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Ruth Rendell: Falsa Identidad

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Ruth Rendell Falsa Identidad

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Un pastor anglicano se pone en contacto con el detective Wexford para investigar un caso resuelto quince años atrás. Arthur Painter, chofer y jardinero de una acaudalada dama, asesinó a su anciana patrona por dinero. Aunque el sacerdote actúa por motivos personales muy lícitos, el inspector jefe no está dispuesto a dar su brazo a torcer y ratifica que condenó al auténtico responsable del homicidio. Pero a medida que el tenaz religioso comunique al policía nuevas pesquisas y hable con distintos testigos, se irá desvelando una oscura trama de intereses económicos que apunta a uno de los miembros de la familia de la víctima como principal beneficiario de su muerte. Al final, Wexford no podrá continuar haciendo oídos sordos a las dudas que se ciernen sobre su primer caso criminal…

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– ¿Cómo se llamaba? -preguntó a Wexford-. Era un nombre extranjero, ¿verdad? Algo parecido a Porto o Primo.

– Primero. Rose Isabel Primero. Era su apellido de casada. Y no era extranjera, se crió en Forby Hall. Ella era miembro de una familia de terratenientes, los señores de Forby.

Burden conocía bien Forby. La aldea era una visita obligada para los escasos turistas de aquella región agrícola, que carecía de costa o colinas, de castillos o catedrales. Las guías turísticas lo mencionaban (cosa bastante discutible) como el quinto pueblo más bonito de Inglaterra. Todas las tiendas de la región vendían postales de su iglesia. Burden, le tenía cierto aprecio porque sus habitantes habían mostrado hasta entonces pocas tendencias criminales.

– Quizá Archery esté emparentado con ella -sugirió-. Tal vez quiera información para sus archivos de familia.

– Lo dudo -dijo Wexford, volviéndose hacia el sol como un enorme gato gris-. Los únicos parientes que tenía la señora Primero eran sus tres nietos. Roger Primero, el mayor, vive ahora en Forby Hall, pero no heredó la propiedad, tuvo que comprarla. No sé muy bien cómo fue.

– En Forby Hall residía una familia llamada Kynaston. Al menos eso dice la madre de Jean, que ha pasado allí muchísimos años.

– Así es -dijo Wexford con una pizca de impaciencia en su sonora voz grave-. La señora Primero nació con el apellido Kynaston y estaba a punto de cumplir cuarenta años cuando se casó con el doctor Ralph Primero. Me imagino que su familia no vio con buenos ojos el enlace; recuerde que estamos hablando de principios de siglo.

– ¿Practicaba la medicina general?

– No, creo que ejercía alguna especialidad, pero no sé cuál. Al jubilarse se mudaron a Victor’s Piece. En realidad no eran gente rica. Cuando él murió, en los años treinta, la señora Primero heredó unas diez mil libras. El matrimonio tenía un hijo, pero murió poco después que su padre.

– ¿Quiere decir que a su edad estaba viviendo sola en ese caserón?

Wexford apretó los labios, pensativo. Burden conocía bien la excepcional memoria de su jefe. Cuando algo le interesaba de verdad era capaz de recordar el más nimio detalle.

– Tenía una criada -dijo Wexford-. Se llamaba (se llama, pues aún vive) Alice Flower. Por entonces tenía unos setenta años, era bastante más joven que su señora, y llevaba unos cincuenta al servicio de la señora Primero. Una auténtica sirvienta de la vieja escuela. En una convivencia tan larga, lo normal sería que se hubiesen convertido en amigas en vez de seguir como la señora de la casa y la criada, pero Alice sabía cual era su sitio y se trataron de «Señora» y «Alice» hasta el día en que la anciana murió. Yo conocía a Alice de vista. Cuando venía al pueblo a hacer la compra, era todo un personaje, sobre todo cuando Painter empezó a acompañarla en el Daimler de la señora Primero. ¿Recuerda usted cómo vestían las doncellas de antaño? No, supongo que no. Es usted demasiado joven. Alice siempre llevaba un abrigo largo de color azul marino y lo que se suele llamar un sombrero de felpa «decente». Tanto ella como Painter eran empleados del servicio, pero Alice se creía muy superior a él. Ella se aprovechaba de su posición y le daba órdenes tal como lo haría la propia señora Primero. Su esposa y sus amigotes le llamaban Bert, pero Alice le apodaba «el bestia». Por supuesto, no le llamaba así a la cara. Nunca se hubiera atrevido.

– ¿Quiere decir que le tenía miedo?

– Hasta cierto punto, sí. Le odiaba y le molestaba su presencia. No sé si todavía conservo aquel recorte. -Wexford abrió el último cajón de su mesa, donde guardaba objetos personales y semioficiales, cosas de carácter grotesco que le habían llamado la atención. No tenía muchas esperanzas de encontrar lo que buscaba. Cuando la señora Primero fue asesinada, la comisaría de Kingsmarkham estaba ubicada en una antigua construcción de ladrillo amarillo, en el centro de la ciudad. Hacía cinco o seis años que el edificio había sido derribado y la comisaría trasladada a las afueras, en aquel despampanante edificio moderno en que se encontraban. Con toda probabilidad, el recorte se había perdido cuando transfirieron los papeles del alto escritorio de pino a la mesa de palisandro lacado. Wexford hojeó notas, cartas, pequeños recuerdos y, finalmente, levantó la cabeza con una sonrisa triunfal.

– Aquí tiene, la «no persona» en persona. Bien parecido si le gustan este tipo de hombres. Herbert Arthur Painter, del XIV Ejército de Birmania. Veinticinco años, contratado por la señora Primero como chófer, jardinero y chico para todo.

Era un recorte del Sunday Planet, y la fotografía aparecía rodeada por varias columnas de líneas impresas. La imagen era muy nítida y los ojos de Painter miraban directamente a la cámara.

– Es curioso, siempre te miraba a los ojos -dijo Wexford-. Lo que, según las memeces que se suelen decir, es signo de honradez. Seguramente Burden había visto aquella fotografía con anterioridad, pero la había olvidado por completo. Painter tenía una cara grande de facciones armoniosas y una nariz recta, aunque ancha y con grandes orificios. Sus labios eran tan gruesos y sensuales que, en el rostro de un hombre, parecían un remedo de la boca de una mujer. Su frente era ancha y plana, y su pelo corto y rizado; con unos rizos tan espesos que parecían tirar de la piel del cuero cabelludo de forma dolorosa.

– Era alto y bien formado -prosiguió Wexford-. Su cara recuerda la de un bello dogo demasiado grande, ¿no cree? Durante la guerra, estuvo en Extremo Oriente, pero no mostraba ningún signo de que el calor y la privación hubieran hecho mella en él. Painter tenía el aspecto saludable de un percherón. Perdone que haga tantas comparaciones con animales, pero es que ese hombre era como un animal.

– ¿Cómo entró al servicio de la señora Primero?

Wexford volvió a tomar el recorte de su mano, lo contempló un instante y luego lo dobló.

– Desde que murió el médico -dijo- hasta 1947, la señora Primero y Alice Flower hicieron lo que pudieron para mantener la casa: arrancaban unas cuantas hierbas aquí y allá y hacían venir a alguien cuando querían arreglar una estantería. Se puede imaginar la situación. Ellas contrataron a una serie de mujeres de Kingsmarkham para que les ayudaran en las tareas de limpieza, pero tarde o temprano todas se marchaban para ir a trabajar en las fábricas. La casa empezó a venirse abajo. No es sorprendente si se tiene en cuenta que, al acabar la guerra, la señora Primero tenía alrededor de ochenta y cinco años y Alice casi setenta. Además, aparte de su edad, la señora Primero no movía un dedo en lo que se refiere a la limpieza de la casa, claro. Ella no había sido educada para hacerlo y no hubiera sabido distinguir entre un trapo del polvo y una escoba.

– Era un tanto arpía, ¿no le parece?

– Ella era aquello en lo que la convirtieron su educación y la voluntad de Dios -dijo Wexford muy serio, pero con un toque de ironía en su voz-. Yo no la vi hasta que estuvo muerta. Era una mujer tozuda, un poco tacaña, «reaccionaria», como se dice hoy día, una persona con tendencias autocráticas que reinaba sobre su pequeño dominio. Le voy a dar un par de ejemplos. Cuando su hijo murió, su nuera y sus nietos se quedaron en una situación bastante precaria. No conozco los detalles, pero la señora Primero estaba dispuesta a ayudarles económicamente, siempre que aceptasen sus condiciones: la familia debía venir a vivir con ella, etcétera. De todas formas, a mi parecer, la anciana tampoco podía costear el mantenimiento de dos casas. La otra cuestión es que era una mujer muy religiosa. Cuando fue demasiado vieja para acudir a la iglesia, insistió para que Alice fuese en su lugar. Como una especie de víctima propiciatoria. Pero la señora Primero tenía cariño por algunas personas: adoraba a su nieto Roger y tenía una íntima amiga. Hablaremos de ella más adelante.

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