Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras

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Dos horas despues salia una litera cerrada del casuco que habitaba Harum: aquella litera entró poco despues en una linda casita de la calle de las Tres Estrellas en el Albaicin.

CAPITULO XIII.

De cómo la caridad era una virtud peligrosísima para el poderoso emir de los monfíes Muley-Yaye-ebn-Al-Hhamar

Llegó la noche, y por cierto, lóbrega y tempestuosa.

Poco despues del oscurecer algunos hombres, como en número de doce, envueltos en largas capas, se extendieron por las calles de San Gregorio el alto y sus circunvecinas y se ocultaron en los dinteles de las puertas.

Al poco tiempo otros dos hombres, embozados tambien hasta los ojos, llegaron á la puerta de la casucha habitada por Harum, y uno de ellos abrió la puerta: el que le seguia entró.

El que habia abierto la puerta lanzó un silbido prolongado, entró y cerró.

Poco despues un embozado, llegó á la puerta y llamó: abriéronle y un hombre que tenia una linterna en la mano, le introdujo en una habitacion del piso bajo. Sucesivamente llamaron y entraron otros cinco hombres.

Cuando estuvieron todos dentro, el hombre que les habia abierto les dijo:

– Seguidme.

Aquel hombre era Harum.

Los seis hombres que habian entrado y estaban desembozados, mostraban los semblantes mas angulares y fatídicos del mundo, bajo las anchas alas de sus sombreros gachos, y las espadas de mas voluminosa empuñadura y mas largos y torcidos gavilanes que podian darse, pendientes de los talabartes: ademas, cada uno de estos hombres, llevaba sujetos á la cintura una daga buida, y dos largos pedreñales ó pistolas.

Aquellos seis hombres eran monfíes escogidos entre lo mas duro y valiente de todas las taifas de monfíes de las Alpujarras.

Aquellos seis hombres siguieron á Harum, que los llevó en derechura á la mina que ponia en comunicacion la casa ocupada por el capitan estropeado, con el palacio de don Diego de Válor.

Cuando estuvieron allí, Harum los extendió por la mina y les dió la consigna siguiente:

– Las dagas en las manos. Si sobrevienen gentes por cualquiera de los dos extremos, se las detiene, y se avisa con un silbido. Si oponen resistencia, obrad como quienes sois. Atencion y silencio.

Volvió á salir por el boqueron, y poco despues apareció con un hombre enteramente encubierto, y tomó la direccion de la escalera que conducia á la casa del capitan.

– Espera, le dijo el hombre que le seguia: ¿se va por aquí al aposento donde he estado preso?

– No señor, contestó Harum, se va por la parte opuesta.

– Pues llévame allá: tengo curiosidad de saber lo que allí puede haber sucedido.

Harum se volvió y condujo á Yaye al lugar indicado.

Al entrar en él notó el jóven que algunos objetos que antes estuvieron sobre la mesa, estaban rotos y esparcidos por el suelo; levantadas las ropas del lecho, como si alguien hubiese buscado algo bajo él y los sillones tirados por el suelo.

Yaye lo comprendió todo; aquellos eran los vestigios del furor impotente de doña Elvira al verse burlada.

– ¡Ah! ¡ya lo sospechaba yo! dijo con acento sentido el jóven, porque sin saber por qué, le lastimaba la desesperacion de doña Elvira.

Yaye en su foro interno atribuyó aquel sentimiento á caridad.

Salió de aquella especie de calabozo, y pasó, perfectamente cubierto el rostro con un antifaz, por delante de los seis monfíes, que inmóviles y silenciosos como estátuas, estaban apoyados de espaldas contra la pared á lo largo de la mina.

Treparon por las escaleras que subian hasta la puerta, delante de la cual, por falta de una llave maestra, se habia detenido aquella mañana Harum.

No sucedió entonces lo mismo: el walí, transformándose en ladron, sacó un instrumento de hierro de entre su talabarte, lo introdujo en la cerradura, y sin causar ningun ruido y con gran facilidad, descorrió el fiador, que era de resorte: entonces la puerta giró sobre sí misma sin ruido, y pudo notarse que por la parte de delante, era una verdadera puerta secreta disimulada en la tapicería.

El lugar en que habian desembocado Yaye y Harum era una cámara extensa y sombría, cuyos tapices representaban asuntos de la historia antigua: aquellas gigantescas figuras de fuerte colorido, parecian fantasmas, destacándose débilmente sobre el fondo oscuro, y la alta ensambladura de pino, ennegrecido por el tiempo, acabada de dar á la cámara en aquella situacion y á aquella luz un tinte sombrío.

Los muebles que la alhajaban eran ricos, pero antiguos, y en un ángulo se veia un voluminoso lecho de nogal tallado, intacto, con las cortinas de damasco rojo entreabiertas. Junto á un armario cerrado habia un arnés de guerra limpio y sencillo, y acá y allá, en las paredes, sobre los tapices, algunas excelentes armas, tales como espadas, arcabuces y pistolas.

– Este debe ser el dormitorio del capitan Alvaro de Sedeño, dijo Harum en voz baja á Yaye, y es por cierto para él una fortuna el estar ausente; de otro modo nos hubiera sido preciso estropearle mas. Pero aquí hay tres puertas: esta casa es demasiado grande y yo no la conozco; pues bien, adelantemos á la ventura.

Y se dirigió á una puerta pequeña situada á los piés del lecho, que estaba cerrada, y que abrió Harum valiéndose de la llave maestra.

A juzgar por la facilidad con que Harum manejaba aquel instrumento, cualquiera le hubiese tomado por un ladron de oficio.

Una vez franqueada aquella puerta, nuestros dos exploradores se encontraron en un corredor estrecho, de techo bajo y paredes blanqueadas: siguieron adelante, pero al llegar á la parte media del corredor, les detuvo un gemido de dolor.

– ¡Misericordia de Dios! dijo Yaye profundamente afectado; mucho me engaño si ese no es el gemido de un moribundo.

– Y si el moribundo no es una mujer, dijo Harum juzgando por otro segundo gemido.

Apenas habia pronunciado el monfí estas palabras, cuando se oyó una voz timbrada por el dolor, pero juvenil y sonora, que exclamó:

– ¡Ah! ¡madre mia! ¡pobre madre mia!

Yaye hizo á Harum una indicacion de que no se moviese, y él solo adelantó hácia una puerta entreabierta, situada en el fondo del corredor.

Yaye miró al interior; la sangre retrocedió de sus extremidades á su corazon, y permaneció inmóvil, mirando y escuchando con toda su alma y sin atreverse á pasar adelante.

¿Qué era lo que habia visto Yaye que asi le interesaba y asi le conmovia?

Vamos á presentarlo á continuacion á nuestros lectores.

Era una cámara tan sombría y extensa como la primera por donde habian pasado Yaye y Harum.

Una lámpara puesta sobre una mesa de mármol, bajo un gigantesco espejo de acero, iluminaba debilmente aquel gran espacio, alcanzando apenas á dejar ver de una manera informe las figuras gigantescas de la tapicería. Una chimenea de mármol, enorme, sostenida por cariátides y con ornamentacion del gusto del renacimiento, se veia al fondo limpia y desprovista de fuego en razon á la estacion, lo que daba á la cámara algo de frio y de extraño: á un lado habia un lecho enorme, semejante al que hemos descrito anteriormente; pero aquel lecho no estaba abandonado; por el contrario, en él estaba una enferma.

Arrojada sobre el lecho, asiendo las manos de la enferma, y llorando y besándola alternativamente, habia una jóven vestida de blanco de extraordinaria esbeltez.

Al frente de este lecho y cabalmente enfilando la cabecera, estaba la pequeña puerta tras la cual escuchaba Yaye.

Ultimamente habia una gran puerta de entrada y otros dos balcones; pero quien se hubiese acercado á ellos hubiera notado que estaban aseguradas sus maderas con barras de hierro fuertemente clavadas en los marcos, lo que demostraba que aquellos balcones no se abrian.

Por lo tanto las moradoras de aquella habitacion estaban condenadas á alumbrarse continuamente con luz artificial.

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