Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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Miguel Lopez se estremeció: habia un acento tal de dolor y de venganza en las últimas palabras de Calpuc, que lo temió todo de aquel hombre.
Sin embargo, como en otras situaciones difíciles, recurrió á su audacia.
– ¡Que eres tú el rey de los rebeldes de Méjico! exclamó soltando una carcajada que podremos llamar artificial. ¡tú! ¡un gitano vagabundo, á quien, no sé por qué, conoce el emir de los monfíes!
– Continúa respondiendo á mis preguntas, Miguel Lopez, dijo con gravedad el mejicano, que despues sabrás quién soy y de qué modo he llegado aquí.
– En verdad, en verdad, dijo Miguel Lopez, cediendo al mandato del rey del desierto, yo no ví en tu hija, si hija tuya es, mas que una esclava rebelde que pretendia librarse de su señor, y me negué á ayudarla: es mas, referí lo que me habia acontecido con ella al capitan Sedeño, que desde entonces guardó á tu hija con mas cuidado. Hé aquí la razon de que yo conozca é esas mujeres.
– El capitan ha desaparecido de las Alpujarras. ¿Sabes tú dónde ha ido?
– Sí, á Granada, dijo Miguel Lopez á quien interesaba servir á Calpuc, porque habia comprendido que Calpuc era capaz de todo.
– ¡A Granada! no basta eso. El capitan puede vivir en una casa y tener ocultas en otra á mi esposa y á mi hija: las casas del Albaicin se comunican unas con otras por medio de minas y seria muy difícil saber el paradero de mi hija y de mi esposa.
– El capitan y tu esposa y tu hija viven en la calle de San Gregorio el alto: las tapias de su huerto lindan con el huerto de la casa de don Diego de Válor; estas dos casas se comunican por una mina.
– Ten mucha cuenta de no engañarme, Miguel Lopez.
– No, no te engaño; ¿pero qué me darás en recompensa de los servicios que te hago?
– Te daré tu esposa: es decir haré que tu esposa sepa que vives.
– Puede no creerte.
– Tú me darás una carta para ella.
Miguel Lopez miró fijamente al mejicano.
– Un grave interés debes tú tener en que doña Isabel no se crea viuda para que no pueda casarse con el emir de los monfíes, no con el viejo Yuzuf, sino con el jóven Yaye, en quien ha abdicado.
– Nada te importa el interés que yo tenga en ello; cualquiera que sea, yo me obligo á devolverte tu esposa; pero aun me queda mas que exigir.
– ¿Qué mas?
– Estoy seguro de que cierta carta que posees, carta de don Diego de Válor al emir Yuzuf, en la cual ha jugado su cabeza, y por cuya carta le tienes en tu poder, la tendrás puesta á buen recaudo.
– ¿Y qué te importa esa carta? exclamó con cuidado Miguel Lopez.
– Tanto me importa que sino me procuras los medios para que esa carta caiga en mis manos eres hombre muerto.
– Pero esa carta es mi defensa: por ella he logrado que don Diego me dé su hermana; por ella pienso alcanzarlo todo.
– ¿Y qué mas quieres alcanzar que la vida?
– ¡Eres un demonio! exclamó con despecho Miguel.
– Demonio contra demonio, el mas fuerte vence.
– ¿Y qué uso vas tú ha hacer de esa carta?
– Te repito que nada te importan mis proyectos. Voy á traerte papel, pluma y tinta. Escribe una carta para la persona que sin duda tiene depositada por tí la carta de don Diego de Válor, en la que le prevendrás que me la entregue, y otra despues para tu esposa doña Isabel de Válor.
Dicho esto Calpuc abrió el arcon, sacó del recado de escribir, le llevó al lecho y dijo á Miguel Lopez:
– Incorpórate y escribe.
– ¡Es qué…! dijo ferozmente el morisco.
– Escribe ó mueres, le interrumpió con doble ferocidad el rey del desierto.
Miguel Lopez comprendió que estaba enteramente á merced de aquel hombre y se incorporó, tomó la pluma y la puso sobre el papel.
– Escribe clara y naturalmente, en letra lisa, sin signos ni señal alguna; porque para tí será el daño si esa carta es ineficaz.
Miguel Lopez escribió con rapidez algunos renglones y firmó.
– Mira si te contenta, dijo á Calpuc.
Este tomó la carta y leyó su contenido, que era el siguiente:
«Señor capitan Alvaro de Sedeño: os envio uno de mis mayores amigos, á quien entregareis la carta que teneis en vuestro poder, y que ya sabeis de quién es: ademas de esta carta, y segun tenemos convenido, el dador os mostrará la sortija que conoceis. No soy mas largo porque la diligencia importa. – Vuestro humilde criado. – Miguel Lopez.»
– ¿Y qué anillo es ese de que hablas?
– Es un anillo que tiene un grueso diamante rodeado de perlas, dijo Miguel Lopez.
– Dámele, pues.
– Ese anillo ha sido mi anillo de bodas, y está en poder de doña Isabel.
– ¡Ah!
– Doña Isabel te lo entregará.
– ¿Dónde vive doña Isabel?
– Debe permanecer en casa de su hermano don Diego.
– Escribe para tu esposa lo que yo te dicte.
Miguel Lopez escribió bajo la palabra de Calpuc la siguiente carta:
«Mi amada esposa y señora doña Isabel de Córdoba y de Válor: he sido herido gravemente por bandidos en el camino de las Alpujarras: un hombre caritativo me ha recogido y curado: á Dios gracias mi vida no corre peligro. El dador se encarga de comunicároslo. Os ruego que le entregueis la sortija que os dí en arras de mi matrimonio con vos, que me importa. Nada sé de vuestros hermanos. Guardeos Dios y os conserve para mi felicidad muchos años. – Vuestro esposo que bien os ama y lejos de vos padece. – Miguel Lopez.»
Cuando estuvo escrita y cerrada esta carta, Calpuc la guardó con la otra en su bolsa.
– Creo que aun podremos ser amigos, Miguel, le dijo: si no me has engañado y estas cartas producen el efecto que deseo, antes de dos semanas estarás al lado de tu esposa. Adios.
– ¡Y me dejas aquí, solo, abandonado!
– No, no por cierto: todos los dias vendré una vez á asistirte y curarte. Adios.
– ¡Pero esto es horrible! ¡si te sucede alguna desgracia, si no puedes volver…!
– Morirás aquí como en una tumba, dijo friamente Calpuc, en lo que no perderan nada doña Isabel, ni el emir.
Miguel dió un grito de espanto. Calpuc trepó lentamente por las escaleras, llegó á la puerta, cerró sus triples candados, y adelantando por la excavacion subterránea, torció por una estrecha galería, despues de haberse provisto en uno de los senos de una piqueta.
Al cabo de muchas vueltas y revueltas por una especie de laberinto en que cualquiera otro que Calpuc se hubiera extraviado, llegó á una gran excavacion cónica, cuya altura se perdia en las tinieblas. Aquella excavacion estaba practicada en roca viva, y aquí y allá, hasta una gran altura, se veian bocas de nuevas galerías, suspendidas sobre aquella especie de abismo.
La cortadura sobre que estaban abiertas aquellas galerías era tan perpendicular, tan tajada, que no se concebia pudiera llegarse á ellas sino por medio de grandes escalas; sin embargo, Calpuc levantó la lámpara para alumbrar una de aquellas bocas, situada á gran altura, la miró atentamente y despues se dirigió á la roca tajada, llegó á su pié, se puso el cabo de la lámpara entre los dientes y asiéndose con piés y manos á las asperezas de la roca, trepó con una agilidad y una fuerza maravillosa, como hubiera podido trepar una araña, á la oscura boca de la galería que habia examinado.
Aquella galería se extendia perdiéndose en un fondo oscuro, adelantó Calpuc, y despues de haber torcido varias veces por las sinuosidades de la mina, se detuvo en un lugar del pavimento en el cual habia tres rocas que parecian haber sido desprendidas, del techo por un accidente casual. El mejicano levantó con gran trabajo una de aquellas rocas, la removió, y en el lugar que habia dejado descubierto, cabó con la piqueta; poco despues la piqueta produjo un ruido seco y opaco, como si hubiera chocado en una tabla, y al fin quedó descubierta una como arca pequeña, que por algunos adornos tallados en su superficie, parecia haber sido construida por un artífice árabe.
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