Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras

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Harum partió.

Yaye se volvió á las dos damas.

– A propósito, señoras, dijo: ¿qué gentes hay en esta casa?

– Debe haber un soldado viejo que sirve al capitan Sedeño, y que es tan infame como él, y dos criadas.

– Y no hay mas gentes en la casa.

– No señor.

– En ese caso llamad á ese criado.

– Pero…

– Llamadle.

Poco despues Estrella, dominada por el acento de confianza de Yaye, llamó á grandes golpes á la puerta de entrada.

Oyéronse lentas y fuertes pisadas tras aquella puerta, luego ruido de llaves y rechinar al fin una cerradura: abrióse la puerta y se presentó un hombre de estatura atlética y semblante avieso que adelantó descuidado, sin reparar por el momento en Yaye.

– ¡Vamos! ¿qué quereis? dijo con acento bronco, ¿no es hora ya de descansar? ¿ó es que estamos aquí para andar como un zarandillo de brujas por esa mujer que nunca acaba de morirse?

En aquel momento el hombre que habia entrado y que solo habia dirigido su mirada, en que se veia una impura codicia, á Estrella, reparó en Yaye.

Entonces se pintó en su semblante una expresion feroz, y dirigiéndose al jóven exclamó:

– ¿Quién sois? ¿quién os ha introducido aquí?

Yaye, no contestó á aquel hombre: volvióse hácia la puerta por donde habia entrado y exclamó.

– ¡Ola! ¡á mí!

Un monfí entró inmediatamente en la cámara.

– ¡Oh! ¿qué es esto? gritó el soldado arrojando una feroz mirada á las dos mujeres, y poniendo mano á su daga, única arma que tenia consigo.

– Desarma á ese hombre, dijo Yaye al monfí que habia quedado inmóvil á pocos pasos de la puerta por donde habia entrado.

En este momento la situacion de las personas de nuestro cuadro era la siguiente: Estrella estaba de pié delante del lecho ocupado por su madre; Yaye en medio de la cámara; el soldado servidor del capitan, á pocos pasos de la puerta de entrada, y el monfí que habia acudido á la voz de Yaye, á igual distancia de la otra puerta de servicio.

Aquella situacion solo duró un momento: el soldado avanzó hácia Yaye, daga en mano, y el monfí, rodeándose la capa al brazo, se colocó de un salto entre el emir y su agresor, recibió una puñalada de este en su capa, le asió, le desarmó, apretándole la mano derecha con la fuerza de unas tenazas de hierro, le doblegó, y quedó inmóvil sujetando al soldado por el cuello.

Este rugia.

– ¿Qué mas hombres que tú hay en la casa? dijo Yaye.

El soldado continuó en sus inútiles esfuerzos por desasirse de los puños del monfí, que le oprimia con una fuerza salvaje, pero no contestó.

El monfí comprendió que era una irreverencia punible en aquel hombre, el no contestar á la pregunta del emir, y le apretó el cuello de una manera despiadada.

El soldado lanzó un grito de dolor.

Yaye repitió su pregunta.

– No hay mas hombre que yo, dijo, cediendo á aquella especie de tormento, el soldado.

El monfí comprendió que debia aflojar sus dedos y aflojó.

– ¿Y qué otras personas hay en la casa? continuó Yaye.

– Una vieja cocinera y una criada.

– ¿Dónde están?

– En la cocina.

– Llévate á ese hombre, dijo Yaye al monfí.

El monfí arrastró consigo al soldado que no se podia valer.

– ¿Pero qué quereis hacer conmigo, señor? dijo todo trémulo el soldado.

– Llévate á ese hombre, repitió Yaye: que le aseguren los otros de modo que no pueda escaparse ni gritar, y tú vuelve.

El monfí hizo un esfuerzo y, en silencio, siguió arrastrando consigo asido del cuello y doblegado á aquel hombre, y desapareció por la puerta de servicio.

– ¡Ah! exclamó Estrella: Dios ha tenido al fin compasion de nosotras y os ha enviado para salvarnos. ¿Pero nada temeis caballero?

– Nada absolutamente, señora; descansad en la confianza de que sois libres, enteramente libres; ¡ay! ¡Ojalá que como he podido libertaros pudiera devolver la salud á vuestra madre!

– ¡Oh! yo soy en este momento muy feliz, caballero, dijo la enferma: no sé por qué creo que vos sereis para mi hija un doble apoyo, un hermano, y muero tranquila.

– ¡Oh, madre mia! acaso… si Dios tuviera misericordia de nosotras… exclamó Estrella; ya que hemos encontrado un corazon generoso que nos ampara…

– No, no, hija mia, dijo la enferma con acento débil y cansado… esto se acaba… se acabará dentro de algunos momentos… y luego… quedando tú amparada, me importa poco morir… acercaos, caballero… acercaos.

Yaye adelantó.

– Dentro de poco, dijo la moribunda, mi hija habrá quedado sola sobre la tierra… es demasiado hermosa para que no corra mil peligros… sin embargo, mi hija tiene unos parientes que no la conocen; mi padre el duque de la Jarilla…

– ¡El duque de la Jarilla! exclamó Yaye.

– Yo no puedo deciros lo que quisiera; necesito reconcentrar mis fuerzas para hablaros; me muero… es preciso que concluya… si mi padre hubiere muerto… si los parientes de mi hija no la reconociesen… no la amparasen…

– Vuestra hija, señora, tendrá en mí un hermano, un hermano poderoso.

– ¡Un hermano poderoso! exclamó con admiracion la moribunda. ¿Quién sois pues?

– Soy rey de los monfíes de las Alpujarras.

– ¡Rey! exclamaron á un tiempo con asombro la moribunda y Estrella.

– Diez mil hombres, tan fuertes y tan valientes como el que acaba de apoderarse del infame servidor de ese infame capitan, obedecen mi voz.

– ¡Ah! ¡pero sois moro! ¡sois infiel! exclamó con desaliento la moribunda.

– ¿Y bien, un moro no puede ser caritativo y caballero? exclamó con orgullo Yaye.

– ¡Oh! si, si, exclamó la enferma con acento inspirado: todo lo espero de vos, todo, y creo, añadió con acento solemne, Dios me lo dice en mis últimos momentos… vos sereis mas que un hermano para mi pobre Estrella… mi pobre Estrella puede ser para vos… la salvacion de vuestra alma.

La imprevista prediccion de la moribunda, hizo sentir á los dos jóvenes una impresion indefinible, misteriosa, desconocida: Yaye miró de una manera involuntaria á Estrella, y encontró los ojos de esta fijos de una manera ardiente en los suyos.

Pero instantáneamente los dos jóvenes bajaron los ojos: Yaye estaba profundamente pálido, Estrella encendida con un magnífico rubor que habia dado á su semblante las tintas de una rosa de Alejandría.

– ¡Oh! ¡si! ¡sereis mas que hermano y hermana! dijo la moribunda que habia aspirado la conmocion de entrambos jóvenes.

Luego asió sus manos y las unió.

Dominados por la situacion, por el fuego febril que les comunicaban las manos de la enferma, por un impulso poderoso, los dos jóvenes cayeron de rodillas á los piés del lecho, continuando de una manera fatal con las diestras enlazadas.

– Si, si, continuó la moribunda: Dios me inspira: sereis mas que hermanos hijos mios… sí, pronto ó tarde á pesar de todos los obstáculos que se crucen ante vosotros, sereis esposos.

– ¡Esposos! exclamaron con asombro los dos jóvenes.

Y por una fatalidad creciente, sus manos continuaron enlazadas y se estrecharon con fuerza.

La moribunda puso sus diáfanas manos sobre sus cabezas, y los bendijo.

En aquel momento Yaye se levantó, asombrado de lo que pasaba por él: aquella era una complicacion mas en su vida.

Al levantarse, vió que dos monfíes estaban en la cámara.

¿Habia enviado Dios á aquellos hombres para que sirviesen de testigos á aquella especie de casamiento hecho por las manos de una madre moribunda, manos que parecian consagradas por lo solemne de la situacion y por el sufrimiento, casi por el martirio?

Yaye procuró lanzar de sí aquella pesadilla, poniéndose en contacto con la vida real.

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