Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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– Ya os he dicho, continuó dominándose Yaye, que en el momento en que doña Isabel ha pertenecido á otro hombre he dejado de amarla.
– Es que doña Isabel no ha pertenecido á nadie, exclamó con una malignidad indescribible doña Elvira, ni aun á su hermoso Yaye, á quien ama con toda su alma… me habeis llamado adúltera porque el amor me ha arrojado en vuestros brazos: ¿y creeis que no seria tambien adúltera doña Isabel, vuestra virtuosa doña Isabel, si vos la hacias oir una sola palabra de desesperacion..? ¡oh! ¡las mujeres cuando amamos no reparamos en nada…! ¡el amor ha sido creado por Dios para que le sienta única y exclusivamente la mujer!
Yaye se contenia visiblemente: notábase, á pesar de su profunda reserva, no solo que no amaba á doña Elvira, sino que le inspiraba aversion.
Doña Elvira aspiraba perfectamente el sentimiento que se filtraba, por decirlo asi, del semblante del jóven, le comprendia y se irritaba.
– Mi casamiento, dijo fue el resultado de una apuesta, y he sido muy desgraciada: yo amaba á mi esposo y á fuerza de humillaciones he llegado á aborrecerle: yo debia vengarme de él tarde ó temprano; pero no he sido una mujer impura que se prostituye solamente por venganza: era necesario que mi corazon al vengarse aspirase otro amor… os ví… os amé, os he amado largo tiempo en silencio… y al fin… por casualidad, mi mismo esposo os puso en mis manos: he velado junto á vos anhelante, viendoos entre la muerte y la vida y despues de haberos salvado me he creido amada y vengada de las injurias que como mujer debia á mi esposo… vos me despreciais ahora Yaye… pues bien yo me vengaré… os juro que sereis mi esclavo, que no volvereis á ver la luz del sol.
– La pasion, una pasion que no comprendo bien os extravía, señora, dijo Yaye con una profunda calma: vos no teneis ningun derecho para privar á un hombre de su libertad.
– Si, si, es verdad: yo debo dejaros libre para que corrais á arrojaros á los piés de doña Isabel, para que podais decirla, ¡eres viuda…! ¡sé mi esposa…! ¡y yo entre tanto… deshonrada…! ¡perdida…! ¿que creeis que seria de mí si durante una larga ausencia de mi esposo diese á luz un hijo?
Yaye se estremeció.
– Y estoy segura… ¡oh! ¡si! ¡os amo tanto! ¡he sido tan feliz! ¡oh Dios mio! ¡Dios mio! al menos aunque él me desprecie… si me queda una prenda de su amor, seré feliz… muy feliz… y esa felicidad… de seguro me la ha concedido Dios.
– Dios no querrá que vuestra insensata pasion os haya llevado á tal punto señora. Dios no querrá que tengais un doble remordimiento… por el esposo y por el hijo: en cuanto á mí soy inocente, bien lo sabeis; si fuerais libre os haria mi esposa, os lo repito os lo juro.
– ¿Me haríais vuestra esposa si yo fuese libre? observó acentuando cada una de estas palabras doña Elvira.
– Cuidad lo que haceis, señora, dijo Yaye.
– ¡Qué! dijo doña Elvira con sarcasmo; ¿creeis que yo seria capaz de matar á mi marido por ser vuestra?
– Os lo confieso, aunque me cuesta violencia el confesároslo: os creo capaz de todo.
– Pues bien, dijo con una calma glacial doña Elvira: esperadlo todo de mí. Todo, hasta la venganza.
– Habeis elegido muy mal camino, señora, dijo Yaye con acento frio: ya os lo he dicho antes de ahora: sois impotente contra mí: os he suplicado que me pongais en libertad, que me dejeis volver entre los mios, y os habeis negado á ello á pretexto de que no volveria á veros. En efecto, una vez fuera de esta prision en que la casualidad me ha arrojado, no volveriais á verme sino por otra casualidad… porque el deber me manda apartarme de vos. Jamás hubiera yo incurrido en el crímen que hemos consumado, sino en un estado casi de insensatez, en un estado en el cual no pertenecen al hombre sus acciones.
– ¡Es decir, que teneis remordimiento de haberme poseido! exclamó con una soberana altivez doña Elvira.
– Sí, respondió con firmeza Yaye, hasta el punto que puedo tenerlos, porque os lo repito, mis actos, acabado de salir de una enfermedad terrible que habia afectado mi razon, no son mios: son los actos de un insensato… pero no insistiendo mas en esto os intimo por última vez para que me dejeis en libertad de ir á donde me convenga, puesto que ningun derecho teneis para retenerme á vuestro lado.
– ¡Jamás! exclamó doña Elvira.
– Pues bien, señora, dijo Yaye adelantando hácia doña Elvira, que retrocedió hácia la puerta; por mas que me cause repugnancia el ejercer con vos una violencia, hareme yo mismo libre, sobrevenga el escándalo que quiera.
Y adelantó aun mas hácia doña Elvira.
– ¡Ah! ¡no!.. exclamó esta: vos sereis caballero… vos no querreis emplear la fuerza contra una dama.
Yaye se detuvo á esta invocacion á su honor.
– Solo os suplico, dijo doña Elvira que mediteis en mi amor, en mi desesperacion: ¡sino os volviera á ver..! ¡qué! ¿tanto os costaria, sino podeis ser mi amante, ser mi amigo?
– ¿Me jurais, señora, sacarme de aquí?
– Os lo juro.
– Pues bien: cumplid vuestro juramento.
En aquel punto doña Elvira que gradualmente se habia acercado á la puerta, la ganó de un salto, y antes de que Yaye pudiera evitarlo la cerró, corriendo los cerrojos.
– Sí, sí, dijo doña Elvira desde detrás de la puerta: tú saldrás de aquí Yaye, pero muerto de hambre, ó entregado enteramente á mi: yo te lo juro.
Y se alejó lanzando una insensata carcajada que retumbó en la mina.
Luego se escucharon por algun tiempo sus pasos precipitados; despues todo quedó envuelto en el mas profundo silencio.
CAPITULO XII.
De cómo Dios premió la constancia de Yaye
Yaye quedó mudo de asombro y de cólera en el centro de la estancia.
Las últimas palabras de doña Elvira tenian una muy fácil explicacion.
«Tú saldrás de aquí muerto de hambre ó entregado enteramente á mí.»
Esto queria decir que doña Elvira pensaba valerse de algun brebaje para aletargar al jóven y conducirle á un lugar mas seguro; brebaje que solo podria evitar Yaye sentenciándose á morir. Era aquel el último límite á donde podria llegar el empeño de una mujer.
Yaye conoció que doña Elvira le tenia enteramente en su poder: la habitacion en que se encontraba, aunque ricamente alhajada, y cubierta de tapices, por lo reducido de su extension, por lo deprimido de su bóveda, por lo fuerte de su puerta, en que se veia un ventanillo, indicaba haber sido en otro tiempo destinada para encierro. Por aquel ventanillo podia doña Elvira introducirle alimentos preparados para producirle un estado de letargo, sin que Yaye pudiese usar de la menor violencia con ella. Yaye, pues, sacudió con fuerza la puerta; pero esta era muy fuerte, encajaba perfectamente y nada consiguió: metió el brazo por el ventanillo, y probó si alcanzaba á los cerrojos: esto tambien era inútil: los cerrojos estaban fuera del alcance de su brazo: su espada y su daga, cuyos gavilanes acaso le hubieran servido para alcanzar á los cerrojos, habian desaparecido: Yaye comprendió que si esperaba mucho tiempo, doña Elvira comprendería que los cerrojos no bastaban para asegurar á su prisionero, y buscaria otros medios de seguridad.
Era necesario encontrar una manera de descorrer aquellos cerrojos, y franquear cuanto antes aquella puerta. Una vez fuera, Yaye pensaba ocultarse en la oscuridad en la mina, y sorprender á doña Elvira cuando volviese.
Pero no se le ocurrió medio en lo humano: comprendió que estaba seriamente preso, y á merced del fatal amor de doña Elvira.
La única esperanza que le quedaba era que sobreviniese en aquellos momentos don Diego de Córdoba y de Válor.
¿Pero quién sabia lo que habia sido de don Diego?
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