Volví al piso de Petra por la escalera de incendios. Tenía que hacer algo respecto a la puerta rota. Cuando abandonaba el edificio por la entrada principal, vi el nombre del administrador de la finca en una placa. Telefoneé para informar del desperfecto y, a continuación, hice una llamada a Bobby Mallory para decirle que alguien había entrado en el apartamento de Petra.
– Ese «alguien» no serías tú, ¿verdad, Vicki?
– Rompieron la puerta trasera para entrar. He estado allí hace un momento para ver qué podía faltar en el piso y me pregunto si le robarían el ordenador. O si tal vez la obligaron a punta de pistola a franquearles la entrada en mi oficina.
Bobby me interrogó sobre lo que se proponían hacer mis tíos. Cuando le dije que tenían una reunión con el FBI por la mañana, se mostró escéptico. El Buró, dijo, estaba demasiado ocupado en la vigilancia antiterrorista. Bobby no creía que pudieran encontrara Petra aunque la hubiesen secuestrado.
Sus comentarios no hicieron sino incrementar mi propio nivel de terror. Deseé saber si mi siguiente paso era o no una pérdida de tiempo. El miedo te paraliza, te dificulta actuar de manera creativa.
Había recorrido ya tres manzanas al volante cuando me di cuenta de que me seguían. Después de la bomba de humo, de los asaltos a mi casa y al despacho y de la desaparición de Petra, debía tomar triples precauciones y asegurarme de que nadie había puesto micrófonos o bombas en el coche antes de montar en él o, antes de entrar en algún sitio, dar un par de vueltas a la manzana para asegurarme de que no me seguían. Y fue ese sexto sentido que había desarrollado a lo largo de los años de profesión el que me hizo reparar en que el mensajero de la bicicleta, el mismo que venía pedaleando detrás de mí cuando iba de camino a casa de Petra, volvía a estar en mi retrovisor.
La bicicleta era una magnífica manera de seguir a alguien en la ciudad, pues podía reaccionar más deprisa que un coche a cualquier maniobra que yo hiciera. Por supuesto, no podía seguirme en una vía rápida como Lake Shore Drive, pero cualquiera que tuviese la astucia de emplear un mensajero para hacer un seguimiento debía de contar con un par de coches de apoyo.
Fingí que no me había dado cuenta y me incorporé a la autovía. No me molesté en comprobar si me seguían entre el tráfico. Si querían que los descubriera, se dejarían ver. Si no, la mejor estrategia que podía adoptar era no intentar esquivarlos ahora.
Tomé la primera salida del centro y me detuve en el segundo hotel que encontré. Dejé el coche al chico de la puerta, después de explicarle que acudía a una reunión y que no me alojaba en el hotel, y entré.
Los hoteles y rascacielos del lado este del Loop están conectados por una red de pasillos subterráneos. Bajé las escaleras mecánicas del vestíbulo, me escabullí detrás de una columna y me arrodillé. No vi bajar a nadie detrás de mí, pero aun así me quité el sombrero a lo Escarlata O'Hara, que me hacía tan fácil de seguir, y lo dejé en una gran maceta, detrás de una palmera.
Esperé hasta que bajó un grupo de mujeres, charlando y riendo, y cuando estuvo a mi altura me sumé a ellas de modo que parecíamos caminar por el pasillo todas juntas. Las mujeres se dispersaron por una de las zonas subterráneas de locales de comida para llevar.
Me colé rápidamente en una tienda de regalos contigua y compré una gorra de los Cubs. Dediqué un buen rato a subir y bajar escaleras mecánicas, me detuve a tomar un yogur helado y en ningún momento vi el mismo rostro dos veces. Compré una sudadera roja con la leyenda chicago en otra tienda de regalos y me la puse por encima de la chaqueta de lino. Aunque el peso de la prenda bajo el calor del día me hizo sentir como si estuviera enfundada en un burka, con ella no era reconocible al instante.
Todavía en la red de subterráneos, me encaminé finalmente a mi destino original: la estación Illinois Central. Faltaban veinte minutos para el siguiente tren al South Side. Saqué un billete y esperé cerca de la puerta que conducía a las vías. Cuando se anunció mi tren, esperé hasta el último momento antes de cruzar la barrera y tomar la escalera. Me pareció que no me seguía nadie, pero nunca se sabe.
El lento trayecto al South Side fue como un viaje hacia atrás en el tiempo a través de mi vida. Era el trayecto que había hecho tantísimas veces con mi madre cuando era niña, pasando por delante de la Universidad de Chicago, donde mi madre quería que estudiase. «Lo mejor, Victoria. Tú debes tener lo mejor», decía cuando el tren se detenía allí y los estudiantes se apeaban.
La calle Noventa y uno. Final de la línea. El anuncio del revisor me provocó cierta desolación. Aquí termina la vida, pensé. Recorrí a pie las cuatro manzanas desde la estación hasta mi antigua casa.
Por lo menos, aquella mañana no estaban visibles el nieto de la señora Andarra y sus amigos, aunque pasé junto a un par de hombres con aspecto de indigentes que bebían de una botella envuelta en una bolsa de papel marrón, sentados en el bordillo de la acera. En alguna parte, por el estéreo de un coche sonaba un contrabajo tan potente que el aire vibraba con sus notas.
Cuando llegué ante mi vieja casa, observé los tablones que tapaban la ventana por la que habían arrojado la bomba de humo. Los prismas de la parte superior también estaban hechos añicos. Me fijé, entonces, en el farolillo de cristal decorativo que colgaba sobre la puerta principal y que todavía estaba intacto.
Llamé al timbre. Al cabo de unos minutos, cuando ya pensaba que la mujer había salido, la señora Andarra abrió la puerta lo que permitía la robusta cadena de seguridad.
– Esta ventana -farfullé en mi mal español, señalando el farolillo-. Mi madre amó esta ventana también.
Mi declaración no hizo sonreír a la mujer, pero al menos evitó que me cerrara la puerta en las narices. Recurriendo a mis cuatro palabras de español, mezcladas con inglés y algo de italiano, intenté explicar que era detective y que tenía unas fotografías que quería enseñarle. ¿Sería tan amable de echarles una mirada y decirme si alguna de las personas que aparecían en ellas había estado en su casa cuando habían arrojado la bomba por la ventana?
Mientras yo hablaba, no dejó de observarme por la rendija de la puerta, con una expresión ceñuda en el rostro de color nuez. Cuando terminé mis explicaciones, la señora Andarra aceptó la carpeta que le ofrecía. Como ya me temía, señaló a Petra sin el menor titubeo.
– ¿Es su hija? -preguntó.
Estaba harta de que todo el mundo pensara que Petra era hija mía, por lo que expliqué lacónicamente nuestro parentesco.
– Mi prima. ¿Y los hombres?
Me pareció que prestaba especial atención a la foto de Alito con Strangwell, pero no tenía modo de estar segura. Finalmente, la mujer movió la cabeza y dijo que no conocía a ninguno de ellos, ni los había visto. Regresé andando a la estación a esperar que el siguiente tren en dirección norte me devolviera a la civilización, o lo que fuese.
34 Los chicos de la habitación del fondo
Desde el tren, llamé a la comisaría del Distrito Cuarto para hablar con Conrad Rawlings. Por supuesto, debería haber ido a verlo antes de visitar a la señora Andarra, pero me había parecido que no podía perder el tiempo pidiendo el permiso de la policía para hablar con gente de la órbita de mi prima.
Conrad, como era de esperar, estaba molesto. Sin embargo, había visto las noticias sobre Petra y estaba más interesado en averiguar por qué se encontraba ella en la escena de un crimen cometido en su jurisdicción, que en recriminarme a mí que no lo hubiera llamado antes.
– ¿Deseas darnos el nombre de alguien más a quien se pueda situar en la escena del crimen? Ya sabes que los policías no podemos obligar a responder. Las leyes nos impiden obtener respuestas a preguntas que podrían ayudar a resolver delitos. Pero si te apetece contarnos algo…
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