Ruth Rendell
Falsa Identidad
A New Lease of Death, 1967
Todas las citas que encabezan los capítulos son extractos de
El libro de oraciones de la Iglesia anglicana.
Las leyes del reino pueden
castigar a los cristianos con la muerte
por las ofensas más ignominiosas y
graves.
Los treinta y nueve artículos
Eran las cinco de la madrugada. El inspector Burden había visto muchos amaneceres en su vida, pero, aun así, nunca se cansaba de contemplarlos, especialmente en una mañana de verano como aquélla. Le gustaba la tranquilidad, la vista de aquel pequeño pueblo con las calles aún vacías, la fuerte luz azul del mismo tono y la misma intensidad que la del anochecer, pero desprovista de su melancolía.
Los dos hombres que habían sido interrogados a causa de una pelea durante la noche anterior en un café de Kingsmarkham acababan de confesar, por separado y casi simultáneamente, hacía apenas quince minutos. Ahora se hallaban encerrados en dos de las celdas pintadas de un blanco impoluto, situadas en la planta baja del moderno edificio de la comisaría. Burden permanecía de pie junto a la ventana del despacho de Wexford, observando cómo el cielo adquiría un peculiar tono verde de aguamarina. Una densa bandada de pájaros cruzó el aire. Burden recordó entonces su niñez, cuando, como sucede en las primeras horas del día, todo parecía más grande, nítido y relevante. Cansado y algo mareado, el inspector abrió la ventana para ventilar la habitación, donde se respiraba un ambiente cargado por el humo del tabaco y el olor a sudor de los jóvenes arrestados, que, a pesar de estar en pleno verano, llevaban puestas sendas cazadoras de cuero.
Del pasillo, le llegó la voz de Wexford que daba las buenas noches -o los buenos días- al coronel Griswold, el jefe de policía, y se preguntó si éste, cuando llegó poco antes de las diez y soltó un largo sermón sobre cómo acabar con la ola de gamberrismo, sospechaba que le esperaba una noche en vela. «Le está bien merecido -pensó injustamente- por pasarse de listo.»
Burden pudo oír cómo se cerraba la pesada puerta principal y Griswold ponía en marcha el motor de su coche; lo siguió con la vista mientras atravesaba el patio delantero y pasaba entre los dos grandes maceteros de piedra repletos de geranios rosas que flanqueaban la salida a Kingsmarkham High Street. El mismo conducía. El inspector contempló con una mezcla de aprobación y resentimiento cómo el jefe de policía mantenía una velocidad inferior a los cuarenta kilómetros por hora hasta sobrepasar la señal, blanca y negra, que indicaba el final de la limitación, entonces el vehículo tomó velocidad y desapareció rápidamente por la desierta carretera comarcal que conducía a Pomfret.
Al oír entrar a Wexford, Burden se dio media vuelta. El semblante severo y apagado del inspector jefe parecía más gris que de costumbre, pero no mostraba ningún otro indicio de cansancio y en sus ojos, oscuros y duros como el basalto, resplandecía una mirada triunfal. Era un hombre corpulento, de rasgos prominentes y voz poderosa e intimidante. Su traje gris, con americana cruzada de doble botonadura, como todos sus demás trajes, tenía un aspecto más raído y arrugado que nunca. Pero a Wexford le sentaba bien, como una extensión de su piel rugosa y macilenta.
– ¡Buen trabajo! -exclamó-. Como dijo la bruja después de sacarle los ojos al niño.
Burden aguantaba semejantes vulgaridades con estoicismo. Sabía que las decía para horrorizarle, y en verdad que siempre conseguía su propósito, así que apretó sus finos labios en una sonrisa forzada. En ese momento Wexford le entregó un sobre azul, y de este modo le concedió la oportunidad de disimular su azoramiento.
– Griswold acaba de entregarme esto -dijo Wexford-. A las cinco de la madrugada. ¡Tan oportuno como siempre!
Burden echó un vistazo al sobre con matasellos de Essex.
– ¿Es ése el hombre del que hablaba antes, señor?
– Bueno, generalmente no suelo recibir cartas de admiradores de Thringford, capital del Viejo Mundo, ¿verdad, Mike? Sí, es del reverendo Archery, que debe estar muy bien relacionado. -Se sentó en una de las frágiles sillas que protestó con un crujido. Wexford tenía lo que su subordinado llamaba una relación de amor y odio con aquellas sillas y con el resto de los muebles modernos de su despacho. El suelo de parqué reluciente, la alfombra sintética, las sillas con sus brillantes patas cromadas, las persianas de color amarillo claro eran, en opinión de Wexford, poco prácticos, difíciles de limpiar y bastante horteras. Pero al mismo tiempo, le producían un mal disimulado orgullo. De hecho, todos esos muebles tenían su función: servían para impresionar a los visitantes desconocidos como el autor de la carta que Wexford estaba sacando del sobre.
Ésta estaba escrita en el mismo papel grueso y azul del sobre. Con auténtico acento de clase bien, el inspector jefe dijo con afectación:
– Es mejor que me ponga en contacto con el jefe de policía de Mid-Sussex, querido. ¿Sabía que estuvimos juntos en Oxford? -Contrajo su rostro con una sonrisa grotesca y gruñó-: ¡A la sombra de aquellas sagradas torres! -Luego, añadió-: ¡Cómo detesto todo aquello!
– ¿Es verdad eso?
– ¿Qué?
– ¿Que estuvieron juntos en Oxford?
– ¡Yo qué sé! O en otro lugar parecido. Quizá en las pistas deportivas de Eton. Lo único que Griswold me dijo fue: «Ahora que tenemos a esos delincuentes bajo llave, me gustaría que usted echase un vistazo a la carta de un buen amigo mío, el reverendo Archery. Es un hombre excepcional, una de las mejores personas que conozco. Tengo la impresión de que el asunto tiene algo que ver con aquel granuja de Painter.»
– ¿Quién es Painter?
– Un criminal que fue ejecutado hace quince o dieciséis años -contestó Wexford lacónicamente-. Veamos qué tiene que decirnos el pastor.
Burden observó la carta por encima del hombro de su superior; llevaba membrete de la rectoría de St. Columba, Thringford, Essex. Las letras bizantinas despertaron en él cierta hostilidad. Wexford empezó a leer en voz alta:
– «Muy señor mío, espero que me disculpe por robarle parte de su valioso tiempo (no me queda más remedio), pero considero que este asunto es bastante urgente. El coronel Griswold, el policía jefe de bla, bla, bla, ha tenido la bondad de informarme de que usted es la persona más idónea para brindarme ayuda en este problema, así que, después de consultarle, me he tomado la libertad de escribirle. -Wexford carraspeó y se aflojó el nudo de su arrugada corbata-. (¡Por Dios!, ¿cuándo llegará al grano? ¡Ah!, aquí viene.) Recordará el caso de Herbert Arthur Painter. (Lo recuerdo.) Tengo entendido que usted estuvo al frente de la investigación. Por lo tanto, he creído que mi deber era dirigirme a usted antes de iniciar ciertas indagaciones que, contra mi voluntad, me veo obligado a hacer.»
– ¿Obligado?
– Eso dice. No dice por qué. Lo demás es una retahíla de cumplidos, y pregunta si puede venir a verme mañana; no, hoy. Me llamará esta mañana, pero «no duda de mi amabilidad y está seguro de que accederé a recibirle». -Miró por la ventana, donde el sol asomaba por encima de York Street y, echando mano a una de sus citas desvirtuadas, añadió-: Supongo que en este momento el señor Archery estará durmiendo en el Elíseo, con una indigestión de cordero frío o lo que cenen los pastores.
– ¿De qué se trata?
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