Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras

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Empezaba Yaye á desesperarse, cuando oyó en la mina unos pasos marcados de hombre: era la primera vez, despues que habia vuelto á la razon en aquel calabozo, que oia tales pisadas: supuso que doña Elvira le enviaria algun hombre pagado para intimidarle, y esto le irritó. Los pasos se acercaban y al fin se detuvieron junto á la puerta.

Yaye escuchó en silencio: el que se habia detenido junto á la puerta nada dijo durante algunos segundos.

Al fin se escucharon estas palabras pronunciadas por una voz contenida:

– ¿Estais solo, señor?

– ¿Qué es eso? ¿Quién me llama señor? dijo Yaye acercandose al ventanillo de la puerta.

– Soy yo, señor; vuestro fiel escudero; el walí Harum-el-Geniz.

– ¡Oh! ¡me he salvado! exclamó Yaye; mira si puedes descorrer los cerrojos, mi buen Harum.

– ¡Oh! ¡sí, poderoso señor! he aquí la puerta de par en par.

En efecto, la puerta se abrió.

– ¿Quién te ha traido aquí Harum? ¿por dónde has entrado? le preguntó Yaye.

– Me ha traido un mandato de vuestro noble padre; en cuanto al lugar por donde he entrado, venid señor y lo vereis.

Harum á quien las circunstancias hacian mas entrometido con el jóven emir que lo que lo hubiese sido en otra ocasion, tomó la bujía que ardia sobre la mesa y salió seguido de Yaye.

Al llegar al boqueron se detuvo, y le mostró al jóven.

– Hé aquí por donde he entrado, señor. Por esa mina adelante, pronto muy pronto, vuestra grandeza verá la luz del sol.

Y siguió por la mina precediendo al jóven emir.

Cuando este se encontró en las habitaciones superiores, cuando vió el cielo, las nubes, el sol, los árboles, la Alhambra, á lo lejos la alta cumbre de la Sierra-Nevada, en lontananza y á los pies de la sierra la extendida vega con sus lejanas montañas azules, respiró como quien se siente aliviado de un peso enorme.

– ¿De qué manera quieres que te recompense el emir? exclamó con alegría volviéndose á Harum.

– ¡Ah, señor! dijo el monfí; me basta con ser vuestro secretario de confianza en la paz; vuestro escudero en la guerra: á vuestro lado siempre, porque teneis enemigos, señor; todos los reyes los tienen y mi única ambicion es serviros de escudo.

– Aunque me has servido algun tiempo no recuerdo de qué tribu eres, dijo con la gravedad de un rey Yaye.

– De la tribu Zeneta, señor, contestó con orgullo Harum.

– Vienes, pues, de una raza bastante esclarecida, walí, para que puedas estar continuamente á mi lado, dormir á los piés de mi lecho, y llevar tu caballo tras el mio en el combate. Te concedo lo que me has pedido.

– ¡Ah! ¡señor! ¡magnífico señor! exclamó Harum arrojándose á los piés de Yaye.

– Alza y escucha: ¿cuántos dias han pasado desde aquel en que yo llegué á Granada?

– ¿Quereis decir, señor, desde el dia en que me mandásteis que siguiese sin perder de vista á la hermosa morena de los ojos de luz?

– ¡Ah! ¡la princesa mejicana! exclamó perturbado bajo aquel recuerdo Yaye.

– Pues ha pasado un mes, cabalmente desde aquel dia, señor.

– ¡Cuántas variaciones en un mes en la vida de un hombre! exclamó el jóven emir. Y se quedó profundamente pensativo.

– Perdonadme, señor, dijo Harum, si os advierto, que estando en estos corredores nos pueden ver desde las ventanas y desde el jardin de la próxima casa de don Diego de Córdoba y de Válor.

– ¡Ah! ¡es esa la casa de don Diego de Córdoba! dijo Yaye mirando al frente: pero de improviso se puso pálido y lanzó una exclamacion desde el fondo de su alma.

– ¡Ah! ¡doña Isabel!

En efecto, la jóven habia atravesado lentamente y con su severo traje de luto, un corredor de la casa vecina y habia desaparecido.

– ¿Vive doña Isabel en la casa de su hermano don Diego? dijo con voz apagada por la conmocion Yaye.

– Si señor, todos los dias por la mañana la veo sentada en aquel banco de piedra que hay al pié de aquella enramada de jazmines. Pero retirémonos de aquí si os place, señor, y si quereis observar la casa de don Diego, yo os llevaré á un lugar desde donde podais ver sin ser visto.

Yaye conoció que la observacion de Harum era prudente, y le siguió á un aposento cercano en el que habia una ventana con celosía y desde donde se descubria lo mismo que desde el corredor, las dos casas y los dos huertos del capitan estropeado y de don Diego de Válor.

– ¿Acostumbra doña Isabel á dejarse ver? preguntó Yaye.

– Solo por la mañana, señor, y en el lugar que os he marcado.

– ¿Has hablado alguna vez con ella?

– Nada me habiais encargado acerca de doña Isabel, señor.

– Es verdad. Y dime: ¿que ha sido de Miguel Lopez?

– Se le cree muerto.

– ¿Se sabe quién ha mandado su muerte?

– Creese que sea cosa de don Diego de Válor.

– ¡Infame! murmuró Yaye: pero… me han dicho que ha muerto á manos de unos monfíes.

– Es verdad: segun me ha dicho Dalhy que ha ido dos ó tres veces á la montaña durante este mes, don Diego sobornó á Reduan, que vivia como ventero junto á Orgiba y á otros seis: vuestro poderoso y justiciero padre, señor, mandó ahorcar al dia siguiente á Reduan, y á los otros seis, en la encina muerta de la Rambla de los Gamos.

– ¿De modo que en esta muerte nada ha tenido que ver la justicia de mi padre?

– Ha sido un asesinato y nada mas.

– ¿Y qué se han hecho don Diego y don Fernando de Válor?

– Los tiene presos vuestro padre hasta que vos parezcais.

– ¿Y mi buen ayo Ab-del-Gewar?

– Está inconsolable por vuestra pérdida y nos hace revolver la tierra á mí y á los veinte monfíes que tengo á mis órdenes.

– Pues hasta que yo te lo mande, es necesario que á nadie digais que he parecido.

– Muy bien, señor.

– A nadie, ¿lo entiendes?

– Si señor.

– Además, es necesario que procures introducirte con la servidumbre de don Diego de Válor, á fin de que yo pueda hablar con doña Isabel.

– Las tapias son fáciles de escalar, señor… y yo mismo…

– Componte como puedas, pero no cometas ninguna imprudencia.

– ¡Oh! en cuanto á imprudencias seria la primera que cometiese: por no ser imprudente no puedo daros ya noticias positivas acerca de la dama morena que me mandásteis seguir.

– ¡Cómo! ¿sabes donde para?

– Muy cerca de nosotros, ahí, en esa otra casa cuyo huerto linda con el de don Diego y cuyas celosías estan tan cerradas.

– ¿Y no has tenido medio de amparar á esa desdichada?

– Tengo medio de penetrar hasta su habitacion; pero necesitaba proveerme de cierta herramienta.

– ¡Ah! ¡forzar puertas! dijo con repugnancia Yaye: ¡exponerse á pasar por un ladron!

– La puerta que yo forzaré es tan reservada, como que da á un extremo de la mina donde está la habitacion en que os han tenido cautivo.

– Pues bien, cuanto antes liberta á esas desdichadas mujeres, pónlas bajo el amparo de la justicia, devuelve á la jóven la joya y…

– ¿Y por qué no habeis de hacer vos todo eso señor? sino me engaño paréceme haberos oido decir que esa dama es una princesa.

Meditó un tanto Yaye.

– Bien, dijo: tiempo sobrado tendremos de pensar en ello. Por ahora búscame una casa segura donde pueda vivir sin ser notado: despues trae una litera cerrada dentro de la cual me trasladaré á mi nueva vivienda, y sobre todo, Harum, un profundo secreto.

El monfí despues de haber recibido algunas otras instrucciones de Yaye, salió de la casa murmurando, mientras se alejaba á buen paso:

– El emir es mi señor único y absoluto desde que el noble Yuzuf renunció en él su poder y su corona. El, solo él, Muley-Yaye-ebn-Al-Hhamar, es nuestro señor, á quien debemos obedecer ciegamente, so pena de traicion. ¿Pero qué pensará hacer el emir?

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