Lisa Scottoline - Falsa identidad
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Lisa Scottoline
Falsa identidad
A J., recién encontrada,
y a Peter y Kiki, como siempre
PRIMERA PARTE
Médico: ¿Qué es la verdad?
Abogado: Todo lo que puedan demostrar dos testigos.
August Strindberg,
Noches de sonámbulo
1
Bennie Rosato tuvo un escalofrío al ver aquel lugar. El edificio ocupaba tres manzanas y tenía una altura de ocho plantas. No se veían en él las clásicas ventanas; en su lugar, punteaban la fachada de ladrillos una serie de rendijas con cristal a prueba de balas. En sus esquinas, unas enrejadas torres de vigilancia; rodeaba su perímetro una doble valla de tela metálica coronada por alambre de espino, que daba fe de la condición de alta seguridad del edificio. Se había desterrado el Correccional Central de Filadelfia al extrarradio industrial y en él convivían asesinos, delincuentes que presentaban diversas patologías sociales y violadores. Como mínimo, cuando no estaban en libertad condicional.
Bennie se metió en el aparcamiento medio vacío destinado a las visitas, salió de su Ford Expedition y siguió por la acera, impregnada de la humedad del mes de junio, luchando contra su propia reticencia. Había dejado de ejercer como penalista, jurándose a sí misma no volver a pisar una cárcel, cuando recibió la llamada de una reclusa que se encontraba pendiente de juicio. Acusaban a la mujer de matar a tiros a su novio, un inspector del cuerpo de policía de Filadelfia, si bien ella alegaba que un grupo de policías de uniforme le había tendido una trampa para incriminarla. Bennie se había especializado en causas relacionadas con abusos policiales; por ello había metido un nuevo bloc de notas en la cartera y se había encaminado a entrevistar a la reclusa.
LA OPORTUNIDAD DE CAMBIAR, rezaba la placa metálica situada sobre la puerta, y Bennie tuvo que hacer un esfuerzo para no reír. Habían proyectado aquella cárcel con el convencimiento de que la capacitación vocacional iba a convertir a los traficantes de heroína en operadores informáticos y, como quiera que a nadie se le había ocurrido nada mejor, seguía funcionando basándose en tal supuesto. Bennie abrió la pesada puerta gris, cuya parte central se había combado a causa de una abolladura, y pasó al interior. Notó en el acto una asfixiante atmósfera cargada de olor a sudor y a desinfectante, así como la algarabía de fuego graneado en el que se mezclaban el español, el inglés de la calle y otros idiomas que Bennie no acertaba a reconocer. Cada vez que entraba en una cárcel tenía la impresión de adentrarse en otro mundo y el panorama le traía a la memoria una ya conocida especie de consternación.
La sala de espera, llena de familiares de los internos, tenía más el aspecto de una guardería que de una cárcel. Niños pequeños que agitaban manojos de llaves de plástico con los colores primarios en los brazos de sus madres, críos que pasaban de regazo en regazo, mientras uno que apenas había cumplido los dos años intentaba dar sus primeros pasos en el pasillo, agarrándose a una sandalia de plástico en busca de equilibrio. Bennie estaba al corriente de las estadísticas: en toda la nación, el 75 por ciento de las reclusas eran madres. El período medio de estancia en la cárcel de una mujer duraba toda la infancia de su hijo. Independientemente de que las circunstancias o la corrupción hubieran llevado a las dientas de Bennie a aquel lugar, nunca podía apartar de su mente la idea de que en definitiva las víctimas eran sus hijos, abandonados allí a su suerte. Por más que lo había intentado, no conseguía solventar aquello, y fue por esta razón que finalmente había decidido dejarlo.
Bennie alejó esa idea de la cabeza y avanzó hacia el mostrador principal mientras la multitud seguía conversando. Dos mujeres mayores, una blanca y otra negra, intercambiaban recetas escritas en unas fichas. Un grupo de adolescentes en el que había hispanos y blancos se apiñaba formando un gran ramo de gorras de béisbol puestas del revés, risueños ante las fotos de un viaje a Hershey Park. Dos muchachos vietnamitas prestaban el suplemento deportivo del periódico a otro, blanco, sentado al otro lado del pasillo. A menos que hubieran cambiado las normas de la cárcel, aquellas familias pertenecían al grupo del lunes, el que acudía a visitar a los internos cuyos apellidos iban de la A a la F, el cual, con el tiempo, había confraternizado. A Bennie le había parecido siempre que aquella simpatía mutua correspondía a una forma de rechazo hasta que comprendió que se trataba de algo profundamente humano, al igual que el compañerismo que había vivido en las salas de espera de los hospitales en las peores circunstancias.
Los guardianes del mostrador, una mujer y un hombre, atendían el teléfono. La prisión tenía guardianes de ambos sexos, pues albergaba reclusos y reclusas en alas separadas. Tras el mostrador se veía un panel de cristales ahumados con aspecto opaco que ocultaba el amplio y moderno centro de control de la cárcel. Los monitores de seguridad parpadeaban ligeramente a través del cristal y sus grisáceas pantallas iban cambiando constantemente. Ante una pantalla iluminada se movía un contorno que recordaba una nube de tormenta ante la Luna.
Bennie esperó pacientemente a que le atendiera una funcionaría, por más que le molestara hacerlo. Normalmente ponía en cuestión la autoridad, pero había aprendido a no enfrentarse a los funcionarios de prisiones. Llevaban a cabo su trabajo en unas condiciones cuando menos tan intimidatorias como las de los policías, al tiempo que eran conscientes de que ganaban menos que ellos y no protagonizaban series televisivas. Ningún crío soñaba con ser guardián de prisiones.
Mientras esperaba, un niño con cascabeles en los cordones de los zapatos se acercó a ella a rastras y la miró fijamente. Estaba acostumbrada a aquel tipo de reacción pese a no poseer la belleza típicamente convencional; medía más de metro ochenta, era fuerte y corpulenta. Las hombreras del traje de lino amarillo resaltaban el volumen de sus hombros y la ondulada cabellera color miel se deslizaba con soltura por su espalda. Tenía unos rasgos que evidenciaban más franqueza que hermosura, pero las rubias altas y robustas llamaban la atención, en un sentido u otro. Bennie sonrió al niño para demostrarle que no era una chalada cualquiera.
– ¿Es usted letrada? -le preguntó la funcionaria, colgando el auricular.
Era una mujer afroamericana con uniforme negro azabache y una placa dorada sobre el considerable pecho. Llevaba el pelo recogido en un minúsculo moño, del que salían disparados como de un molinete unos rígidos mechones, y se había remangado al estilo masculino.
– En efecto, soy abogada -respondió Bennie-. Debería tener por aquí mi documento de identificación pero no consigo encontrarlo.
– Yo se lo buscaré. Déjeme el carnet de conducir. Haga el favor de rellenar la solicitud. Firme en el libro de registro de visitas oficiales -dijo la funcionaria con el piloto automático, y le entregó una tarjeta identificativa.
Bennie le mostró la licencia, rellenó la solicitud y firmó en el libro de registro.
– He venido a ver a Alice Connolly. Módulo D, celda 53.
– ¿Qué lleva en la cartera?
– Documentación legal.
– Deje el bolso en una taquilla. No se permiten los teléfonos móviles, las cámaras fotográficas ni las grabadoras. Siéntese. La llamaremos cuando la hayan acompañado a la sala de comunicaciones.
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