Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras
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– ¿Que quieres decir hombre fatal? exclamó: ¿sabes tú lo que ha sido de mi hijo?
– ¡Cómo! ¿no sabes lo que ha sido de tu hijo, emir?
– ¿Si lo supiera vivirias?
– Los Válor se detienen poco ante el asesinato, contestó con cierta feroz complacencia Miguel Lopez.
– ¿Y crees que se hayan atrevido…?
– En primer lugar, Yuzuf, tú has sido muy imprudente al elegir la crianza de tu hijo; has querido que sea moro y cristiano, que sepa tanto como un inquisidor, y que aborrezca, como tú los aborreces, á los conquistadores: tu hijo ha vivido entre los castellanos y no ha faltado una castellana impura que le ame, ni una doncella morisca que palidezca de amor por él. Ya sabes quien es la doncella. La hermana de don Diego. ¿Quieres saber ahora quién es la mujer adúltera que ama mas que á su alma al hermoso Yaye? Esa mujer es doña Elvira de Céspedes, la esposa de don Diego de Córdoba y de Válor.
– ¡Mientes! exclamó con cólera Yuzuf ¿cómo has podido tu conocer á mi hijo?
– ¡Ah! ¡ah! ¡noble y poderoso señor! tú quisieras que todos los que te sirven, todos los que se doblegan ante tí, fueran topos: pero hay hombres… como yo… que están á tu servicio y que son feroces como el lobo y astutos como el raposo. ¡Ah! ¡ah! era necesario ser muy torpe para no conocer que aquel hermoso mancebo que no conocia á sus padres, á quien siempre acompañaba el sabio Abd-el-Gewar, á quien tú mirabas con tanto amor, por el que te atrevias á entrar en Granada, á meterte en medio de tus enemigos, no era tu hijo, el hermoso hijo de doña Ana de Córdoba y de Válor: ¡ah! ¡ah! yo lo sabia todo esto, mi noble señor… y anoche… yo habia visto tambien muchas veces á doña Isabel: yo la amé… ¡yo que nunca habia amado! la amé con toda la fuerza de mi alma… y me propuse que fuera mia… otro acaso no hubiera podido conseguirlo, encontrándose en la pobre situacion en que yo me encontraba, sin nobleza heredada, zafio, nada hermoso, reducido por mi suerte á la servidumbre; pero en mal hora don Diego me habia elegido para ser su correo para contigo: una sola carta de don Diego escrita para tí y depositada en una persona de confianza, me ha servido para que don Diego no se atreviese á negarme su hermana. ¿Qué quieres, emir? el amor nos arrastra á todo ¿No sabes que por una mujer somos capaces de perder la vida y el alma? ¿Acaso no es una mujer la causa de que yo me encuentre en este lecho y en tu poder? El amor de Isabel me arrastró…
– ¡Y vendiste por una mujer á tu patria, y ofendiste á tus señores, y jugaste tu vida á un dado!
– Ya te he dicho que por una mujer como doña Isabel de Válor, se juega la vida y la salvacion del alma.
– Escucha, Jerif-Aboó, dijo conteniéndose Yuzuf: por la menor cosa de las que has hecho mereces la muerte.
– Lo sé, contestó con la misma audacia Miguel Lopez.
– De modo que don Diego de Válor trayéndote al matadero, no ha hecho mas que usar de su derecho.
– ¿Y por qué antes de entregarme su hermana no me ha matado frente á frente?
– Eso hubiera sido leal y tú has sido traidor.
– Eso no es mas sino que don Diego te tiene mas miedo á tí, que á mí, á pesar de las pruebas de que sabe puedo usar y que le perderian. Pero ya que hablo de perder, estamos perdiendo el tiempo. Tú has venido á verme por algo, poderoso emir.
– Sin duda: he venido á que me des alguna luz sobre el paradero de mi hijo.
– ¡Ah! ¡tu hijo se ha perdido! ¡El hermoso Yaye-ebn-Al-Hhamar, el noble emir de los monfíes no parece!
– Ignoro su suerte, dijo Yuzuf, y soy capaz de perdonarte…
– ¿Si te digo donde está Yaye?
– ¿Lo sabes?
– No, pero lo presumo.
– Habla y pide.
– Primero es pedir que hablar: yo sé que eres noble y grande Yuzuf; yo sé que no hay ningun rey en el mundo que pueda jactarse como tú de respetar la fe de su palabra. ¿Si te doy indicios por los cuales puedas encontrar á tu hijo, me perdonarás mi traicion?
– Sí.
– ¿Me dejarás volver al lado de mi esposa?
Meditó un momento Yuzuf.
– Si ella se resigna á vivir contigo, sí.
– Acepto; exclamó Miguel Lopez con alegria, porque conocia la virtud de doña Isabel.
– Es necesario ademas que te comprometas á otra cosa.
– ¿A qué?
– A entregarme la carta escrita para mi por don Diego, y de la cual te has valido para conseguir por medio del terror á doña Isabel.
– Te lo prometo, dijo el morisco: cuando doña Isabel, que ya es mi esposa, sea mi mujer.
– Quedamos convenidos. Habla, pues, lo que sepas acerca de mi hijo.
– El mismo dia y en el mismo momento en que yo esperaba en la iglesia del Salvador á que llegara don Diego para celebrar la ceremonia de mi casamiento con doña Isabel, se presentó en casa de don Diego tu hijo.
– ¿Estas seguro de ello?
– Tan seguro, como que me lo dijo uno de los escuderos de don Diego llamado Ayala, entre otras cosas graves que me reveló y que me obligaron á que se efectuase la ceremonia antes de la llegada de don Diego.
– ¿Y qué presumes?
– Si tu hijo no ha parecido, debe estar en casa de don Diego de Válor: preso tal vez, acaso herido.
– ¡Herido! ¡preso!
– Tu hijo amaba á doña Isabel, es altivo: don Diego es valiente y fiero; si han mediado dicterios y amenazas… además recuerdo que cuando despues de salir de la iglesia, fuimos á casa de don Diego, no salió á recibirnos su esposa doña Elvira; que don Diego estaba turbado; que nos pretextó que doña Elvira no podia presentarse porque se encontraba enferma, y despidió á los convidados; despues me dijo que era necesario que le siguiese á las Alpujarras: que tú nos llamabas… lo demás ya lo sabes.
– Si no me has engañado Jerif-ebn-Aboó, cuenta con tu perdon… despues… despues, si encuentro á mi hijo, con mi recompensa.
Y Yuzuf volvió la espalda para salir.
– Espera, emir, espera, dijo con ansiedad Miguel Lopez.
– ¿Qué quieres? contestó volviendo Yuzuf.
– ¿Me dejas solo en poder de ese gitano?
– Ese gitano, como tú le llamas, y que Dios sabe si lo es, Jerif-ebn-Aboó, es el hombre á quien debes dos veces la vida; primero salvándote de los asesinos, despues curándote las heridas. ¿Qué tienes que temer de ese hombre?
– Ese hombre es un demonio, Yuzuf.
– No, no por cierto: todo consiste en que tú eres cobarde, y como cobarde receloso. Ademas, ese hombre es mi esclavo, y nada se atreverá á hacer contra un hombre á quien yo protejo.
– ¡Ah! ¡Dios te libre del gitano, emir!
– Pídele que te libre de tu miedo. Adios, Jerif-ebn-Aboó, adios. Necesito buscar yo mismo á mi hijo. Nada tienes que temer si has sido leal. Y en cuanto á ese hombre, ya te he dicho que es mi esclavo. Adios.
Pronunció el emir con tal resolucion estas palabras, comprendió de tal manera Miguel Lopez, que una nueva réplica solo serviria para irritarle, que le dejó ir sin pronunciar una palabra mas.
El emir empezó á subir lentamente las escaleras: antes de llegar á ellas le habia parecido sentir un breve y furtivo paso que se alejaba con gran rapidez; pero aquel ruido podia haber provenido tambien de las escamas de alguno de los reptiles que anidaban en el subterráneo, al deslizarse por la piedra. Cuando llegó á lo alto notó que la puerta estaba cerrada. Apenas tocó á ella la puerta se abrió y apareció Calpuc, con una lámpara en la mano.
Mas allá estaba Abd-el-Malek y los otros cuatro monfíes.
– Calpuc, dijo el anciano, te recomiendo el cuidado de ese hombre. Su vida me importa demasiado. Adios.
– Ve en paz, rey de la montaña, ve en paz: tus deseos son para mí preceptos.
– Yo ruego á mi hermano, dijo Juzuf, estrechándole la mano.
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