Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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– Tú y el fuego… -repitió-. No sé si te sigue a donde vas, o si lo traes contigo. -Esperó un rato pero, al ver que seguía sin responder, añadió-: Estuviste en el South Side el sábado pasado.

Sumida en el trauma y el drama de los últimos días, me había olvidado de que había llevado a mi prima a dar una vuelta por el South Side.

– Es un detalle que hayas venido hasta aquí a decírmelo.

Él sonrió brevemente, sin asomo de cordialidad.

– Te detuviste en una casa de la Noventa y dos y Houston. Querías entrar.

Lo miré a través de las grandes gafas de plástico.

– ¿Fuiste ahí por algún motivo concreto?

– Estoy harta de policías y federales que me piden que justifique cada paso que doy. ¿Estamos en América o en Irán? ¿O ya da lo mismo la una que el otro?

– Hubo un incendio allí, el domingo por la noche. Cuando llegamos, la dueña, una tal señora Andarra, nos contó que habían estado allí dos mujeres, que decían haber crecido en la casa y querían echar una ojeada. La señora tuvo miedo de que fueran de una banda rival de la de su nieto y no las dejó entrar, y se temía que hubieran causado el incendio como represalia.

– Sí, claro, suena muy propio de mí, incendiar la casa de una vieja con mi pandilla.

Conrad se inclinó hacia delante y apuntó:

– Tú me enseñaste esa casa una vez: el lugar en el que creciste, el árbol de tu madre y todo eso.

Era verdad. En primavera, antes de marcharme a Italia, había hecho de entrenadora del equipo de baloncesto de mi antiguo instituto y Conrad y yo habíamos tomado una copa juntos en alguna ocasión, después del partido. Una noche, en un arrebato de nostalgia, le había enseñado mi casa y también el lugar del espigón donde Boom-Boom y yo saltábamos al lago Calumet, además de otros rincones favoritos de mi infancia.

Me incorporé hasta quedar sentada y le conté:

– Tengo una prima, una chica joven que pasa el verano en Chicago. Quería que hiciéramos una visita turística de los lugares históricos de la familia Warshawski. Si vas a Back of the Yards o al parque Gage, descubrirás que también hemos estado ahí. Si esos dos lugares han sufrido incendios también, empezaré a interesarme seriamente en tus preguntas. ¿Resultó herido alguien en el de la calle Houston?

– No. La mujer, su hija y sus nietos consiguieron salir. Y no sólo eso, en un raro episodio de colaboración cívica, los bomberos llegaron antes de que las cosas se escaparan de las manos. En cualquier caso, el fuego no llegó a ser serio, de modo que el edificio está bien.

– Menos mal -Volví a tenderme en la cama.

– ¿No vas a preguntarme cómo se inició?

– ¿Un cortocircuito? ¿Geraldo se fumó un porro en la cama?

– Con una bomba de humo. Alguien rompió una ventana y la arrojó al salón mientras cenaban. Todos salieron por la puerta de atrás y un par de rateros entró por la ventana rota y se sirvió mientras la familia esperaba a que llegaran los bomberos.

– Basura -asentí-. Lamento mucho enterarme de todo esto, desde luego. Sobre todo, si la ventana que rompieron es una de las que tienen los prismas en la parte superior. Esos prismas son lo que hizo pensar a mi madre que soportaría vivir en el South Side.

– ¿Y tú no sabes nada de eso?

Sabía que estaba furiosa, pero me sentía tan cansada y aletargada de los restos de morfina que aún quedaban en mi cuerpo, que no era capaz de sentir la cólera.

– Estoy cansada, Conrad. Y me duele todo. Hace unas pocas noches, tuve en mis brazos a una mujer que se quemaba y no pude salvarle la vida. No me hagas jugar a los acertijos. Y no me acuses de cosas que, sencillamente, sabes que soy incapaz de hacer. Una insinuación más al respecto, una palabra sobre que podría estar involucrada en un ataque a la gente que vive en la casa donde pasé la infancia, y no volveré a dirigirte la palabra nunca más. Aunque quieras regalarme entradas para las Series Mundiales, tendrás que hacérmelas llegar a través de mi abogado.

Conrad respiró hondo.

– La mujer dice que te vio. Dice que rodeó la casa para esperar a los bomberos delante de la fachada y que te vio al otro lado de la calle, observándolo todo.

– ¡Oh, por favor! -exclamé, torciendo el gesto-. Estaba oscuro, ¿verdad? Y ella me había visto un instante a través de una puerta entreabierta un par de dedos, con la cadena echada. Vio a otra persona y se confunde. O sabe quién lo hizo en realidad y le tiene tanto miedo que prefiere señalar a una desconocida.

Conrad se puso en pie y me miró.

– Te creo, Vic. Lo digo de veras. Soy la única persona del Distrito Cuarto que sabe que creciste en esa casa y así seguirá siendo. Por ahora. Pero me gustaría hacerte pasar una rueda de reconocimiento con la señora Andarra… por mi propia tranquilidad, más que nada.

29 Todos esos amigables agentes del gobierno

Los días siguientes fueron un periodo de frustrante inacción mientras se me curaban los ojos lo suficiente para ponerme a trabajar. Lotty me llevó a su casa y allí continué recuperando las fuerzas, utilizando el gimnasio del sótano de la vivienda y haciendo llamadas durante el día, mientras ella estaba en su consulta o en el hospital.

Mi primer día en la casa, el señor Contreras vino por la mañana, antes de que Lotty se marchara al trabajo. Trajo una maleta pequeña con ropa, que había hecho Petra; a él le habría dado vergüenza revolver en mi cajón de la lencería. También trajo a los perros, lo cual molestó a Lotty porque la casa estaba llena de mesas de cristal y obras de arte dignas de un museo, entre ellas una estatuilla de Andrómaca rescatada de las ruinas de la colección de piezas de sus abuelos. La energía exuberante de Mitch la puso tan tensa que concluyó la visita rápidamente, con el argumento de que yo no tenía aguante para más.

– ¿Yo? ¡Querrás decir tú! -repliqué. De todos modos, me llevé a los perros al pasillo de detrás de la cocina, donde esperamos el ascensor de servicio. La Chiquita quiere venir -dijo el señor Contreras-. Le he dicho que estaba seguro de que querrías verla.

– Desde luego. Cuanto antes, mejor. ¿Podrá usted acercarse a mi piso a recoger el cargador del móvil para que ella me lo traiga? -No podía abusar del teléfono de Lotty, pero necesitaba empezar a conectarme con el mundo de los vivos-. Y aquí tiene las llaves de mi coche. Por favor, haga que le lleve a Kedzie a recogerlo antes de que me pongan cien multas por exceso de tiempo de aparcamiento.

No me creí capaz de volver a utilizar mi viejo bolso. Al meter la mano para buscar las llaves, la había sacado cubierta de ceniza. Si la hermana Carolyn había sabido que era detective privada, era sólo porque el documento que estaba encima de todo cuando había abierto la cartera era mi licencia. Las tarjetas de crédito que tenía debajo se habían fundido con el carné de conducir. Llamé a las compañías de las tarjetas para que me las repusieran, pero para una nueva licencia de investigadora privada tendría que ir en persona a la oficina de la Secretaría de Estado.

Cuando el señor Contreras se hubo ido, Lotty se marchó a su consulta de Damen. Resistí el impulso de volver a acostarme y, en lugar de ello, llamé a la hermana Carolyn. Quería saber si había encontrado más fragmentos de botella en el apartamento de la hermana Frankie.

– Apenas se había marchado usted, llegó la policía. Querían saber quién había roto el precinto de la puerta. Les dije que debía de haber sido el intruso que perseguimos por la escalera. Pusieron un candado en la puerta, así que no podemos entrar.

– Una cizalla… -murmuré sin proponérmelo, al tiempo que flexionaba los dedos debajo de las gasas, como si estuviera empleando la herramienta con el candado.

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