– Ambos eran del grupo O. Hace dieciséis años, las pruebas de identificación de la sangre no eran tan precisas como las de hoy día. A Painter eso le favorecía. Pero no le sirvió de mucho.
El clérigo se cruzó de piernas y se recostó sobre el respaldo de su asiento. Wexford se percató de que estaba intentando disimular su nerviosismo, sin mucho éxito.
– Creo que fue usted quien le interrogó después de que se descubriera el crimen.
– Nosotros llegamos a la casa de la cochera a las ocho menos cuarto. Painter había salido. Le pregunté a la señora Painter dónde estaba su marido y me respondió que había vuelto de la casa grande alrededor de las seis y media, se había lavado las manos, y había vuelto a salir enseguida. Le habría dicho que iba a Stowerton a ver a su amigo. Apenas llevábamos allí diez minutos cuando Painter regresó. Su explicación no convenció a nadie, había demasiada sangre en la casa para tratarse de un simple corte en un dedo. Bueno, ya conoce el resto. Está en la transcripción. Le detuve por asesinato, allí mismo.
El documento temblaba ligeramente en la mano de Archery. Le costaba mantener el pulso. Finalmente, el pastor dijo en voz baja arrastrando las palabras:
– Painter declaró que no fue a Stowerton. «Esperé en la parada que hay en el cruce, pero el autobús no vino. Vi subir unos coches por el camino y me pregunté qué había ocurrido. Estaba un poco mareado porque el dedo no paraba de sangrar y regresé a casa. Pensé que quizá mi mujer sabría qué estaba pasando.» -Archery hizo una pausa y luego añadió con una especie de deseo implorante-: A mí no me parece la declaración de un retrasado mental, tal y como lo pinta usted.
Con la paciencia que habría empleado con un adolescente precoz, Wexford le contestó:
– Las declaraciones se editan, señor Archery. Las resumen y les dan coherencia. Créame. Usted no estuvo en el juicio, como yo. En cuanto a la veracidad de esa declaración, yo iba en uno de esos coches patrulla, con los ojos bien abiertos. Adelantamos al autobús de Stowerton y giramos a la izquierda para coger el camino. No había nadie esperando en la parada.
– Imagino que usted supone que, mientras decía estar en la parada del autobús, había ido en realidad a esconder la ropa.
– ¡Por supuesto que estaba escondiendo la ropa! Cuando trabajaba siempre llevaba un impermeable. En las declaraciones verá que tanto la señora Crilling como Alice corroboran este dato. A veces lo colgaba en la cochera y otras en un gancho que había detrás de la puerta trasera de Victor’s Piece. Según Painter, él lo llevaba puesto aquella noche y luego lo dejó en el gancho de la puerta trasera, pero no pudimos encontrarlo. Tanto Alice como Roger Primero afirmaron que lo habían visto colgado en la puerta trasera esa misma tarde, pero la señora Crilling juró que ya no estaba allí cuando fue con Elizabeth, a las siete.
– Finalmente, ustedes lo encontraron enrollado debajo de un seto, al otro lado de unos prados, más allá de la parada de autobús.
– El impermeable y un jersey -replicó Wexford-, y unos guantes de goma. Todo empapado de sangre.
– Pero cualquiera pudo haberse llevado el impermeable y ustedes no consiguieron identificar el jersey.
– Alice Flower declaró que se parecía a uno que Painter llevaba de vez en cuando.
Archery suspiró profundamente. Durante un rato no había dejado de bombardear a Wexford con preguntas y apreciaciones, pero de pronto se sumió en el silencio. En su rostro se leía algo más que indecisión. Wexford esperó. Por fin había llegado a ese punto en que iba a ser necesario revelar ese «interés personal». Archery se debatía en una lucha interna y, en tono afectado, preguntó:
– ¿Qué hay de la esposa de Painter?
– No se puede obligar a una esposa a que declare en contra de su marido. Como usted sabe, ella no estuvo presente en el juicio. Se fue con su hija a otro lugar y, unos años más tarde, oí que había vuelto a casarse.
Wexford miró fijamente a Archery, arqueando las cejas. Sus palabras hicieron decidirse al clérigo. Un rubor apenas visible cubría sus mejillas bronceadas. Sus ojos castaños brillaban, cuando nervioso de nuevo se inclinó hacia el inspector.
– Y la niña…
– ¿La niña? Ella estaba durmiendo en su cuna cuando registramos el dormitorio de los Painter, y ésa fue la única vez que la vi.
Con la voz quebrada, Archery dijo:
– Ahora tiene veintiún años y es una joven muy hermosa.
– No me sorprende. Painter no era feo, dentro de su estilo, y la señora Painter era atractiva. -Wexford se detuvo. «Archery era clérigo. ¿Podía ser que la hija de Painter hubiese seguido los pasos de su padre y, a causa de sus transgresiones, estar ahora bajo su tutela? A lo mejor Archery acostumbraba a visitar la cárcel. Tenía toda la pinta», pensó Wexford con desagrado. El inspector sintió la cólera crecer en su interior al aventurar la posibilidad de que toda esta discusión hubiera sido urdida sólo porque Archery deseaba ayuda para encontrar el abordaje psicológico más adecuado para una ladrona o una confidente convicta-. ¿Qué interés tiene usted en ella? -dijo Wexford bruscamente. ¡Griswold podía irse al infierno!-. A ver, señor, sería mejor que me lo contase de una vez.
– Tengo un hijo, inspector, es hijo único. También tiene veintiún años…
– ¿Y bien?
Era evidente que al clérigo le resultaba difícil encontrar las palabras adecuadas. Archery vaciló y retorció sus largas manos. Finalmente, sin excesiva confianza y en voz baja, dijo:
– Quiere casarse con la señorita Painter. -El pastor observó el sobresalto de Wexford y, sin dejar de mirarle, añadió-: O la señorita Kershaw, que es su apellido legal, ahora.
El inspector jefe sintió que perdía pie. Estaba perplejo, cosa poco frecuente en él, y visiblemente conmovido. Pero ya había mostrado la suficiente sorpresa que le permitía su diplomacia y dijo con serenidad:
– Me tiene que perdonar, señor Archery, pero no entiendo cómo su hijo, el hijo de un clérigo de la Iglesia anglicana, llegó a conocer a una chica de la posición de la señorita Painter, es decir, de la señorita Kershaw.
– Se conocieron en Oxford -respondió Archery con naturalidad.
– ¿En la universidad?
– Así es. La señorita Kershaw es una joven muy inteligente. -Archery esbozó una tímida sonrisa-. Está haciendo una tesis sobre los grandes contemporáneos. Creo que será la número uno de su promoción.
Si alguien conoce alguna causa o
impedimento para que estas dos
personas se unan en santo
matrimonio, que hable ahora o calle
para siempre.
Las amonestaciones del matrimonio
Si le hubiesen pedido que predijera el futuro de una persona como Theresa Painter ¿qué hubiera vaticinado? «Los niños como ella -meditó Wexford, mientras se recuperaba del segundo sobresalto- empezaban la vida marcados con un estigma, con una mancha en su nombre». El progenitor superviviente, los familiares bienintencionados y los crueles compañeros de clase a menudo empeoraban las cosas. Hasta aquel día apenas había pensado en el destino de aquella niña. Al pensar en ello entonces, supuso que la hubiera considerado afortunada si se hubiese convertido en una anónima obrera, quizá con alguna condena por haber cometido un par de hurtos.
En cambio, Theresa Painter había llegado a ser, aparentemente, una persona afortunada, bendecida con los mejores dones del mundo civilizado: bella, inteligente, con estudios superiores, relacionada con gente como el vicario, y comprometida con el hijo del mismo.
Wexford intentó recordar el primero de sus tres encuentros con la señora Painter. Había ocurrido aquel domingo de septiembre, a las ocho menos cuarto de la tarde. Él y el sargento que le acompañaba habían llamado a la puerta, al pie de las escaleras de la cochera, y la señora Painter había bajado para abrirles. Sin importar los dictados de la moda de la época en Londres, las jóvenes de Kingsmarkham llevaban el cabello recogido en un montón de apretados rizos, que caían luego hasta los hombros, al estilo de los años cuarenta. La señora Painter no era una excepción. Era rubia, llevaba la cara empolvada y los labios discretamente pintados de rojo. En 1950, las respetables matronas provincianas no se pintaban los ojos y la señora Painter era ante todo una mujer respetable. Aparte de eso, no se podía decir gran cosa. En su piel, fina y seca, empezaban a adivinarse unas incipientes arrugas, pequeños surcos producidos por su habitual costumbre de fruncir los labios en ademán pudibundo, al tiempo que avanzaba la barbilla con un mohín altanero.
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