Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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Desde aquel momento al en que le presentamos de nuevo á nuestros lectores, habia pasado, como hemos dicho, un mes.
Yaye estaba completamente restablecido y se paseaba lentamente por la estancia.
Doña Elvira estaba sentada en un sillon, contemplando con ansiedad al jóven, que estaba hermosísimo.
– ¿Con que esa es vuestra postrera resolucion? dijo doña Elvira.
– Mi resolucion decidida, contestó el jóven con acento severo.
Por algunos momentos doña Elvira, á quien pareció contrariar la respuesta de Yaye, guardó silencio, impaciente é irritada.
– ¿No os he dado bastantes pruebas de mi amor, dijo al fin con altivez, para que consintais en lo que deseo, en lo que ansío… en lo que debia llenaros de orgullo, porque lo que yo ansío, lo que yo deseo, es ser vuestra, enteramente vuestra?
– ¿Y no lo sois, señora? dijo dominándose Yaye, y procurando dar á su acento la dulzura del amor, ¿no soy yo vuestro?
– Si, aquí, entre el mas profundo misterio, en las entrañas de la tierra; cuando nadie mas que yo está á vuestro lado, cuando á nadie veis mas que á mi. Vos no me amais, Yaye… vos al decirme amores habeis mentido… si, habeis mentido… vos no amais mas que á vuestra ambicion… y despues de vuestra ambicion á mi cuñada doña Isabel, á pesar de que mi cuñada se casó con otro sabiendo que vos la amábais.
Yaye hizo un movimiento como para contestar, pero guardó silencio.
– Si, ella sabia que vos la amábais, y os pospuso á un hombre feroz, brutal, casi á un bandido… en cambio yo… yo os amo desde que os vi: cuando por una sucesion de circunstancias extrañas os tuve en mi poder, cuando yo sola podia veros, yo sola podia hablaros, mi alma se abrió á la esperanza y á la felicidad… despues vos habeis sabido engañarme, enloquecerme… me habeis hecho la mas feliz de las mujeres… ¡oh! ¡si! porque no hay en el mundo una felicidad semejante á la que vos me habeis hecho probar… ¡pero despues…!
El jóven se acercó á doña Elvira y la asió una mano.
– Escuchad, señora, la dijo: mi corazon os pertenece… es verdad que yo amaba á vuestra cuñada, ó que creia amarla…
– ¡Que creiais amarla! exclamó con ansiedad doña Elvira.
– Si, que crei amarla, porque mi afecto hácia ella mas que amor era empeño, un empeño como yo los concibo: tenaces, terribles, voluntariosos… la noticia de su casamiento causó en mí un efecto inesplicable… porque mi empeño se desvanecia, caia vencido ante el empeño de una mujer… no recuerdo lo que me aconteció… solo recuerdo que desperté un dia de un profundo letargo, calenturiento, dolorido, cansado en el cuerpo y en el alma… miré en torno mio y os vi anhelante, con las manos cruzadas, mirándome de una manera tal, que aun no he podido olvidar aquella mirada, hermosa y dulce como la de un ángel… yo no os conocia… vos tampoco me dijísteis quien érais… yo no os lo habia preguntado, porque no tenia voluntad mas que para miraros, ni corazon mas que para sentir vuestra hermosura y vuestra misericordia: pasábais junto á mi largas horas reclinada sobre mi lecho, mis manos en vuestras manos, mi mirada en vuestra mirada, confundiéndose nuestros alientos: llegó un punto en que… nos confundimos en uno; nos unimos, fuimos un solo ser que sentia una misma felicidad, que se embriagaba en sí mismo: yo os crei mi ángel, mi espíritu estaba aun perturbado… nada recordaba… habia vuelto á la vida… á una vida vigorosa, á una vida nueva… para mí este aposento, donde jamás entra la luz del dia, era un eden y era un eden por vos. Vos lo sabeis, señora: no podeis dudarlo: yo enloquecia bajo vuestras miradas, yo desfallecia de amor con vuestras caricias… ¿ha podido jamás un hombre pertenecer de una manera mas completa á una mujer?
– ¡Ha sido un sueño! ¡un hermoso sueño! dijo doña Elvira, cuyos ojos se arrasaron de lágrimas, ¡un sueño que no se ha desvanecido sino haciéndome pedazos el corazon!
– ¿Por qué me despertásteis? ¿por qué avivásteis mi memoria que la enfermedad habia entorpecido? ¿Por qué me dijísteis: tú eres Yaye-ebn-Al-Hhamar, emir de los monfíes de las Alpujarras?
– ¡Ah! ¡la ambicion ha matado en vos al amor!
– No por cierto: el emir, el poderoso emir de los creyentes que luchan en las montañas de las Alpujarras por el Islam, os hubiera asido de la mano, os hubiera presentado á los suyos y les hubiese dicho: hé aquí mi esposa; hé aquí vuestra señora; pero vos no os detuvísteis en vuestras revelaciones: me dijísteis: yo soy casada, lo que equivalia á decirme: somos adúlteros.
– ¡Ah! exclamó doña Elvira.
– Y no bastaba esto: me dijísteis soy esposa de don Diego de Córdoba y de Válor, lo que equivalia á decirme: somos infames, porque don Diego de Córdoba es pariente mio por parte de mi madre, como que mi madre era hermana del padre de don Diego.
– ¿Y qué importan todos los parentescos, todos los vínculos, cuando se ama como yo os amo?
– Doña Elvira el crímen siempre es el crímen, y no es puro el placer en el fondo de cuya copa se encuentra el remordimiento: yo soy inocente: el Altísimo lo sabe: acababa de salir de una enfermedad terrible cuando os vi á mi lado; me encontraba en una situacion extraña; yo os creia una hurí enviada por Dios para consolarme, porque yo no os conocia: lo que ha sucedido entre nosotros ha sido fatal; pero en el momento en que he conocido que nuestros amores ofendian á Dios y á los hombres, me he detenido, he vuelto atrás en la senda de la perdicion en que habia entrado sin saberlo…
– ¡Porque no me amais! ¡porque os habeis burlado de mí! exclamó con violencia doña Elvira.
– No os amo porque no debo amaros, señora; no os amo, porque perteneceis á otro hombre; porque me habeis engañado…
– ¡Porque amais á mi cuñada doña Isabel!
– Para que yo no ame á doña Isabel basta el que sea como vos una mujer casada.
– ¡Oh! si en vez de ser yo quien soy, fuera doña Isabel, no reparariais tanto en ofender á Dios y á los hombres, exclamó con despecho doña Elvira… y luego… ¡si doña Isabel fuese viuda… viuda y… vírgen…!
Yaye, á pesar del dominio que tenia sobre sí mismo, palideció de una manera marcada.
– ¡Oh! ¡si! ¡la amais! ¡la amais! exclamó con rabia doña Elvira, notando la conmocion de Yaye, la amais y me despreciais por ella… ¡pues bien! ¡sabedlo…! ¡os lo voy á revelar todo…! apenas Miguel Lopez habia entrado en nuestra casa de vuelta de la ceremonia… mi esposo, no sé por qué, le llevó consigo, sin darle ni aun tiempo de despedirse de doña Isabel: Miguel Lopez, mi esposo, mi cuñado don Fernando y cuatro lacayos, partieron para las Alpujarras: al dia siguiente volvieron los lacayos trayendo la noticia de que Miguel Lopez habia sido asesinado por los monfíes y que mi esposo y mi cuñado habian desaparecido.
– ¡Asesinado Miguel Lopez por los monfíes! exclamó Yaye, en cuya imaginacion surgió una sospecha: ¿y se ha confirmado esa muerte?
– Mi cuñada, vuestra hermosa doña Isabel, lleva luto por ella… ¡y está tan hermosa con su luto…!
– ¡Asesinado Miguel Lopez por los monfíes! repitió profundamente Yaye.
– ¡Oh! ¡ya se ve! existia un antiguo contrato entre vuestro padre y el padre de mi esposo; segun él, vos y doña Isabel debiais uniros para salvar ciertos intereses encontrados: no sé por qué, obligado acaso por la fatalidad, mi esposo entregó su hermana á Miguel Lopez… pero llegásteis vos… os encerrásteis con mi esposo… yo escuché vuestra conversación… y Miguel Lopez fue sentenciado…
– Os juro que yo no he tenido parte alguna, ni aun con la voluntad, en ese asesinato.
– Si, si: bien sé que el único autor de ese delito es don Diego de Córdoba, mi esposo, pero sé tambien que su delito es inútil, porque no os casareis con doña Isabel, os lo juro.
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