Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras

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– Yo amo á mi padre, dijo Calpuc, poniendo aquella mano sobre su frente.

Poco despues Yuzuf montaba á caballo fuera de la gruta, y se alejaba pensando para sus adentros:

– Jerif-ebn-Aboó es un zorro que no se engaña: ¿qué habrá encontrado de terrible en el indiano…? ¡oh! ¡oh! ¿se atravesará alguna vez este hombre en mi camino? ¡Oh! ¡Dios sabe lo oculto! ¡Dios me inspirará!

Entre tanto Calpuc bajaba las escaleras que conducian al espacio donde se encontraba postrado Miguel Lopez, murmurando:

– Ese hombre desconfía de mí, me teme… tiene razon, porque él viene á ser para mí el cabo del hilo que ha de guiarme en el laberinto de mi empresa, y ha de servirme para mis proyectos y para mi venganza. ¡Que soy tu esclavo, rey de la montaña! ¡Ah! ¡ah! ¡soy tu hermano, como el oprimido es hermano del oprimido! ¡pero tu esclavo no! y, sobre todo, no te pongas en mi camino… si tú eres fuerte yo tambien lo soy… tú tienes un ejército de bandidos, pero yo tengo tesoros… ¡oh! ¡oh! ¡tu esclavo! ¡lo veremos! ¡lo veremos, emir!

Y pensando esto, entró en la estancia inferior, dejó la lámpara sobre la mesa, y se sentó al lado de Miguel Lopez.

– ¿Tienes interés en que tu esposa sepa que vives? le preguntó despues de algunos momentos de silencio.

– ¿Que si me interesa, dices, que doña Isabel sepa de mi vida? ¡Oh! ¡sí! y tú…

– Yo puedo ser tu amigo ó tu enemigo: yo puedo salvarte ó perderte.

– Habla.

– ¿Conoces tú al capitan Alvaro de Sedeño?, dijo despues de algunos momentos de meditacion Calpuc. Paréceme haberte visto alguna vez á su lado… cuando yo espiaba á ese capitan.

– ¿Que espiabas tú á ese capitan? dijo con extrañeza Miguel Lopez.

– Sí.

– ¡Ah! ¡ah! ¿conoces á ese hombre?

– Sí, le conozco… desde hace muchos años, dijo sombríamente Calpuc.

– Yo le conozco tambien, pero desde hace poco tiempo.

– ¿Y cuál ha sido la causa de que le conocieras?

– Mis continuos viajes á las Alpujarras, donde tengo alguna hacienda y algunos parientes, dijo con reserva Miguel Lopez. En los pueblos pequeños se conoce fácilmente á las personas. El año pasado Alvaro de Sedeño era capitan del presidio de Andarax.

– ¿Y en qué consiste que le conoce tambien el emir de los monfíes y es muy su amigo?

– ¡Ah! ¡le conoce el emir de los monfíes! ¡es su amigo!

– Lo que no deja de ser extraño, porque Yuzuf-Al-Hhamar es enemigo de Dios y del rey de quien es defensor el capitan.

Miró con cierta expresion de estupor Miguel Lopez á Calpuc.

– Tú pareces extranjero: tú obedeces al emir: tú sabes algunos de sus secretos.

– Sé mas de lo que crees: soy mas poderoso de lo que crees: llego á tí como un amigo, como un hermano, para ayudarte; pero si desconfias de mí, tengo medios para alcanzar por la fuerza, por el terror, lo que necesite de ti.

Extremecióse Miguel Lopez porque comprendió perfectamente que se encontraba á merced del extranjero.

– Y qué necesitas de mí.

– Necesito que me digas cuanto sepas respecto al conocimiento del capitan con Yuzuf.

– ¡Oh! para eso será necesario hacer traicion al emir.

– Elige entre serle fiel, ó morir. Por el contrario si me sirves bien, yo te protejeré.

– Y cual es tu poder.

– Ya te he dicho que puedo mas de lo que parece… y sobre todo ¿no te tengo en mis manos?

– Yuzuf me proteje.

– ¡Bah! ¿y crees tú, dado caso de que yo me viese obligado á respetar al emir, que me seria muy difícil demostrarle que habias muerto de las heridas?

Extremecióse de nuevo, pero mas profundamente el morisco.

– Ese capitan, se apresuró á decir, impulsado por su miedo, es espia de Yuzuf-Al-Hhamar.

– ¡Ah! ¿y has entrado alguna vez casa de ese capitan?

– Si, he entrado muchas veces, en servicio del emir, porque yo tambien le sirvo; yo soy su espia entre los moriscos de Granada.

– ¿Y… nada has tenido que reparar en casa del capitan?

– Si por cierto; creo que hay en ella un misterio que consiste en dos mujeres.

– ¿Y cómo has conocido á esas dos mujeres?

– Sé que son dos, porque las he visto ir á misa, enteramente encubiertas, con el Sedeño; sé que la una es muy jóven, y la otra sino es vieja, quebrantada y enferma, por su talante: pero solo la conozco por haber hablado una vez á la jóven.

– ¿Has hablado una vez á la jóven? dijo con ansiedad Calpuc.

– Si, si por cierto; y si yo no hubiera estado enamorado de dona Isabel de Válor, me hubiera enamorado de ella.

– ¿Tan hermosa es? dijo Calpuc con el acento trémulo, á pesar de sus esfuerzos para parecer sereno.

– ¡Hermosa! ¡hermosísima! no tan hermosa, sin embargo, como doña Isabel.

– ¡No tan hermosa como doña Isabel! exclamó profundamente Calpuc: creo ademas que doña Isabel viene de gran alcurnia.

– Como que desciende nada menos que de la madre del profeta, Fatimah la santa, y sus abuelos han sido califas de Córdoba, contestó con orgullo Miguel Lopez.

– Yo soy descendiente de emperadores, murmuró de una manera ininteligible Calpuc; pero continúa, añadió dirigiéndose al morisco: ¿cómo tuviste ocasion de hablar á la jóven que vive en compañía del capitan Sedeño?

– Hace dos meses, esperaba yo al capitan para comunicarle un aviso importante del emir: una de las puertas de la sala, sin duda por descuido, estaba entreabierta: oíase tras ella el puntear de una guitarra diestramente tañida: poco despues, al sonido de la guitarra se unió el canto de una mujer: aquella mujer cantaba en una lengua extraña. Tuve curiosidad, y me acerqué recatadamente á la puerta del aposento. A pesar de mi recato la persona que habia dentro, me sintió, sin duda, porque calló la guitarra, sentí apresurados pasos de mujer, se abrió la puerta y… me deslumbró la hermosura de la joven.

– ¿Quién sois? me dijo despues de haberme contemplado fijamente.

– Soy… un amigo de vuestro padre, la dije.

– ¡De mi padre! exclamó con afan; ¿conoceis á mi padre? ¿mi padre os envia?

– No; por el contrario, espero á que vuestro padre vuelva al castillo, la contesté.

– ¡Ah! os habeis engañado; el hombre que vive en esta casa, y que está ahora en el castillo, no es mi padre, repuso con desaliento.

– ¡Ah! ¡perdonad, yo creia!

– Ese hombre es mi señor, un señor infame, de quien esperamos hace mucho tiempo mi madre y yo que nos salve la justicia de Dios.

– ¡Ah! ¡vuestro amo!

– Sí; somos sus esclavas.

– ¡Sus esclavas! ¿luego sois…?

– Somos mejicanas.

– ¿Y qué quereis de mí?

– Que nos salveis.

– ¡Que os salve…! ¿y cómo?

– Oid: buscad un medio para engañar á ese hombre: sacadnos de esta casa, llevadnos á un puerto de mar para que podamos embarcarnos: sino teneis dinero, yo tengo joyas: si sois ambicioso os haremos rico.

– ¿Y por qué no salvaste á aquella infeliz? dijo con voz amenazadora Calpuc.

– ¿Y qué me importaba…? ademas era una esclava.

– ¡Como sois esclavos vosotros los moriscos! repuso Calpuc.

– ¡Ah! pero nosotros peleamos, luchamos; las montañas de las Alpujarras estan llenas de monfíes que nos vengan, matando cristianos, de las infamias del vencedor.

– Los mejicanos tambien luchan: tambien en las fronteras del desierto, los españoles caen á centenares inmolados á los manes de nuestros padres degollados, de nuestras esposas deshonradas, de nuestras doncellas cautivas.

– ¡Tú eres mejicano!

– ¡Yo soy Calpuc, el rey del desierto! exclamó el extranjero; yo soy el rey elegido por los mejicanos libres, y soy el padre de esa jóven con quien hablaste, de la hermosa doncella á quien te negaste á salvar.

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