en su funda.

Ya dentro, registré la oficina, desde el sofá cama hasta el cuarto de baño que compartía con mi coinquilina escultora, pero no había nadie. Respondí algunos correos, pero mi resistencia había llegado al límite y me marché a casa.

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