Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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– Tu padre era enemigo nuestro; un hombre cruel como tú, que perseguia encarnizadamente á los monfíes, y por el cual muchos de ellos perecieron ahorcados en las plazas públicas.
– Bien: comprendo que en mi padre matarais un enemigo; pero mi madre…
– Los cristianos esclavizan, azotan, acuchillan y queman á las moriscas, exclamó sombriamente Yuzuf.
– El delito de otro no disculpa el delito propio, contestó con energía Sedeño.
– Y sin embargo, tú eres un hombre cubierto de delitos.
– No importa eso. Yo extermino á mis enemigos cuando puedo, y procuro satisfacer mis deseos, ni mas ni menos que tú, como todo el que se siente con fuerza y con medios para obrar. Pero volviendo á mi historia: el puñal de los asesinos que no se habia detenido ni ante el valor del padre, ni ante la hermosura y las lágrimas de la madre, y que ciertamente no se hubiera detenido ante la debilidad del hijo, fue contenido por un hombre generoso y valiente: aquel hombre era tu padre, emir entonces de los monfíes.
Enviome misteriosamente á la justicia de Orgiva, es decir, hizo que sus gentes me depositasen una noche en la puerta de la iglesia de la villa, con este papel puesto entre mis ropas.
El alférez sacó una cartera, y de aquella cartera un papel tosco y amarillento.
«Corregidor de Orgiva, decia aquel papel: ahí te dejamos al hijo del alférez Pedro de Sedeño, el cruel, á quien hemos dado muerte en castigo de sus crueldades. Su mujer ha sido muerta tambien por lo que se gozaba en los sufrimientos, en el martirio de nuestras mujeres. Hemos perdonado al inocente, y te entregamos ese niño. Críale con esmero, para lo cual encontrarás todos los meses una cantidad bajo la puerta de tu casa. ¡Y ay de tí si ese niño no recibe la crianza de un hidalgo! – Los monfíes.»
– Ya ves que si mi padre hizo morir á los tuyos, cumpliendo estrictamente con la justicia, te aceptó por hijo.
– Yo he pagado en tí á tu padre mi deuda; he sido un servidor leal; he vertido mi sangre por vosotros, enemigo de mi Dios y de mi rey; yo cristiano y honrado por el rey.
– Sígue, sígue, y concluye.
– Hace quince años, cuando yo tenia veinte y cinco, fuí acometido un dia en que me entretenia en cazar en la montaña, por un crecido número de monfíes: sin herirme, sin maltratarme, me rodearon, se apoderaron de mí, me vendaron los ojos, y asiéndome de un brazo, me condujeron á este mismo sitio. Entonces te conocí, Yuzuf; me dijiste que tu padre te habia encargado que velases por mí, y que cuando llegase á cierta edad, me propusieses si queria pertenecer á vuestro bando; yo sabia demasiado que todo lo que era, las galas que vestia, las armas que llevaba, el oro que guardaba en mis bolsillos, pertenecian á un protector generoso y desconocido. Yo le habia concebido grande y fuerte, y ansiaba conocerle; cuando entré en este subterráneo, cuando te ví delante de mí, todo lo que me rodeaba me deslumbró. Tú entonces, me revelaste la parte que yo ignoraba de mi historia, y me propusiste el que te sirviera de espía entre los cristianos, y en cuanto estuviese á mi alcance y tú me exigieses. Yo era agradecido, á mas de agradecido ambicioso; sabia que mis padres habian muerto fatalmente, y que tu padre me habia salvado; yo no sé si debí rechazar todo lo que viniese de los hombres que habian teñido sus puñales en la sangre de mis padres; acaso debí preferir una vida oscura á las riquezas y al poder que de repente habias desplegado delante de mis ojos; pero, en fin, bien ó mal hecho, juré servirte y te he servido.
– Yo en cambio te he pagado espléndidamente: te compré una plaza de capitan…
– Es verdad; me compraste una plaza de capitan en los tercios del reino y costa de Granada: tú tenias tus proyectos y yo te serví tan bien, te avisé tan á tiempo de cuantas expediciones de soldados salian contra nosotros, que por mi causa blanquean millares de huesos de soldados cristianos, muertos por los monfíes en las profundas ramblas de las Alpujarras.
– Por cada cabeza de cristiano, has recibido un precio Sedeño.
– Es verdad, y no me quejo; pero déjame continuar. Decia, pues, que lo importante de los servicios que te prestaba, te impulsaron á emplearme en mayores empresas. Acababa de conquistar un hidalgo estremeño, Hernan Cortés, con un puñado de aventureros, un rico y poderoso imperio mas allá de los mares. Decíase que en aquel imperio abundaban las perlas y las piedras preciosas, y que en el centro de sus desiertos habia una montaña de oro. Tú necesitabas mucho dinero para llevar adelante tus proyectos de reconquista sobre Granada, y volviste tu pensamiento á Méjico, á aquel imperio recien conquistado, donde, segun fama, el oro y las riquezas se encontraban por todas partes. Tú fuiste uno de los innumerables ambiciosos que extendiste tus garras hambrientas hácia las Indias, ese nuevo mundo, que debia cubrir con su oro los andrajos del mundo viejo. Tenias confianza en mí; te convenia un castellano conocido ya bajo las banderas del rey de España, mucho mejor que uno de tus walíes, para tus proyectos: entonces me compraste una compañía, por mejor decir, me diste dinero para comprar la licencia para reclutarla en las Alpujarras, y para ir á servir con ella en las Indias. Como el dinero todo lo alcanza, tuve la licencia para reclutar en las villas de las Alpujarras la gente: tú mismo escogiste entre los mas feroces, los mas valientes de tus monfíes, cien demonios que debian llevar la desolacion á Méjico, y asegurarte de mi fidelidad. Hace doce años que me embarqué con mi gente ó por mejor decir, con la tuya: en tres años que permanecí en Méjico antes de recibir las heridas que me imposibilitaron para las fatigas de la guerra, uno tras otro monfí, tornó á España trayendo para tí un tesoro.
– Es verdad.
– Ya lo creo. Desdichada la provincia rebelde donde entraba la compañía del capitan Sedeño: desdichada la tribu del desierto que se oponia á su paso. Las cabañas eran incendiadas, los hombres pasados á cuchillo, las mujeres cautivadas, y si á algun cacique se concedia la vida, solo era á trueque de cantidades inmensas, de tesoros que atravesaban los mares, llegaban á España, y venian á sepultarse en tu subterraneo de las Alpujarras. No me puedes negar, Yuzuf, que te he servido bien, que me debes mucho, y que tengo derecho á que me protejas.
– Y bien, ¿cuando te he negado mi proteccion?
– Nunca, es verdad; pero ahora la necesito de nuevo, y creo que me va á ser difícil obtenerla.
– Pide.
– Antes de llegar á mi peticion, es necesario que prosiga mi historia. Hace diez años, estaba de adelantado por el rey, sobre la frontera del desierto mejicano, uno de los señores mas nobles, ricos y poderosos de España; se llamaba don Juan de Cárdenas, y era grande de España, bajo el titulo de duque de la Jarilla. Travé conocimiento con él, por razon de hallarme con mi compañía sobre la frontera, y muy pronto nuestro conocimiento se trocó en amistad. Frecuentaba su casa, comia comunmente á su mesa, y era recibido por él en lo mas reservado, y allí donde no entraban otras personas que su servidumbre.
En una de estas habitaciones interiores habia un retrete, donde pasaba el duque la mayor parte del tiempo, y donde me habia recibido muchas veces. En las paredes de aquel retrete no habia mas que un solo cuadro, pero aquel cuadro, encerrado dentro de un magnífico marco, estaba cubierto por un tapiz negro. Esta singularidad llamó extraordinariamente mi atencion desde el momento en que reparé en ella; al fin un dia, sin meditar si era ó no indiscreto, vencido por mi curiosidad, pregunté al duque la razon por la cual estaba tan lúgubremente velado aquel cuadro.
Los ojos del duque se llenaron de lágrimas.
– Mirad, me dijo, y comprended la razon de su luto y de la tristeza que me devora.
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