Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras

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Y separándose de Estrella y del lecho, se dirigió á los monfíes.

– Seguidme, les dijo, y desapareció con ellos por la gran puerta de entrada.

– ¡Oh! ¿qué habeis hecho? ¿qué habeis hecho, madre mia, exclamó Estrella?

– Obedecer á una inspiracion de Dios, contestó la moribunda: ese jóven será tu esposo, Estrella… ese jóven será el padre de tus hijos… debes consagrarte á él, hija mia…

– Pero si él me desdeñara…

– ¿No crees que Dios baje á iluminar los ojos de los moribundos que han sido mártires? dijo la enferma.

– ¡Oh madre mia! ¡si os engañárais!.. ¡si os engañárais, yo seria muy desgraciada, porque!..

– ¿Por qué?

– Porque le amo desde el dia en que le ví en el meson de las Alpujarras.

– Y Dios te ha enviado el hombre que amabas, y á quien no esperabas volver á ver, en el momento en que vas á quedar sola en el mundo… Dios te ha enviado en él un protector… ámale, hija mia, ámale, con toda tu alma; vive solo para él, y, sobre todo, procura apartarle del error; que el amor le convierta al cristianismo, como mi amor convirtió al cristianismo á tu padre, que tambien era rey de un pueblo de infieles: él ha salvado tu cuerpo de la esclavitud; salva tú su alma…

– ¡Oh, madre mia!

– Y escucha; si mi padre el duque de la Jarilla te reconoce; si, por un acaso, que bien pudiera acontecer, mi padre no tiene hijos varones; si tú eres la heredera de su nombre y de su grandeza, no reniegues de ese jóven, Estrella mia: recuerda siempre que á él ha debido tu madre una muerte tranquila, la seguridad de que no quedas abandonada, y los auxilios de la religion. Ahora ve, y con la llave que te he dado, abre un cofrecillo que encontrarás en el cajon de aquella mesa. En él está el relato de mis desventuras, que he escrito mientras tú dormias; en estos últimos tiempos; relato que no es otra cosa que la revelacion que te hice antes de que apareciese ese jóven. Hay tambien con ese manuscrito una declaracion de tu padre y su conversion al cristianismo; ademas, tienes mi retrato del tiempo en que yo tenia tu edad; nadie, viendo ese retrato, y conociéndote, puede negar que eres mi hija; ve, recoge esos papeles, guárdalos y déjame que me prepare entre tanto, para recibir al sacerdote del Señor.

Estrella fué á la mesa, abrió su cajon, y buscó en él el cofrecillo y los papeles.

Entre tanto Yaye habia recorrido la casa con los dos monfíes.

Era extensa y rica: estaba perfectamente alhajada en las habitaciones superiores, y se comprendia que quien la habitaba, estaba acostumbrado á vivir con lujo y con grandeza.

Yaye no encontró en ella mas seres vivientes que las dos domésticas de que le habia hablado el soldado prisionero, y á las que encerró en un aposento retirado, y un caballo perteneciente, sin duda, al criado del capitan.

Yaye franqueó la puerta principal de la casa, y lanzó un silbido.

Inmediatamente los seis monfíes que estaban extendidos en la calle de San Gregorio el alto, se agruparon á la puerta.

– ¿Habeis visto pasar, les dijo Yaye, al walí Harum?

– Sí, poderoso señor, contestó uno de los monfíes; ha pasado en direccion á San Gregorio.

– Pues bien; esperadle uno en la avenida, y cuando llegue con el viático, decidle que llame por esta puerta.

– Muy bien, poderoso señor.

– Ademas, id por una litera, y tenedla preparada: dos de vosotros entrad; dejad las capas, los sombreros y las armas, como si solo fueseis criados; encended las linternas del zaguan y de las escaleras, y esperad á que llame el walí Harum; los otros á sus puestos.

Yaye se volvió para adentro con los dos monfíes que hasta allí le habian acompañado, y por otra comunicacion, que habia descubierto al registrar la casa, con la cámara del capitan, abrió la puerta secreta y envió aquellos dos monfíes á su apostadero de la mina; luego, se encaminó á la cámara á que correspondia el dormitorio de la moribunda, y miró por la puerta entreabierta.

Estrella estaba inclinada sobre el lecho de su madre y sin duda lloraba.

En la casa, de que por tan completo se habia apoderado Yaye, dominaba un profundo silencio.

Yaye se retiró de la abertura de la puerta y se puso á pasear, profundamente pensativo, á lo largo de la cámara.

Lo que le acontecia era verdaderamente extraordinario.

Su corazon y su cabeza empezaban á no entenderse; sus ideas á embrollarse; recordaba á doña Isabel casada, viuda y vírgen, y esto hablaba á sus deseos; pero seguidamente recordaba á doña Elvira como un sueño de voluptuosidad, como una creacion fantástica, como una mujer divina, á quien habia pertenecido, en cuyos brazos habia apurado inefables delicias, sin recordar su pasado, sin sentir mas que el presente, cuando aun duraba la perturbacion de sus facultades á influjo de la dolencia; despues, y quemándole el corazon como un hierro candente, venia el recuerdo de la princesa mejicana, á quien habia visto por la primera vez de una manera casual, á quien de tan extraño modo, y por tan imprevisto camino habia encontrado de nuevo necesitada de su amparo, al lado de su madre moribunda… luego el poder misterioso, que, ya fuese por la situacion, ya por otra causa distinta, habian ejercido sobre él aquellas dos mujeres; la prediccion de la moribunda, el enlazamiento de sus manos, y aquella bendicion solemne; aquella especie de esponsales en las cuales ninguno de los dos jóvenes se habia obligado por una palabra; pero que estaba casi como aceptada, como consumada por aquel nervioso é involuntario estrechamiento de sus manos, en el acto de recibir la bendicion materna.

Yaye, pues, tenia razon para no saber qué hacer ni qué pensar: habia abandonado por fanatismo á Isabel, habia sido cruel con ella, habia dejado que se llevase á efecto su casamiento con Miguel Lopez. Por resultado de aquel casamiento habia caido él mismo, como herido por un rayo, y habia sido asesinado Miguel Lopez (porque Yaye no sabia otra cosa); entregado á una mujer que le amaba, á doña Elvira, habia llegado de una manera fatal hasta el adulterio, y por último, al verse libre por un acaso, habia caido en poder de otra mujer, con la cual podia decirse, ó al menos la exagerada sensibilidad de conciencia de Yaye se lo hacia creer, estaba moralmente casado; su padre lloraba desolado su pérdida; Abd-el-Gewar, su ayo, estaba igualmente aterrado por la ignorancia de su destino, y por último, influia en él su alta posicion de emir de un pueblo, aunque reducido, enérgico, indomable, valiente, sobre el cual estaban fijas las recelosas miradas del rey de España y de sus lugartenientes en Granada.

A pesar de esto, la virtud culminante de Yaye, la caridad, le retenia allí, en aquella cámara, como protector de dos mujeres tan desgraciadas como aquellas.

La imaginacion, pues, de Yaye, era un caos; una máquina de pensamientos contrarios, que fatigaban su cerebro y le lastimaban; pensamientos embrollados, de cuyo laberinto queria en vano salir; problemas difíciles, cuya resolucion se afanaba en vano por alcanzar; dificultades, contra las cuales gastaba en vano toda su actividad.

Abrióse la puerta de entrada de la cámara, y un monfí con todas las trazas de lacayo, dijo:

– Poderoso señor: el walí Harum y dos sacerdotes cristianos con los suyos me siguen.

– Adelante, adelante, dijo Yaye, despojándose de su gorra, á punto que se oyó la campanilla del viático y se inundó de luces la antecámara.

La puerta se abrió de par en par.

Un sacerdote revestido entró, llevando el copon en las manos; á su lado iba un monago, agitando una campanilla; tras este sacerdote venia otro, que llevaba entre sus manos el santo óleo, y luego un sacristan con una linterna.

El sacerdote que conducía el viático entró en el dormitorio.

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