Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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Calpuc levantó aquella tapa y se vió en el interior un emboltorio de piel de gamo adobada; sacóle, le desenvolvió, y aparecieron algunos paquetes envueltos cuidadosamente en paños de seda y un legajo de papeles: el mejicano tomó primero los papeles y los guardó cuidadosamente en una ancha cartera que ocultó bajo su jubon: luego examinó por fuera cada uno de los otros paquetes, como buscando uno particular, y cuando pareció estar seguro de cuál era el que buscaba, le abrió y sacó de él… una magnífica perla vírgen, íntegra, que aun no habia sido horadada, como si acabase de salir de la concha en que se habia desarrollado.
En el paquete quedaban otras treinta perlas exactamente iguales á aquella, lo que, atendido su enorme tamaño y su igualdad, constituia un tesoro.
Calpuc guardó la perla, envolvió de nuevo cuidadosamente los paquetes en la piel de gamo, depositó aquella en el fondo del cofre, echó sobre él la tapa, le cubrió de tierra, puso de nuevo la roca sobre la tierra removida, y observó cuidadosamente si quedaba algun vestigio de la operacion que acababa de ejecutar.
Nadie que despues de esto hubiese pasado por aquella excavacion, hubiera podido sospechar que bajo una de aquellas enormes rocas, que parecian naturalmente desprendidas del techo, existia oculta una inmensa riqueza.
Calpuc desandó lo andado, llegó al borde de la gran excavacion, descendió con la misma seguridad con que habia subido, dejó la piqueta en el mismo lugar de donde la habia tomado y salió por la gruta á la montaña.
Apenas estuvo al aire libre miró al cielo que estaba diáfano y despejado.
– Aun faltan tres horas para amanecer, se dijo, y tengo tiempo bastante.
Y tomó por un sendero, entre los encinares, á buen paso.
A poco que anduvo, se encontró en un claro y delante de una casita, que á ser de dia, se hubiera visto que estaba construida con tapiales de tierra y cubierta de bálago, junto á la cual pasaba un ruidoso arroyo que fecunda un pequeño huerto plantado de hortaliza y de árboles frutales, y defendido al norte por una peña tajada.
Calpuc abrió con llave la puerta y penetró en la casa: el espacio en que entró estaba oscuro, pero al fondo de él se percibía un escaso resplandor á través de una puerta entreabierta.
El rey del desierto se encaminó á aquella puerta, la empujó, y se encontró en una pequeña habitacion muy pobre, en la que solo habia un lecho, una silla, una mesa con algunos libros, y sobre la mesa, colgada en la pared, una estampa de la vírgen de las Angustias, delante de la cual ardia una lámpara.
Calpuc se descubrió, se arrodilló delante de la estampa de la Vírgen y rezó: luego se levantó, encendió otra luz, salió de la estancia, se encaminó á un establo, donde habia un caballo fuerte y de poca alzada; le embridó, le ensilló, le sacó fuera, cerró la puerta de la casita, montó y se puso en camino.
A punto que amanecia y se abria la puerta del Rastro de Granada, llegó á ella Calpuc, dió cortésmente los buenos dias á los guardas y entró en la ciudad.
Poco despues llamaba á una pequeña puerta bajo los soportales de la plaza de Bib-Arrambla, cercana á la puerta que hoy se llama de las Orejas.
Abrióse la puerta á que habia llamado el mejicano y apareció un viejo encorvado y de semblante receloso.
– Dios os dé muy buenos dias, hermano Franz, dijo Calpuc.
– Dios os guarde señor Gaspar de Ontiveros, contestó el saludado con marcado acento extranjero.
Por lo visto, Calpuc, para encubrir su orígen, habia adoptado entre los europeos el nombre con que le habia saludado el viejo, que, á todas luces, por su nombre y por sus rasgos característicos, era aleman.
– Necesito hablaros, dijo Calpuc, y aun mas, que me deis posada por algunas horas.
El aleman abrió de par en par la puerta, y dejó paso á Calpuc que tiró de su caballo y penetró.
Entonces el aleman cerró la puerta y llamó, presentándose á poco una criada.
– Lleva este caballo á la cuadra la dijo, y di á Berta que disponga un aposento y un buen almuerzo para el señor Gaspar de Ontiveros. Venid, venid conmigo, amigo mio, puesto que quereis hablarme, y que, segun supongo, el asunto que os trae será para tratado sin testigos.
El mejicano siguió al aleman, que le introdujo en una especie de tienda, á juzgar por un mostrador alto como una muralla y algunos armarios fuertes y cerrados: la luz de la mañana penetraba allí por los postigos de una puerta defendida por candados, cerrojos y barras de hierro, lo que demostraba que en aquella tienda habia mucho que guardar.
– ¿Me traeis una de aquellas hermosas perlas que tan caras me habeis hecho pagar, amigo mio? dijo con los ojos cargados de una expresion codiciosa el viejo Franz.
– Si por cierto, una os traigo, dijo Calpuc sacando el paño de seda donde habia envuelto aquel rico producto de los mares; pero será necesario que esta me lo pagueis mejor.
El aleman tomó la perla con delicia, la examinó, fué á uno de los armarios, le abrió con una de las llaves de un haz que desprendió de la cintura, y sacó del armario una cajita de sándalo que abrió. Dentro habia otras seis perlas.
– Igual, exactamente igual, dijo, ¡esto es un prodigio! ¿Dónde diablos habeis ido á buscar estas maravillas, amigo Gaspar?
– ¿Y qué diriais si, como yo, hubierais visto juntas perlas de este tamaño, en cantidad suficiente para llenar el cajon grande de vuestro mostrador?
– ¡Poderoso Dios de Abraham! exclamó el viejo: vos debeis ser un gran personaje, señor Gaspar, cuando os desprendeis de tales riquezas.
– No pardiéz, yo soy como lo sabeis bien, un traficante de perlas y pedrería: hago de tiempo en tiempo un viaje al Nuevo-Mundo y me traigo conmigo algunas preciosidades; necesario es vivir lo mas cómodamente posible. Y aun asi cuando se arrostran un largo viaje y los peligros del mar, justo es que aspiremos á una razonable ganancia.
– Os dí por la última perla hace tres meses, mil doblones.
– No me dareis por esta menos de mil quinientos.
– ¡Poderoso Dios de Jacob! ¿y cómo quereis que yo os pague tanto dinero, cuando aun no tengo para hacer un mediano collar?
– ¿Creeis que sea fácil encontrar perlas iguales á esa?
– Lo creo imposible y me maravilla que vos las encontreis… pero aun asi…
– ¿Cuánto creeis que pagaria un rey por un hilo de tales perlas que llegase al número de cuarenta?
– ¡Oh! un tal collar seria digno de la emperatriz! ¡un tal collar costaria muchos cuentos de reales.!
– Por lo mismo, señor Franz, cada perla de esas que yo os traiga os costará mas cara, hasta el punto de que para pagarme la última, no tendreis bastante con el valor de todas las joyas que teneis en vuestros armarios.
– Traédmelas y por ese solo collar, os daré todo cuanto poseo.
– ¡Paciencia! ¡paciencia! no es fácil encontrar muchas de estas maravillas: se necesitan para ello muchos viajes. Asi, pues, dadme los mil y quinientos doblones y no hablemos mas.
– ¡Oh no! no os daré mas que los mil.
– Entonces, dijo Calpuc, recogiendo la perla, no hacemos nada.
El aleman miró ansiosamente á Calpuc.
– Pero reparad, le dijo, que hasta ahora solo me habeis traido seis.
– Por la primera solo me dísteis doscientos doblones, y esta, os lo juro por lo mas sagrado, no la poseereis ni un maravedí menos de los mil quinientos.
Era tan seguro el acento del mejicano, expresaba una resolucion tan invariable, era de tanto valor la perla, la deseaba tan ardientemente el joyero, que abrió suspirando su fuerte caja de hierro y entregó á Calpuc un bolson de cuero lleno de oro.
– Hay teneis, le dijo, justamente la cantidad que me habeis pedido: la tenia preparada para pagar un libramiento que vence hoy.
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