– Siempre hay incidencias cuando viene una ola de calor -dijo-. Es decir, sucesos que nos atañen.
– ¡No me diga! -dijo Wexford-. Aquí siempre hay alguna novedad. -Levantó sus cejas erizadas-. Y la de hoy -dijo- es la visita de Archery. Llegará a las dos.
– ¿Le ha dicho de qué se trata?
– Eso lo va a dejar para esta tarde. Es un tipo muy afectado. Forma parte del secreto de cómo ser un caballero sin tener rentas. A propósito, Archery tiene una transcripción del juicio, así que no tendré que volver a contárselo todo.
– Eso le habrá costado caro. Tiene que estar muy interesado.
Wexford miró su reloj y se puso de pie.
– Me esperan en el juzgado -dijo-. Termine con esos dos maleantes que me han hecho perder una noche de sueño. Mire, Mike, pienso que nos merecemos disfrutar un poco de la vida y no me apetece almorzar el pastel de ternera del Carousel. ¿Por qué no pasa por el Olive y reserva una mesa para la una?
Burden sonrió. Realmente le daba igual. De Pascuas a Ramos, Wexford insistía para que almorzasen o cenasen juntos en un establecimiento más o menos lujoso.
– Me encargaré de ello -dijo.
El Olive and Dove era la mejor hostería de Kingsmarkham, la única que merecía llamarse «hotel». Con un poco de imaginación el Queen’s Head podría considerarse quizá un hostal, pero el Dragón y el Crusader sólo podían aspirar al calificativo de taberna. El Olive, como lo llamaban los vecinos, estaba situado en High Street, a un extremo de Kingsmarkham, en dirección a Stowerton, frente a la refinada residencia georgiana del señor Missal, el dueño del concesionario de coches de Stowerton. El edificio, parcialmente georgiano, era una construcción híbrida, pero con vestigios de tudor y un ala, según se dice, pretudor. Se ajustaba en todos los aspectos a lo que la gente «bien» de clase media entiende como un hotel «decente». Siempre había tres camareros, las camareras eran formales y generalmente entradas en años, habría agua caliente en el lavabo, no se podía esperar más de la comida, y los de la Guía de la Asociación de Automóviles le habían otorgado dos estrellas.
Burden hizo la reserva por teléfono. Cuando entró en el comedor, justo antes de la una, comprobó con satisfacción que les habían asignado una mesa junto a la ventana desde la que se veía High Street. En ese lugar, el sol no daba directamente y los geranios de la jardinera tenían un aspecto rozagante. Al otro lado de la calle, unas muchachas ataviadas con vestidos de algodón y sandalias esperaban el autobús de Pomfret.
Wexford llegó a la una y cinco.
– No entiendo por qué no puede levantar la sesión a las doce y media como se hace en Sewingbury -se quejó. Aunque no lo nombrase, Burden sabía que se refería al presidente del tribunal de Kingsmarkham-. ¡Dios!, hacía un calor insoportable en la sala de audiencias. ¿Qué vamos a comer?
– Pato asado -contestó Burden con decisión.
– Si no queda más remedio. Mientras no lo sirvan con un montón de porquerías. Ya sabe, maíz, plátanos y eso. -Wexford estudió la carta, frunciendo el ceño-. Mire esto, pollo a la polinesia. ¿Qué creen que somos? ¿Aborígenes?
– Esta mañana fui a echar un vistazo a Victor’s Piece -dijo Burden mientras esperaban el pato.
– He visto que está en venta. Han colocado un anuncio en la ventana de la inmobiliaria con una fotografía bastante engañosa. Piden seis mil libras por la casa. Un poco caro si se tiene en cuenta que Roger Primero no consiguió ni dos mil, en 1951.
– Supongo que ha cambiado de dueños varias veces desde entonces.
– Una o dos veces, antes de convertirse en una residencia de ancianos. Gracias -dijo al camarero-, no queremos vino. Dos copas de cerveza amarga. -Wexford extendió la servilleta sobre su voluminoso regazo y, mientras Burden le contemplaba con aversión difícilmente disimulada, roció abundantemente su pato con salsa de naranja y pimienta.
– ¿Fue Roger Primero el heredero?
– Uno de ellos. La señora Primero murió sin hacer testamento. Recuerde que le dije que sólo dejó diez mil libras y el dinero se repartió, en partes iguales, entre Roger y sus dos hermanas menores. Ahora él es un hombre rico pero, desde luego, el dinero no le viene de su abuela. Está metido en todo tipo de asuntos: petróleo, construcción, compañías navieras… es un verdadero magnate.
– Creo que le he visto alguna vez.
– Seguramente. Desde que Roger compró Forby Hall se ha vuelto muy consciente de su posición social como terrateniente. Sale de caza con la jauría de Pomfret y no se pierde ningún acontecimiento social.
– ¿Cuántos años tiene?
– Bueno, tenía veinticinco cuando su abuela fue asesinada, así que ahora debe de tener alrededor de treinta y ocho años. Sus hermanas eran mucho más jóvenes. Ángela tenía diez años e Isabel, nueve.
– Me parece recordar que él declaró como testigo en el juicio.
Wexford apartó el plato, hizo una señal imperiosa al camarero y ordenó dos porciones de pastel de manzana. Burden ya conocía que el concepto de «disfrutar de la vida» de su jefe era un tanto limitado.
– Ese domingo, Roger Primero había ido a visitar a su abuela -dijo Wexford-. En aquel tiempo él estaba trabajando en el despacho de un procurador de Sewingbury, y acostumbraba ir a tomar el té con su abuela los domingos. Quizá tuviese el ojo puesto en la futura herencia. En aquella época Roger no tenía dinero, pero parecía sentir verdadero cariño por la anciana. De hecho, después de que encontrasen el cuerpo de ésta, cuando fueron a buscarle a Sewingbury, puesto que era el pariente más cercano, nos vimos obligados a utilizar la fuerza para impedir que fuese a la cochera y agrediese a Painter. Tengo la impresión de que su abuela y Alice le mimaban bastante, le llenaban de halagos y se desvivían por él. Como ya le he dicho, la señora Primero sentía aprecio por ciertas personas. Hace tiempo hubo una disputa familiar, pero aparentemente no afectó a sus nietos. En un par de ocasiones Roger llevó a sus hermanas a Victor’s Piece, en general, se llevaban muy bien entre ellos.
– La gente mayor se entiende bien con los niños -dijo Burden.
– Ellos no eran niños cualesquiera, Mike. Con Ángela e Isabel, sí, y además ella sentía debilidad por la pequeña Liz Crilling.
Burden posó la cuchara y miró fijamente al inspector jefe.
– ¿No me dijo que había seguido el juicio en los periódicos? -dijo Wexford con recelo-. No me venga con la excusa de que ha pasado mucho tiempo. No hay cosa que más me reviente que mis clientes siempre me salgan con eso. Si leyó los artículos sobre el juicio debe recordar que fue Elizabeth Crilling, que tenía entonces cinco años, quien encontró el cuerpo.
– No lo recuerdo se lo aseguro, señor. -Tuvo que ser un día en que no se acordó de comprar el periódico, porque estaba preocupado por una entrevista-. ¿Quiere usted decir que prestó declaración en el juicio?
– A su edad, imposible; hay límites. Además, aunque en realidad fue la primera en entrar en el salón y encontrar el cuerpo, su madre estaba con ella.
– Volviendo al asunto -dijo Burden-, no acabo de entender eso de «niños cualesquiera». La señora Crilling vive por esa zona, en Glebe Road. -Volvió la mirada hacia la ventana y señaló con un ademán en dirección a la parte menos atractiva de Kingsmarkham, donde se habían levantado diversas calles de diminutas casas adosadas de ladrillo, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial-. Ella y la muchacha ocupan la mitad de una casa, no tienen un céntimo…
– Han venido a menos -dijo Wexford-. En septiembre de 1950, el señor Crilling aún vivía (murió de tuberculosis poco después) y residían enfrente de Victor’s Piece.
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