Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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Poco despues Estrella salió llorando, y se quedó de pié, en silencio, al lado de una mesa, junto á la cual, silencioso é impresionado, estaba Yaye; el sacerdote que llevaba consigo la extremauncion, quedó en la cámara con el sacristan y los acompañantes del viático.
Durante algun tiempo nada se oyó en el dormitorio; sin duda la moribunda estaba confesando; pero un cuarto de hora despues, se oyó dentro la campanilla. Estrella cayó de rodillas con las manos cruzadas sobre el pecho; los asistentes se arrodillaron á su vez, y Yaye se arrodilló lentamente, y, aunque musulman, rogó á Dios por la salvacion de la moribunda; los dos monfíes que habian quedado á la puerta, se arrodillaron tambien, imitando á su señor.
Y cuando todos estaban arrodillados, cuando todos oraban, cesó de repente la campanilla, se abrió la puerta, y el monago que habia penetrado con el sacerdote, dijo con su voz atiplada de niño de coro, y con la frialdad de quien está acostumbrado á tales situaciones:
– ¡Señor licenciado Dávalos! ¡acudid, acudid pronto con la extremauncion, que la enferma se muere!
– ¡Mi madre! exclamó Estrella, y dió algunos pasos hácia el dormitorio; pero se detuvo, vaciló, y cayó desmayada entre los brazos de Yaye.
Media hora despues, nadie quedaba en la casa del capitan Sedeño, á escepcion de un cadáver de mujer.
Yaye habia dado con sus monfíes un golpe de mano; habia trasladado, desmayada aun, en una litera, á Estrella, á la linda casa que le habia buscado Harum, y habia mandado retirar los monfíes del subterráneo de la casa del capitan y de la calle de San Gregorio. El criado de Alvaro de Sedeño, y las dos criadas, habian sido conducidos á la casa de Yaye, y encerrados en los sótanos.
Las huellas habian quedado borradas, y nadie hubiera creido que por aquella casa, donde solo quedaba la muerte, habian pasado los monfíes.
CAPITULO XIV.
En que se sabe por qué habia dejado su casa el capitan estropeado
Retrocedamos un tanto á la madrugada del dia anterior, en que el capitan Sedeño habia salido de Granada en direccion á las Alpujarras.
Urgente debia ser el motivo que á ellas le llevaba, puesto que aguijaba su caballo todo cuanto podia correr el animal, sin cuidarse de si reventaria ó no.
Antes de llegar al Padul, entró en una venta, pronunció algunas palabras en árabe al oido del ventero, y le entregó el caballo; poco despues el ventero sacó otro caballo enjaezado con los arneses del primero, montó el capitan, aunque cojo, con la misma facilidad que pudiera haberlo hecho un hombre sano, y tomó de nuevo el camino, con toda la rapidez de que era capaz su nueva cabalgadura.
Cuatro veces mudó de caballo en la misma forma, y antes de las ocho de la mañana, dejando á un lado la villa de Orgiva, tomó por la misma loma y por el mismo barranco que al principio de esta historia vimos tomar á Yaye y Adb-el-Gewar.
Al llegar al bosque de pinos, lanzó un agudo silbido, y algunos monfíes adelantaron.
Mostróles el capitan un pergamino enrollado, leido el cual por el walí que mandaba los monfíes, le hizo desmontar, le vendó los ojos, le prestó su brazo para servirle de guía y de apoyo, y llevando otro de los monfíes el caballo del diestro, se introdujeron en la selva; atravesaron estrechos y pendientes senderos, bajaron á un profundo barranco, treparon por entre las breñas á una gigantesca cueva, y cuando estuvieron dentro, el walí se llevó una pequeña corneta á los labios y dejó oir un toque particular.
Poco despues se vió moverse una enorme roca, y dejar patente una puerta de hierro, abierta tambien.
Entraron el walí, el alférez y el monfí que llevaba el caballo, y la puerta volvió á cerrarse.
Allí imperaban ya las tinieblas: de trecho en trecho una linterna clavada en la pared de una ancha mina abovedada, determinaba una escasa luz: al pié de cada una de aquellas linternas y como centinela, se veia un monfí armado.
A pocos pasos que adelantaron en la mina, el monfí que conducia el caballo torció por una de las galerías que á trechos se veian á derecha é izquierda, y el walí y el alferez, continuaron solos la mina adelante.
Al fin de ella llegaron á un ensanchamiento octógono de muros y bóveda árabe de ladrillo agramilado, á cuyo frente se veia una puerta ornamentada, y delante de ella una numerosa guardia con ostentosos trages musulmanes. El walí que conducia al alférez habló algunas palabras con el walí de la guardia, é inmediatamente aquel abrió con una llave dorada la puerta, dando paso al walí y al capitan Sedeño.
La puerta volvió á cerrarse.
Entonces el walí quitó la venda al capitan.
Se encontraban ya en la parte maravillosa del alcázar subterráneo.
Era una magnífica galería sustentada por arcos calados sobre columnas de alabastro: bellísimas lámparas producian á través de sus velos de gasa una luz languida; cubria el pavimento una muelle alfombra; veíanse de trecho en trecho, é inmóviles como estátuas, esclavos negros, vestidos de púrpura, y era por último, aquella galería, el magnífico ingreso de un alcazar admirable.
Siguieron adelante, atravesando galerías y cámaras, hasta llegar á una, en cuya puerta hizo esperar el walí á Sedeño.
Poco despues salió, y dijo al capitan:
– El poderoso Yuzuf, padre del elegido de Dios Muley Yaye-ebn-Al-Ahamar, emir de los monfíes de las Alpujarras, te espera.
Alvaro de Sedeño entró en una ostentosa cámara, y se despojó respetuosamente de la gorra.
En aquella cámara, pensativo y triste, se paseaba un anciano, sencilla aunque magestuosamente vestido.
Cualquiera al verle con su blanca toca revuelta á la cabeza, su caftan negro y su ancho y flotante albornoz blanco, le hubiera tomado por un patriarca de los antiguos tiempos.
Alvaro de Sedeño adelantó cojeando, y dijo á cierta distancia del anciano:
– Que Dios el Altísimo y Unico, te guarde, poderoso Yuzuf.
El anciano se detuvo, y miró de una manera profunda y severa á Sedeño.
– ¿Qué quieres? le dijo.
– Vengo á verte, poderoso Yuzuf, impelido por muchas razones.
– Siéntate, le dijo el anciano, señalándole un divan.
Sedeño se sentó: Yuzuf se sentó junto á él.
– ¿Hay en los aposentos cercanos alguien que pueda oirnos? dijo el capitan.
– ¿Cual de los mios, dijo con autoridad Yuzuf, se atreveria á exponer su cabeza por satisfacer sus oidos?
– Puesto que nadie mas que tú puede escucharme, dijo el capitan, escúchame, emir.
Yuzuf tomó una altiva actitud de atencion, y el capitan Sedeño empezó de esta manera:
– Será preciso que me otorgues algun tiempo y alguna paciencia, señor: necesito recordarte cosas que tú pareces haber olvidado.
Frunció el cano entrecejo Yuzuf.
– Nada tiene de extraño, que tú, en medio de los cuidados que te cercan, continuó el capitan, olvides los asuntos de un hombre como yo, que comparado contigo en fuerza y en grandeza, soy lo que seria un grano de arena comparado con una roca; por lo mismo reclamo tu indulgencia para mis palabras.
– Al asunto, al asunto, Sedeño, dijo Yuzuf con impaciencia; graves pensamientos me ocupan, y solo me he prestado á escucharte, suponiendo que te traia á mí algun empeño de gran interés.
– Vuelvo á reclamar tu indulgencia, señor, y procuraré ser todo lo breve posible.
Hace cuarenta años, cabalmente los de la edad que tengo, que un matrimonio castellano, fue asesinado entre las breñas de las Alpujarras. El era un soldado hidalgo que iba al pueblo de Orgiva; ella una hermosa jóven de las montañas de Santander: la mujer, cuando fue asesinada, llevaba entre sus brazos un niño. Aquel niño era yo. Los asesinos de mi padre, fueron los monfíes de las Alpujarras.
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