– ¿Nunca volvió a ver… otras manifestaciones de esas tendencias?
– ¿Tendencias? La personalidad no es cuestión de herencia, señor Archery, es cosa del ambiente. Yo quería que Tess se criase en el mejor ambiente posible, y me atrevo a decir, con toda modestia, que lo he logrado.
El jardín reverberaba bajo el sol. Archery descubrió nuevos detalles que, al principio, no había percibido. Unas líneas de tiza cruzaban el césped, donde, sorteando los parterres de hierba, se había trazado una pista de tenis; había unas conejeras adosadas a la pared del garaje, y un viejo columpio. Encima del hogar, que estaba detrás de él, pudo ver dos invitaciones para una fiesta, apoyadas en unos objetos de decoración. También había una fotografía enmarcada de tres niños, vestidos con camisetas y vaqueros, tumbados encima de un almiar. Sí, no podía imaginarse un ambiente mejor para la huérfana de un asesino.
La puerta se abrió y una de las muchachas de la fotografía entró empujando un carrito de té. Archery estaba demasiado acalorado y preocupado para sentir hambre, pero observó con consternación que el carrito estaba repleto de pasteles caseros, fresas en platos de cristal, y magdalenas. La joven tendría unos catorce años. No era tan bella como Tess y vestía un arrugado uniforme escolar, pero su rostro tenía la misma vitalidad que el de su padre.
– Ésta es mi hija Jill.
La muchacha se dejó caer en un sillón, mostrando una buena parte de sus largas piernas.
– Siéntate bien, cielo -dijo la señora Kershaw bruscamente. Lanzó una mirada reprobadora a su hija y empezó a servir el té, sosteniendo la tetera con un gesto amanerado-. No se dan cuenta de que a los trece años ya son mujercitas, señor Archery. -El clérigo estaba azorado, pero a la muchacha parecía no importarle-. Tiene que probar un pastel. Los hizo Jill. -Él cogió un dulce de mala gana-. Verá, siempre les he dicho a mis hijas que todo lo que aprendan en el colegio está bien hasta cierto punto, pero el álgebra no les ayudará a preparar la comida del domingo. Tanto Tess como Jill saben cocinar, aunque sólo sean platos corrientes…
– ¡Mamá, por favor! Yo no tengo nada de corriente, y Tess mucho menos.
– Sabes lo que quiero decir, y deja de discutir todo lo que te digo. Cuando se casen, sus maridos no podrán avergonzarse de ellas cuando tengan invitados a comer.
– Éste es mi jefe, querida -dijo Jill impertinentemente-. Corta un trozo de él y ponlo sobre el asador, ¿lo harás?
Kershaw rió a carcajadas. Luego cogió a su mujer de la mano, y dijo:
– Deja en paz a mamá. -A Archery este exceso de jovialidad e intimidad familiar le estaba poniendo nervioso. Respondió con una tirante sonrisa consciente de que se vería forzada.
– Lo que realmente quiero decir, señor Archery -dijo la señora Kershaw con sinceridad-, es que si bien su hijo Charlie y mi hija Tess tendrán sus altibajos al principio, ella no ha sido educada para ser una esposa ociosa. Para Tess, una casa feliz es más importante que una vida lujosa.
– No lo dudo. -Archery miró sin esperanza a la muchacha repantigada, hundida en su sillón, devorando fresas con nata. Era ahora o nunca. Prosiguió-: Señora Kershaw, no dudo, ni por un momento, de la aptitud de Theresa para ser una buena esposa… -No, no eran las palabras adecuadas. De eso, sí dudaba. No supo qué decir-. Quería hablar con usted de… -¿Kershaw no le echaría un cable? Jill frunció el ceño y le miró fijamente con sus ojos grises. Desesperado, continuó-: Quisiera hablar con usted a solas.
Archery tuvo la impresión de que Irene Kershaw se encogía. Entonces, ella colocó su taza sobre la mesa, dejó cuidadosamente el cuchillo encima de su plato, posó las manos sobre su regazo y clavó la mirada en ellas. Eran unas manos sin atractivo, cortas y ajadas, en las que llevaba un sólo anillo, el de sus segundas nupcias.
– ¿No tienes que hacer tus deberes, Jill? -preguntó Kershaw en voz baja, al tiempo que se levantaba, limpiándose la boca.
– Los puedo hacer en el tren -contestó la muchacha.
– Archery empezó a sentir antipatía por Kershaw, pero al mismo tiempo no podía menos que admirarle.
– Jill -dijo Kershaw-, ya sabes lo que le ocurrió a Tess cuando era pequeña. Mamá tiene que discutirlo, a solas, con el señor Archery. Tenemos que dejarles porque, aunque es algo que nos concierne, no debemos entrometernos. Es algo que tienen que hablar ellos, ¿me entiendes?
– Vale -dijo Jill. Su padre la rodeó con el brazo y salieron juntos al jardín.
Le tocaba a él romper el hielo, pero tenía calor y se sentía incómodo. Al otro lado de la ventana, Jill había encontrado una raqueta y estaba practicando contra la pared del garaje. La señora Kershaw cogió su servilleta y se limpió delicadamente las comisuras de los labios. Alzó la vista, sus ojos se encontraron con los del clérigo y ella apartó la mirada. Archery sintió de repente como si no estuviesen solos, como si sus pensamientos concentrados en el pasado hubiesen levantado de su tumba una presencia de fuerza inusitada, que aguardaba detrás de sus sillas, posando una mano sangrienta sobre sus hombros, en espera de su veredicto.
– Tess me ha dicho que usted tiene algo que contarme -dijo Archery en voz baja-. Acerca de su primer marido. -Ahora, ella estaba jugando con su servilleta de papel comprimiéndola, hasta darle el aspecto de una pelota de golf-. Señora Kershaw, creo que debe decírmelo.
Ella dejó la servilleta arrugada en el plato vacío, se llevó una mano a las perlas, y dijo:
– Nunca hablo de él, señor Archery. Prefiero olvidar el pasado.
– Sé que tiene que ser doloroso para usted. Pero si pudiésemos discutirlo una vez y acabar con esto para siempre, le prometo que no mencionaré el tema jamás. -Se dio cuenta de que, por su forma de hablar, daba por sentado que iban a verse a menudo en el futuro, como si ya estuviesen emparentados. También hablaba como sí confiase plenamente en su palabra-. Hoy, he estado en Kingsmarkham y…
Ella se aferró a este comentario, y dijo:
– Supongo que habrán construido casas por todos lados y ya no será lo que era.
– No tanto -dijo, «¡Por el amor de Dios, que no se ponga a divagar!», pensó.
– Nací cerca de allí -prosiguió ella. Él intentó disimular un suspiro-. Mi pueblo era un lugar bonito y pacífico. Supongo que creía que iba a vivir y a morir allí. Nadie sabe lo que nos deparará el futuro, ¿verdad?
– Hábleme del padre de Tess.
Ella dejó de juguetear con las perlas y puso de nuevo las manos sobre su respetable regazo azul. Cuando volvió la cabeza hacia él, en su rostro se dibujaba una expresión de dignidad tan envarada y rígida que resultaba absurda. Su actitud parecía la de una alcaldesa presidiendo alguna reunión parroquial, preparándose antes de dirigirse a la asociación de mujeres. Parecía estar a punto de decir; «Señora presidenta, señoras…». En lugar de eso, dijo:
– Todo aquello pertenece al pasado, señor Archery. -En ese momento el clérigo se convenció de que todo sería inútil-. Entiendo su problema, pero no puedo volver a hablar de ello. Él no era ningún asesino, tendrá que creer en mi palabra. Era un buen hombre, incapaz de matar una mosca. -Archery pensó que era curioso como aquella mujer mezclaba viejas expresiones del pueblo con la jerga moderna. Él esperó y, de repente, explotó:
– Pero ¿cómo lo sabe usted? ¿Cómo puede saberlo? Señora Kershaw, ¿es qué usted vio u oyó algo…?
Ella se había llevado el collar de perlas a la boca y lo mordió con fuerza. El hilo se partió y las perlas se desparramaron en todas direcciones, rodando sobre su regazo, sobre el juego de té hasta el suelo. Soltó una irritada risita de disculpa.
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