Antonio Cánovas del Castillo - Historia de la decadencia de España

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Era ya en esto bien entrado el invierno; mas no por eso abandonaron el campo los españoles y saboyanos, ni dilataron sus operaciones. Viéndose Villafranca sin el opósito del ejército contrario, puso sitio á Vercelli, como de antes traía pensado, y la rindió después de dos meses de sitio, falta ya la plaza de víveres y municiones. El duque de Saboya intentó en vano por dos veces socorrerla; mas la fortuna no le fué por todas partes tan adversa. Su hijo Víctor Amadeo entró en tanto con alguna gente en el principado neutral de Masserano, apoderándose de la capital y de Cravecoeur, que tomó por asalto. Sabido esto por el marqués de Villafranca, temiendo que la pérdida de esta última plaza le impidiese rendir á Vercelli, envió por aquella parte contra el enemigo al valeroso Maese de campo D. Sancho de Luna y Rojas, con algunas compañías de infantes y caballos; pero atacado por fuerzas muy superiores, quedó muerto en el campo con los más de los suyos. Antes de que pudiera repararse tal descalabro, hubo de causarles mayores otro acontecimiento, si inesperado de nuestra Corte, harto previsto del de Saboya. No podían los franceses mirar indiferentes que los españoles, con la rota de aquel Príncipe, se hiciesen señores de toda Italia. El envilecimiento de su Gobierno, durante la menor edad del rey Luis XIII, no le dejaba pensar en tales cosas; pero hubo quien pensase por él en Francia, y se dispuso la expedición, alegando las condiciones del tratado de Astí, que, verdaderamente no lo era, puesto que no había sido aceptado de nuestra Corte. Fué el alma y ejecutor de todo el mariscal de Lesdiguières, tan enemigo de España como dejamos dicho, el cual, con las ventajas alcanzadas por los nuestros, á pesar de los encubiertos auxilios que él prestaba á los contrarios, conoció que no era tiempo de más espera. La confusión de Francia era tan grande á la sazón, que el Mariscal pudo llevar á efecto sus pensamientos, contra el deseo primero, y luego contra las órdenes terminantes de su Gobierno. Entró con ocho mil hombres en Italia, y reuniendo sus fuerzas con las del príncipe Víctor Amadeo, juntos rindieron á San Damián, más por astucia que por armas, y luego entraron en Alba. Las órdenes imperiosas de su Corte obligaron á Lesdiguières á volverse á Francia, y en seguida el marqués de Villafranca, acudiendo á reparar las anteriores pérdidas, tras de rendir á Vercelli, se apoderó de Soleri, Feliciano y todos los puestos importantes de las riberas del río Tánaro. Y el duque de Saboya vió entonces su perdición más que nunca cercana.

Habíanse reunido por azar en Italia tres españoles ilustres contra cuyo valor y experiencia se estrellaban todos sus cálculos. El marqués de Villafranca el uno, el duque de Osuna el otro, y el último el marqués de Bedmar, embajador en Venecia. No tardó en ser conocida de ellos la liga del Saboyano con Venecia y cuanto ayudaba á aquél esta República, asegurándose que para tal guerra le había prestado hasta veintidós millones de ducados, mientras divertía la atención de España y del Imperio con sus empresas en la Croacia, Dalmacia é Istria. No es de culpar, ciertamente, que Venecia hiciese por echar á los españoles de Italia, lo mismo que el duque de Saboya, antes las historias italianas habrán por eso de dispensarla elogios. Pero tampoco ha de vituperarse en Villafranca, Osuna y Bedmar el pensamiento de aniquilarlos, quitándoles los medios de dañar á su nación y á su patria: tal es la ley de las cosas.

Encargóse de sujetar á la República el duque de Osuna, con noticia y acuerdo del de Bedmar, para que no pudiera señorearse del Adriático ni acudir al Saboyano. Era el duque de Osuna, D. Pedro Téllez Girón, el más notable de aquellos tres ilustres españoles, y aun por eso le llamaban ya el Grande . Su fama es tan singular, que no parece bien pasar adelante sin dar cumplida cuenta de su persona. Nacido de tan noble casa, fué en su juventud sobremanera disipado y revoltoso á punto de caer en prisiones: de ellas se escapó á duras penas y pasó á Francia, desde donde, sin prestar atención á los halagos de aquella Corte, caminó á Flandes y sentó plaza de soldado en sus banderas. Distinguióse mucho en el sitio de Ostende y en otras ocasiones, y en pocos años llenó de heridas su cuerpo y se cubrió de gloria; mas dió tales muestras de insubordinación y soberbia, que el archiduque Alberto pidió por merced al Rey que de allí se lo sacase. Vuelto á Madrid acertó á ajustar el matrimonio de su hijo mayor con una hija del duque de Uceda, primogénito del de Lerma: de suerte que á la privanza del abuelo y al empeño del padre de la desposada, debió Osuna ser nombrado para el virreinato de Sicilia. Allí dió ya buenas muestras de su alta capacidad y de las grandes cualidades que lo recomendaban y señalaban para el Gobierno. Conociendo el flaco de que entonces adolecía nuestra Corte, fué su primer objeto el procurarse oro; mas lo hizo de tal suerte que favoreció al propio tiempo al país, granjeándose el amor y el entusiasmo de las muchedumbres. Votó gustosamente por complacerle el Parlamento de Sicilia grandes cantidades para el servicio del Rey, cosa difícil en aquella provincia, y al propio tiempo votó una pensión muy crecida para el duque de Uceda, que, como hijo del de Lerma, tuvo siempre gran poder é influjo en la Corte, á título de favorecedor del reino, no siéndolo, en verdad, sino del de Osuna. Mientras estuvo en aquel Gobierno no cesó de enviar grandes cantidades á Uceda, que se asegura llegaron á dos millones de ducados, y otras no mucho menores al Padre Fray Luis de Aliaga, cuando fué ya confesor del Rey, á D. Rodrigo Calderón y á las demás personas influyentes en la Corte. Ganó así bastante prestigio para ser elegido Virrey de Nápoles; y dejando en Sicilia mucho sentimiento de su partida, pasó allá, donde, viéndose con más poder, hizo subir más altos sus pensamientos.

Formó una escuadra poderosa de los escasos y mal prevenidos bajeles napolitanos, y un ejército temible de aquella nación y extranjeros, sin contar los españoles que ya tenía, y los que, á la fama de su esplendidez y generosidad, se le fueron allegando. Con estas fuerzas hizo cruda guerra á los turcos y berberiscos, y limpió de piratas aquellos mares, logrando por sus capitanes muchos triunfos. Fué el más notable el que por este mismo tiempo que el Saboyano mantenía la guerra en Lombardía, consiguió su teniente D. Francisco de Ribera contra los turcos. Sabedor Osuna de que éstos disponían una armada de cien galeras para venir contra las costas de Sicilia y Calabria, se aprestó como pudo á la defensa, y envió á D. Francisco á que observase sus movimientos y los comunicase con solo cinco galeras y un patache. Llegaron estas naves á las costas enemigas, y pasaron tan adelante en la observación, que dieron tiempo á los turcos para que, dándose á la vela en cincuenta y cinco galeras que había ya aparejadas, viniesen á su encuentro. No era posible excusar el combate, ni Ribera lo intentó tampoco. Allí, rodeado de naves enemigas, metido en un círculo de fuego que formaba en derredor suyo la numerosa escuadra turca, se mantuvo tres días peleando casi sin descansar. Al amanecer del cuarto, se halló solo con sus naves y treinta de turcos rendidas ó deshechas, y más de tres mil cadáveres de ellos que flotaban sobre las aguas. El resto de la escuadra enemiga sin general, porque quedaba también muerto, huía á lo lejos. Extendióse más y más con esto la fama del gobierno de Osuna, y tembló toda la Italia amagada de sus armas. Era el Duque altivo con los grandes, benévolo con los pequeños, liberal y magnífico en todas sus cosas, verdadero ejemplar de la antigua nobleza española, aquella que combatió en Olmedo y en Epila, y luego, especialmente, mordaz, iracundo, no habiendo cosa mala que no dijese, ni cosa buena que no hiciese: más capaz de sustentar cetro en sus manos, que no de respetar otro, aunque fuese el de su propio Rey. Llegaba en su ira á hablar en público, con poco respeto de Felipe, y aun se añade que solía llamarle el tambor mayor de la Monarquía . Deslucieron principalmente sus buenas cualidades la lascivia y la codicia; pero éstas, á cuenta de las otras, perdonábaselas la muchedumbre popular y era cada día más querido de ella. No había para él ni leyes, ni tribunales, ni regalías: su voluntad era únicamente la que regía, aunque fundada las más veces en la justicia; y como las leyes de entonces estuviesen hechas más en ventaja y favor de las clases altas que no de las bajas y plebeyas, todo lo que por este motivo era más alabado del pueblo, venía á ser aborrecido de los nobles, de los tribunales y clero. Pero él no reparaba en eso y seguía constante en su camino, guiado solo por la sed de nombre y de gloria que le acosaba. Un hombre de esta naturaleza no podía menos de simpatizar con los patrióticos intentos del marqués de Villafranca. El de Bedmar, D. Alfonso de la Cueva, no era indigno, ciertamente, de alternar con aquellos dos hombres ilustres; antes los igualaba en muchas cosas, y en astucia y destreza los superaba, ayudándoles en todo.

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