Ruth Rendell - Falsa Identidad

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Un pastor anglicano se pone en contacto con el detective Wexford para investigar un caso resuelto quince años atrás. Arthur Painter, chofer y jardinero de una acaudalada dama, asesinó a su anciana patrona por dinero. Aunque el sacerdote actúa por motivos personales muy lícitos, el inspector jefe no está dispuesto a dar su brazo a torcer y ratifica que condenó al auténtico responsable del homicidio. Pero a medida que el tenaz religioso comunique al policía nuevas pesquisas y hable con distintos testigos, se irá desvelando una oscura trama de intereses económicos que apunta a uno de los miembros de la familia de la víctima como principal beneficiario de su muerte. Al final, Wexford no podrá continuar haciendo oídos sordos a las dudas que se ciernen sobre su primer caso criminal…

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El muchacho se secó las manos en los vaqueros y saludó:

– ¡Hola!

Un hombre menudo y arrugado había descendido por las escaleras del porche. El aire, caldeado y brillante, los separaba como una barrera de cristal. Archery intentó disimular su decepción. ¿Qué esperaba? Desde luego, no alguien tan insignificante, con un aspecto tan desmañado, flaco y arrugado como una pasa, vestido con pantalones y camisa de franela. Entonces Kershaw sonrió y de pronto su rostro rejuveneció varios años; tenía unos chispeantes ojos azules y unos dientes irregulares, blanquísimos.

– Encantado de conocerle.

– Buenas tardes, señor Archery. El placer es mío. En realidad, he estado sentado al lado de la ventana esperándole.

En presencia de aquel hombre era imposible no sentir esperanza, casi alegría. Enseguida, Archery detectó en él una cualidad poco común que quizá sólo había encontrado media docena de veces en su vida. Estaba ante un hombre que ponía interés en todo lo que ocurría, pletórico de energía y entusiasmo. En un día de invierno sería capaz de calentar el aire. Ese día, con aquel calor, su vitalidad resultaba abrumadora.

– Pase, por favor, y le presentaré a mi esposa.

– Su voz era como una brisa cálida, una voz con acento cockney [2]que evocaba el pescado con patatas fritas, las anguilas con puré de patatas y las tabernas del este de Londres. Mientras era conducido por el vestíbulo, revestido con paneles de madera, Archery se preguntó cuántos años tendría Kershaw. Quizá algo más de cuarenta y cuatro. Su vitalidad y la falta de sueño, porque dormir era una pérdida de tiempo, podían haber contribuido a envejecerle prematuramente-. Estamos en el salón -dijo, abriendo una puerta de cristal esmerilado-. Eso es lo que más me gusta en un día como éste. Cuando llego a casa del trabajo, suelo sentarme al lado de las cristaleras durante diez minutos a contemplar el jardín. Me hace sentir que ha merecido la pena trabajar como un negro durante todo el invierno.

– ¿Sentarse a la sombra y contemplar el verdor?

– Después de decirlo, Archery se arrepintió de haber hecho ese comentario. No era su intención poner a aquel ingeniero en una posición incómoda.

Kershaw le lanzó una mirada. Luego sonrió, y dijo con naturalidad:

– La señorita Austen sabía muy bien lo que decía, ¿verdad? -Archery se sintió un poco avergonzado. Entró en la habitación y tendió la mano a la mujer que acababa de levantarse de un sillón.

– Mi esposa. Rene, quiero presentarte al señor Archery.

– ¿Qué tal está usted?

Irene Kershaw no dijo nada, pero le dio la mano, y le obsequió con una brillante sonrisa. En su rostro Archery pudo ver el rostro de Tess, cuando el tiempo lo hubiese madurado y endurecido. En su juventud la señora Kershaw había sido rubia, ahora su cabello, que había pasado por la peluquería ese mismo día, tal vez en su honor, estaba teñido de un castaño apagado y arreglado en artificiales mechones plumosos alrededor de la frente y las orejas.

– Siéntese, señor Archery -dijo Kershaw-. El té estará listo dentro de muy poco. Has puesto el agua, ¿verdad, Rene?

Archery se sentó en un sillón al lado de la ventana. El jardín de los Kershaw estaba lleno de pérgolas con rosales experimentales, y por todas partes había pequeños parterres de guijarros abarrotados de geranios. El pastor echó una mirada por la habitación, y tomó nota de la impecable pulcritud, a pesar de la gran cantidad de objetos que había en aquella sala. Los libros abundaban: Reader’s Digest, enciclopedias, diccionarios, volúmenes sobre astronomía, la pesca de altura y la historia europea. Había una pecera con peces tropicales encima de una mesa, en un rincón, y varias maquetas de aviones en la repisa de la chimenea; un montón de partituras se apilaban sobre el piano de cola, y encima de un caballete se veía un retrato, torpemente ejecutado y a medio acabar, de una muchacha. Era una habitación espaciosa, convencionalmente amueblada con moqueta Wilton y fundas de chintz, pero expresaba la personalidad del dueño de la casa.

– Hemos tenido el placer de conocer a su hijo Charlie -dijo Kershaw-. Un muchacho simpático y muy sencillo. Me gustó. -«¡Charlie!», Archery permanecía muy quieto, intentando no sentirse ofendido. Al fin y al cabo, no era la idoneidad de Charles lo que estaba en cuestión.

De pronto, Rene Kershaw dijo:

– Todos le apreciamos. -Tenía el mismo acento que Wexford-. Pero no sé cómo se las arreglarán, con los precios que tiene todo hoy en día, y Charles no tiene trabajo todavía… -Archery estaba asombrado. ¿Cómo podía preocuparse por esas trivialidades? Él empezó a buscar la manera de sacar a colación el tema que le había llevado a Purley-. ¿Dónde piensan vivir? -preguntó la señora Kershaw con tono remilgado-. Son casi unos niños. Es imprescindible que tengan casa propia, ¿no cree usted? Tendrán que pedir una hipoteca…

– Creo haber oído silbar la tetera. Rene -dijo su marido.

Ella se levantó y se estiró recatadamente la falda para cubrirse las rodillas. Era una sencilla falda plisada, azul y rosa, de una respetabilidad absoluta. Su atuendo se completaba con un jersey rosa de manga corta y un collar de perlas cultivadas. Si por este término se entiende cuidadas y bruñidas, eran las perlas más cultivadas que Archery había visto nunca, estaba seguro de que cada noche eran envueltas en tisú y guardadas en la oscuridad. La señora Kershaw olía a polvos de talco, de los que quedaba algún rastro en las arrugas de su cuello.

– No creo que sea todavía el momento de hablar de hipotecas -dijo Kershaw, después de que ella saliera de la habitación. Archery forzó una sonrisa-. Créame, señor Archery, sé que no ha venido aquí para tomar el té con sus futuros parientes políticos.

– Lo encuentro más penoso de lo que hubiera imaginado.

Kershaw se rió, y dijo:

– Me lo imagino. Yo no puedo decirle nada acerca del padre de Tess que no sea del dominio público, y que no haya aparecido ya en los periódicos.

– ¿Y su madre?

– Puede usted intentarlo. En situaciones como ésta, las mujeres suelen ver las cosas a través de una nube dorada. Ella nunca ha estado a favor de dar estudios a Tess. Lo único que mi mujer quiere es que la chica se case, y hará lo posible para que sus deseos se vean cumplidos.

– Y usted, ¿qué es lo que desea para ella?

– ¿Yo? Pues, que sea feliz. La felicidad no empieza necesariamente delante del altar. -De repente, Kershaw se mostró decidido y directo-. Hablando con franqueza, señor Archery, no creo que ella pueda ser feliz con un hombre que sospecha que tiene tendencias homicidas incluso antes de estar comprometidos.

– ¡Eso no es verdad! -Archery no esperaba que Kershaw se pusiese a la defensiva-. A los ojos de mi hijo, su hijastra es perfecta. Soy yo quien está haciendo indagaciones, señor Kershaw. Mi hijo lo sabe, quiere lo mejor para Tess, pero ni siquiera está enterado de que en estos momentos estoy aquí. Póngase en mi lugar…

– Ya lo hice. Tess sólo tenía seis años cuando me casé con su madre. -Miró hacia la puerta y luego se inclinó más hacia Archery-. ¿Cree usted que yo no la vigilaba, que no estaba atento a cualquier indicio de trastorno? Cuando nació mi propia hija, Tess estaba muy celosa. Sentía celos del bebé y, un día, la encontré inclinada sobre el cochecito de Jill y vi cómo le pegaba en la cabeza con un juguete. Por fortuna era un juguete de plástico.

– Pero, ¡santo cielo…! -Archery sintió como se tensaban los músculos de su rostro.

– ¿Qué podía hacer? Tenía que trabajar y dejar a los niños en casa. Tenía que confiar en mi esposa. Luego tuvimos un hijo -creo que usted ya lo conoce, estaba fuera lavando el coche- y Jill sentía el mismo rencor hacia él y lo demostraba con la misma violencia. El caso es que todos los niños se portan así.

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