Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras

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Todo en aquella cámara tenia los visos de una prision, y de una prision donde se guardaban dolores agudos.

La enferma era efectivamente una moribunda; pero á pesar del estado de demacracion en que la habia constituido la tisis, esa terrible enfermedad que no abandona la presa hasta que la deseca para la tumba, notábase que aquella dama, porque dama era, no habia llegado aun á la vejez: apenas contaria cuarenta años, á pesar de lo cual estaba tan gastada, tan abatida como una anciana de ochenta; las formas de esta mujer, aunque excesivamente descarnadas, constituian por su estructura una gran hermosura, pero una hermosura pasada, empalidecida por los sufrimientos y por la enfermedad: la blancura de este semblante era extremada, como extremado era el negro color de sus ojos, de sus cejas y de sus cabellos.

Una tos seca, penosa, terrible, tos que agotaba las fuerzas y el sufrimiento de la enferma, se dejaba escuchar sin interrupcion; sus ojos tenian un brillo fosforente, el brillo de la fiebre, y estaban notablemente hundidos; la jóven lloraba de una manera silenciosa, desesperada, y de tiempo en tiempo se levantaba, iba á un velador, tomaba una taza de plata y daba de beber á la enferma.

Llegó un punto en que la enferma tuvo un acceso horrible de tos, á la que sobrevino un vómito de sangre: la jóven lanzó un grito de terror y se avanzó á la puerta, que golpeó de una manera desesperada pidiendo á gritos socorro.

– ¡Estrella! ¡Estrella! ¡hija mia! exclamó esforzándose la enferma; esto ha pasado… yo creo que dentro de poco, de muy poco tiempo, esto habrá pasado de todo punto.

– ¡Ah, madre mia! exclamó volviéndose la jóven, pálida como un cadáver y haciendo retroceder á Yaye que, impulsado por su caridad, habia dado un paso hacia el interior.

Afortunadamente ninguna de las dos mujeres, dominadas por la situacion, le vió.

Estrella, pues asi hemos oido llamar á la jóven por su madre, volvió al lado de esta como impulsada por un poder superior.

– Siéntate á mi lado, dijo con acento solemne la enferma.

Estrella, dominada por el mandato de su madre se sentó en un sillon al lado del lecho.

– Es necesario que tengas valor, hija mia, dijo la enferma: Dios me dice que dentro de muy poco voy á ser libre, que vamos á separarnos.

Estrella rompió á llorar en silencio, y se cubrió el rostro con las manos.

– Pero yo no quiero que murais, no, exclamó levantándose en un movimiento nervioso, que revelaba una fuerza de voluntad á toda prueba: no, no quiero que murais y no morireis.

– Nadie se opone á la voluntad de Dios: por lo mismo y como necesito hacerte graves revelaciones, como me queda poco tiempo de vida, es inútil que ninguno de los infames criados de ese hombre venga á interrumpirnos para traernos un socorro que seria inútil. No llores, esto debias haberlo previsto hace mucho tiempo.

Hubo un momento de solemne silencio.

– He sido muy desgraciada, hija mia, continuó la enferma, y mi mayor desgracia es el dolor que llevo á la tumba, de dejarte sola, abandonada, en poder de ese infame.

– Sin duda, Dios, madre mia, dijo Estrella, ha castigado en nosotras algun gran crímen de nuestra familia.

– Sí, Dios castiga á los opresores con la opresion de sus propios hijos. Altivas, soberbias, poderosas, hemos venido á acabar en esclavas… en diez años de cautiverio horrible… en poder de un demonio. Acércate mas, hija mia; temo que haya tras esos tapices alguien que nos escuche. Lo que tengo que decirte es muy grave.

Estrella se levantó maquinalmente, se arrodilló en el sillon en que habia estado sentada y se apoyó en el lecho.

Durante algun tiempo nada pudo oir Yaye: las dos mujeres hablaban demasiado bajo: aquella conferencia duró mas de una hora, conferencia interrumpida por agudos accesos de tos.

Yaye notó que al concluir la enferma su revelacion, que revelacion debia ser aquella tan recatada, se quitó del cuello una cadena de oro de la que pendia una joya, cuya forma no pudo distinguir Yaye en razon á la distancia.

Luego la enferma siguió hablando naturalmente, pero su voz era ya mas opaca, mas cadavérica.

– Si logras que alguna vez tus parientes castellanos conozcan tu suerte, hija mia, ellos que deben ser poderosos, ellos que deben gozar del favor del emperador, te ampararán y te vengarán, si es necesario que te venguen.

– ¡Oh, nada temais, madre mia! ¡nada temais! exclamó con una energia casi salvaje la jóven: ese hombre que os ha hecho probar cuantas desgracias puede probar una mujer, no hará tan infeliz á la hija como á la madre; no, no, lo juro por el Dios que está en los cielos. Vos habeis tenido razones que no solo os disculpan, sino que os honran: vos teniais una hija: yo, si Dios es tan cruel que me os arrebate, no tengo nada que me ligue á la vida: pereceré antes que sucumbir al infame: pereceré, pero pereceré vengándoos: ¡ay del infame aventurero!

– ¡Oh señor! ¡señor! exclamó la pobre enferma: ¿Sereis tan implacable que me negueis el consuelo de saber que mi hija queda amparada por sus parientes?

– ¡Oh! no es posible alentar ninguna esperanza, madre mia. Yo alentaba una… el jóven aquel á quien pude hablar por un milagro, hace un mes, cuando paramos en un meson, parecia noble y generoso… y sin embargo… ese jóven me ha olvidado… ó no ha podido… ¿quién sabe? ¿y luego qué importa á nadie la suerte de dos mujeres?

Y Estrella acreció en su llanto desconsolado.

Yaye creyó que habia llegado el momento de presentarse: la enferma parecia próxima á su fin, y era necesario que llevase á la tumba el consuelo de que su hija no quedaba desamparada.

Al abrir la puerta, aquella puerta rechinó, Estrella volvió azorada la cabeza, y en su rostro apareció una expresion de espanto: sin duda estaba acostumbrada á ver asomar por aquella puerta un ser terrible.

Pero instantáneamente su rostro se tiñó con un color febril, adelantó rápidamente algunos pasos hácia Yaye, como una hermana que sale al encuentro de su hermano, pero se contuvo por pudor.

– ¡Ah! ¡sois vos, caballero! dijo.

– Sí, sí, yo soy, que llego en el momento supremo.

– ¡Es él! ¡es él, madre mia! ¡el jóven del meson de las Alpujarras!

La enferma quiso incorporarse, pero no pudo. Estrella asió por una mano á Yaye, como si le hubiese conocido desde mucho tiempo antes, y le llevó junto al lecho: la enferma posó en él sus hundidos ojos.

– ¡Oh! dijo! ¡si sois honrado y leal y venís á salvar á mi hija, á librar á una pobre madre de la inquietud mortal de dejarla abandonada en el mundo, que Dios os bendiga, caballero!

– Os juro, señora, proteger á vuestra hija como si fuese mi hermana, dijo con entusiasmo Yaye.

– Acaso vuestro poder no alcance á protegerla.

– Mi poder alcanza á mucho, señora, dijo con suma confianza Yaye.

– Sin embargo, temo por vos mismo. ¿Cómo os habeis introducido aquí? ¿Sabeis quién es el hombre que nos guarda? ¿Sabeis que si por desdicha sobreviniese…?

– Aunque ayudase el infierno á ese infame mutilado, nada podria hacer contra mí.

– Respeto las razones que tengais para apoyar vuestro dicho… pero es preciso ganar tiempo…

– Nada temais… os repito que nada teneis que temer… ved por el contrario qué quereis, qué necesitais.

– ¿Qué quiero? ¿qué necesito? exclamó con alegría la enferma: ¿podreis procurarme un sacerdote?

– ¡Oh! ¡sí! ¡hola, Harum!

Presentóse inmediatamente á la puerta el monfí, asombrando á las dos mujeres que no acertaban cómo podia ser aquello.

– Al momento, al momento, Harum, le dijo Yaye, acercándosele y hablándole en voz baja: ve por un sacerdote cristiano para auxiliar á un moribundo; que traiga consigo la comunion y la extremauncion; que suba á ocupar tu lugar uno de los otros, y escucha: Yaye habló por algun tiempo en secreto con el monfí.

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