Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras

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Durante mucho tiempo, Miguel Lopez estuvo contemplando con ansiedad al extranjero, que leia en silencio, y sin atreverse á hablarle, puesto en temor por la autoridad de su palabra y por lo grave de su pronóstico.

Al fin, como emanado de un lugar distante y á través de los muros, se oyó el toque de una corneta: entonces el extranjero cerró la Biblia, se levantó, fué al lecho y contempló profundamente al herido, que tenia fijos en él los ojos, dilatados á un tiempo por la curiosidad y el temor.

– ¿Quién sois? dijo Miguel Lopez.

– Nada os importa quien yo sea, contestó el desconocido; pero si os importa mucho el reposar: no hableis: tiempo sobrado tendremos de hablar mas adelante: el hablar os cuesta un esfuerzo y ese esfuerzo os es muy dañoso: estais gravemente herido: esperad: voy á daros una medicina que os servirá de mucho.

Dicho esto fué á la mesa, tomó una redoma de vidrio, vertió parte de su contenido en un vaso de la misma materia, fué al lecho y dió á beber un líquido blanco y un tanto espeso al herido.

Despues se quedó observándole: lentamente se fueron cargando los ojos de Miguel Lopez y al fin se durmió.

Entonces el extranjero fué á la mesa y encendió la lámpara con que habia venido alumbrándose, á tiempo que sonaba de nuevo y mas de cerca la corneta.

– Mucha impaciencia es esa, dijo, y debe suceder algo importante: veamos lo que es.

Y trepó por las escaleras, llegó á su fin á una puerta chata, cerrada por una sola hoja forrada de hierro mohoso, que el extranjero abrió, saliendo á un pasadizo oscuro y abovedado: cerró de nuevo, corrió un cerrojo, le afianzó con dos vueltas de una llave que sacó de su bolsa, y luego adelantó por la mina, que era tortuosa y á trechos ascendia ó descendia: á un lado y otro quedaban otras galerías: al fin se vió una claridad fria al fin de la mina, y cuando el extranjero salió de ella, entró en una caverna anchurosa, por cuya boca penetraba la luz del alba: aquella gruta estaba encubierta y como defendida por una espeso robledal, que coronaba la cumbre de una colina.

Entonces se escuchó por tercera vez la corneta, pero de una manera vibrante, enteramente perceptible y á poca distancia.

El extranjero apagó la lámpara, la ocultó en una grieta de la caverna y sacó de esta grieta un largo arco de acebo y algunas saetas que atravesó en su talabarte. Despues salió de la caverna, y tomó á buen paso por un sendero estrecho, tortuoso, cubierto de musgo, perdido entre las breñas, y que, á poca distancia, penetraba en el robledal.

Muy pronto el incógnito, á gran paso, se internó en el bosque; siguió las sinuosidades del sendero, y rodeando una colina, penetró en una ancha rambla, cuyo aspecto era terriblemente brabío y selvático.

Un pequeño arroyo la atravesaba é iba á formar en la parte abierta de la rambla un pequeño lago, que se perdia pintorescamente entre un bosque de mimbres, bañando sus nudosos troncos: alrededor solo se veian rocas tajadas, abiertas, como calcinadas por la accion del rayo: las asperezas, las peñas que acá y allá brotaban sobre el terreno, como excrescencias, estaban cubiertas de musgo, y la arena que servia de lecho y se extendia en una estrecha márgen á los lados del arroyo, era de color negruzco; lo demás del terreno estaba cubierto por una especie de liquen musgoso, en el que resbalaba la planta.

Aquel lugar que parecia destinado á la mas absoluta soledad, estaba entonces concurrido por muchos seres humanos, entre los cuales se veia un solo caballo; uno de esos caballos pequeños, pero ágiles, fuertes, fogosos; un verdadero caballo de montaña.

Las gentes, que en número como de cien personas, ocupaban la parte superior de la rambla, eran monfíes: algunos de estos, mas avanzados, parecian estar de centinela: al desembocar en la rambla el extranjero, uno de los centinelas armó su ballesta, y gritó:

– ¡Alto! ¿quién va?

– ¿No me habeis llamado? dijo con acento irritado el extranjero ¿porqué pues me deteneis con la puntería de vuestras ballestas?

– ¡Es el cazador de la montaña! dijo otro de los monfíes.

– Dejadle llegar, dijo una voz breve y al parecer acostumbrada al mando.

Desarmó el monfí su ballesta é hizo seña al extranjero de que adelantase: este trepó por las breñas con la agilidad de un gamo, pasó de la línea de los centinelas, y llegó á la parte alta de la rambla, donde le salió al encuentro un anciano enteramente vestido á la usanza mora.

Aquel anciano era Yuzuf, el padre del emir de los monfíes.

El semblante del noble anciano estaba contraido por una sombría expresion: dulcificola, sin embargo, á la presencia del incógnito, y tendiéndole la mano, le dijo:

– ¡Bien venido sea mi amigo el rey del desierto!

– ¡Rey! exclamó con sarcasmo el extranjero; el imperio de mis abuelos está muy lejos, y en estas regiones no soy otra cosa que tu esclavo, rey de la montaña.

– Mi esclavo no, mi hermano, dijo con dulzura Yuzuf ¿acaso no te he amparado? ¿no te he procurado un asilo impenetrable en mis dominios? ¿no tienes cuanto has menester?

– Sí, todo, todo, menos mi venganza, tras la que ando recorriendo el mundo hace diez años.

– No porque tu venganza tarde será menos segura.

– Pero entre tanto ese infame capitan tiene en su poder á mi esposa y á mi hija: ¿acaso no has protegido tú á ese infame? ¿acaso no has impedido tú que me vengue, que rescate á las prendas de mi alma y vuelva con ellas entre los mios, allá al otro lado de los mares donde soy verdaderamente rey, rey fuerte, poderoso, y vengador de las desdichas de mis abuelos?

– ¡Espera!

– Hace un año que estoy esperando desde mi llegada á estas montañas.

– Recuerda que sin mi ayuda, haria tambien un año que dormirias en la tumba.

– Es verdad, dijo profundamente el extranjero: mi impaciencia por rescatar á las prendas de mi alma, me hizo ser imprudente… recuerdo que fuí preso como un ladron, en el momento en que penetraba en la casa de ese capitan infame. Recuerdo que me encerraron en un calabozo… recuerdo tambien que aquella misma noche entró un hombre en aquel calabozo, y me procuró la libertad; pero á cambio de terribles condiciones.

– Solo te pedí que dilataras tu venganza: para ello tenia mis razones: el capitan Sedeño es uno de mis mejores espías entre los cristianos: me sirve de mucho. Yo te he respondido de la honra de tu hija y de la vida de tu esposa.

– ¡Oh! ¡mi esposa! ¡mi hija! exclamó con acento rugiente el extranjero.

– Han llegado á tal punto las cosas, continuó Yuzuf, que muy pronto me hará Sedeño sus últimos servicios: aviseme del dia en que la Chancillería, el capitan general y la Inquisicion esten descuidados: sorpréndalos yo en sus hermosos palacios de Granada con mis monfíes, y entonces ese hombre de quien anhelas con justa causa vengarte, es tuyo: entre tanto, espera, Calpuc, espera y ayúdame.

– Y en qué puedo ayudarte, dijo Calpuc, á quien seguiremos dando este nombre.

– Revélame lo que has hecho esta noche.

– ¡Ah! si, es cierto: ayer recibí un mensajero tuyo con el que me avisabas que llegase á esta misma rambla á la media noche. En efecto inmediatamente me puse en camino. Cerróme en él la noche; descendia yo á buen paso por una montaña en direccion á Cádiar, cuando oi pasos de algunos hombres: el sitio era solitario, podia ser funesto un encuentro, y habiendo hallado en el barranco por donde descendia una profunda gruta, me oculté en ella.

Poco despues los hombres que habia sentido penetraron en la cueva: yo me habia retirado al fondo y como no traian antorchas ni luz alguna, no pudieron reparar en mí; luego entró un hombre á quien reconocí por la voz: era Reduan, el monfí que pasa por ventero en el camino de Orgiva.

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