Ruth Rendell - Falsa Identidad

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Un pastor anglicano se pone en contacto con el detective Wexford para investigar un caso resuelto quince años atrás. Arthur Painter, chofer y jardinero de una acaudalada dama, asesinó a su anciana patrona por dinero. Aunque el sacerdote actúa por motivos personales muy lícitos, el inspector jefe no está dispuesto a dar su brazo a torcer y ratifica que condenó al auténtico responsable del homicidio. Pero a medida que el tenaz religioso comunique al policía nuevas pesquisas y hable con distintos testigos, se irá desvelando una oscura trama de intereses económicos que apunta a uno de los miembros de la familia de la víctima como principal beneficiario de su muerte. Al final, Wexford no podrá continuar haciendo oídos sordos a las dudas que se ciernen sobre su primer caso criminal…

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– Me gustaría conocer los detalles circunstanciales -dijo Burden.

Al llegar a la puerta Wexford dio media vuelta.

– Continuará en el próximo episodio. -Sonrió-. No puede decir que le he dejado en suspenso. -La sonrisa desapareció y la expresión de su rostro se endureció-. La señora Primero fue encontrada a las siete. Estaba en el suelo del salón, en medio de un gran charco de sangre, al lado de la chimenea. Había sangre en las paredes y en el sillón, y hallaron un hacha manchada de sangre en la chimenea.

2

Cuando sea sentenciado que sea

condenado…que sus hijos se

conviertan en huérfanos y su esposa

en viuda.

Salmo 109, designado para el vigésimo día

La siesta que Wexford le había prescrito hubiera tenido su atractivo en un día nublado, pero no en aquella mañana con un cielo azul y limpio de nubes y un sol que prometía una temperatura tropical para el mediodía. Además, Burden recordó que no había hecho su cama en tres días. Así que se decidió por la ducha y el afeitado.

Después de desayunar dos huevos y un par de lonchas de tocino, ya tenía un plan para el día. No le tomaría más de una hora. El inspector Burden condujo por High Street hacia el norte con las ventanillas abiertas, dejó atrás la zona comercial, cruzó el puente de Kingsmarkham, pasó por delante del Olive and Dove, y salió a la carretera de Stowerton. Aparte de alguna que otra casa nueva, el supermercado que ocupaba el lugar de la antigua comisaría, y las llamativas señales de tráfico que proliferaban por todas partes, las cosas no habían cambiado mucho en los últimos dieciséis años. Los prados, los altos árboles revestidos con el frondoso follaje de julio, las pequeñas cabañas de madera estaban prácticamente igual que cuando Alice Flower las veía desde el Daimler, camino de las tiendas. «Aunque entonces seguramente habría menos tráfico», pensó Burden. En ese momento el inspector pisó los frenos, se apartó a un lado y lanzó una mirada feroz al joven de la moto que había surgido de repente de entre el tráfico que venía en dirección contraria y al cual había logrado esquivar por escasos centímetros.

El camino de Víctor’s Piece tenía que estar por allí. Los detalles circunstanciales sobre los que Wexford había sido tan circunspecto volvían a su memoria. Burden creía recordar que había leído algo acerca de una parada de autobuses y una cabina telefónica, situadas al final del camino. ¿Serían estos los prados que Painter había cruzado desesperado para esconder un manojo de ropa manchada de sangre?

Allí estaba la cabina telefónica. El inspector puso el intermitente y giró lentamente hacia la izquierda, para entrar por una senda. El primer tramo estaba asfaltado y luego seguía un camino de tierra que moría enfrente de una verja. Sólo había tres casas: dos pequeñas blancas adosadas y, frente a ellas, el caserón Victoriano que él mismo había descrito como un «antro tenebroso».

Nunca lo había visto tan de cerca, pero tampoco descubrió nada que le hiciese cambiar de opinión. El tejado de pizarra gris estaba formado -o, más bien, deformado- por una serie de puntiagudos gabletes. Dos de ellos dominaban la fachada de la casa y había un tercero en el lado derecho, tras el que sobresalía otro más pequeño, que daba aparentemente a la parte de atrás. Los gabletes estaban festoneados por una celosía de madera, decorada en algunos lugares con motivos heráldicos toscamente tallados y pintada de un sombrío verde botella. En otras partes de la casa, el yeso que había entre las maderas se había desconchado, de forma que quedaba al descubierto la pared de ladrillo. La hiedra, del mismo tono verde, extendía sus hojas planas y sus zarcillos grisáceos desde el pie de las ventanas de la planta baja hasta el más alto de los gabletes, del que colgaba una celosía desprendida. La enredadera había trepado hasta allí y excavado en la pulverizada pared hasta arrancar el marco de la ventana de los ladrillos.

Burden estudió el jardín con ojos de campesino. La maleza lo cubría con una exuberancia que nunca había visto antes. En la fértil tierra negra, cultivada y trabajada durante tantos años, crecían ahora las acederas con hojas tan gruesas y lustrosas como las de un árbol de caucho, los cardos rojizos y las ortigas de metro y medio de altura. En los caminos de grava abundaba la hierba y el musgo. De no ser por el aire limpio y el suave brillo del sol, el lugar hubiera resultado siniestro.

La puerta principal estaba cerrada. La ventana que había junto a ella debía de dar al cuarto de estar. Burden se preguntó con cierta ironía a qué administrador insensible se debería la decisión de transformar la escena del crimen de una anciana en el hogar -ciertamente el último refugio- de otras mujeres de edad. Pero ya no quedaba nadie. El caserón parecía abandonado desde hacía muchos años.

La ventana daba a una habitación espaciosa y sombría. En la parrilla de la chimenea de mármol ámbar alguien había colocado previsoramente un papel de periódico arrugado para recoger el hollín. Wexford le había dicho que la chimenea quedó cubierta de sangre. Allí, justo enfrente de la barra de cobre, debió de estar tendido el cuerpo.

Burden empezó a caminar alrededor de la casa, abriéndose paso entre los arbustos de saúcos y los pequeños abedules que amenazaban con desterrar a las lilas. Los cristales de la cocina estaban opacos por la mugre y no había ninguna puerta por la que se pudiera entrar en ella, sólo una trasera que parecía comunicar con el extremo del pasillo central. «Los victorianos, pensó el inspector, no eran grandes interioristas. ¡Dos puertas a los extremos de un pasillo! La corriente debía de ser insoportable.»

Ahora él se encontraba en el jardín posterior, pero los árboles le impedían ver lateralmente el bosque. La naturaleza había enloquecido en Victor’s Piece e incluso la cochera estaba oculta por la enredadera. Burden atravesó como pudo el sombrío patio enlosado, protegido del sol por las paredes de la casa, y rodeó un invernadero unido a lo que debía de ser un pequeño comedor. Allí había una parra, muerta hacía tiempo y desprovista de hojas.

Así que eso era Víctor’s Piece. Lástima que no pudiese entrar, pero de todas formas tenía que volver al trabajo. Por costumbre, y en parte para dar ejemplo, había cerrado todas las ventanillas de su coche y las puertas. El interior era como un horno. Burden dejó atrás la verja rota, salió al camino y se incorporó a la circulación de la carretera de Stowerton.

Habría sido casi imposible encontrar un contraste mayor entre dos edificios que el que existía entre aquel que acababa de abandonar y éste al que estaba a punto de entrar. A la comisaría de Kingsmarkham le favorecía el buen tiempo. Wexford solía decir que el arquitecto de la nueva construcción debió de proyectarla mientras veraneaba en el sur de Francia. Era un edificio blanco, rectangular, innecesariamente vasto y estaba adornado aquí y allá con frescos que debían parte de su inspiración a los mármoles de Elgin.

En esa mañana de julio su blancura deslumbraba. Pero si su fachada parecía alegrarse con el sol, no así sus ocupantes. Había demasiados cristales. El edificio era perfecto para plantas de invernadero o peces tropicales, decía Wexford, pero para un maduro policía anglosajón con la tensión alta y que no resistía bien al calor tenía sus desventajas. El auricular le resbalaba en la mano y cuando terminó de hablar con Henry Archery, bajó la persiana.

– Viene una ola de calor -le dijo a Burden-. Reconozco que su mujer ha elegido la mejor semana para irse de vacaciones.

Éste levantó los ojos de la declaración que acababa de empezar a leer. Flaco como un galgo y de rostro enjuto y afilado, a menudo unía su instinto de perro de caza para oler cualquier anomalía a la gran capacidad de su imaginación humana.

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